Mi corazón dio un respingo al reconocer esa voz, el canto más hipnótico y erótico que alguna vez había escuchado. Sonaba tan familiar…
¡Oh, Dios mío! El sujeto en cuestión era…
El recuerdo me golpeó con fuerza.
"Permítanme presentarme", resonaron en mi memoria sus palabras. Me había sentido poseída, en una especie de trance, la primera vez que oí esa voz. Aquel tono era inconfundible. "Soy el vástago de las tinieblas, engendrado en la oscuridad y habitante de ella. Puedo hacer realidad todas tus fantasías". Reviví en mi mente la imagen de su sombrero negro de copa, del cual hizo surgir una camada de palomas blancas que revolotearon sobre los espectadores antes de desaparecer. "Poseo todo lo que deseas y lo pondré al alcance de tus manos".
Era el mago de La Tumba de los Condenados.
El silencio audaz e intrépido se prolongó. La figura alta del hombre cortó la noche mientras se posicionaba justo frente a nosotros. Su hermosa melena de cabello largo y oscuro refulgía bajo la luz de la luna, enmarcando su rostro varonil y vigoroso. Iba vestido íntegramente de negro, con un largo abrigo que descendía más allá de sus rodillas y guantes de cuero. Esta vez no usaba sombrero. Me sentí temblorosa.
—Me recuerdas, mi preciosa... Angelique. Así es como te llaman en esta vida, ¿no? Soy Samael, príncipe de todos los satanes. Aunque algunos me llaman simplemente Sam —proyectó una sonrisita hacia mí.
Santo Cristo… Aquella voz me cubría con un manto de placer, dicha y complacencia, enviando un torbellino de ondas vibratorias a mi cuerpo, las cuales eran capaces de doblegarme. Repentinamente, me sentí somnolienta. Me giré hacia Joe, que se encontraba parpadeando reiteradamente mientras nos contemplaba. El color había abandonado su rostro.
—¿Se conocen? —nos consultó.
Mi silencio fue la respuesta. Sam avanzó hacia Joseph, abriéndose paso entre los chicos, que parecían petrificados.
—Pero por supuesto, nos conocemos desde el principio de los tiempos —precisó Sam.
El demonio se despojó de uno de sus guantes para apoyar su palma descubierta en la mejilla de Joe, quien de inmediato se estremeció por el contacto. Incluso parecía estar temblando. Los moretones que aún marcaban su rostro comenzaron a desvanecerse al tiempo que la piel del mago lo tocaba. Sus lesiones sanaron en cuestión de segundos.
Fue entonces cuando lo comprendí: De esa forma se había recuperado velozmente de las heridas causadas por los latigazos del padre de Alan.
La boca de Nina se abrió con conmoción mientras sus ojos desorbitados miraban al misterioso espécimen.
—Sorprendidos, ¿eh? —dijo el demonio.
Un gemido se escapó de mi garganta involuntariamente. Todo me picaba, cada palabra suya provocaba que sintiera como si algo se estuviera moviendo bajo mi piel, incendiándome a su paso. Era una tortura enloquecedora.
—Sorpresa, sorpresa —el individuo fingió suspirar con deleite y se movió en círculos sobre el asfalto—. ¿Qué ha sucedido, Joe? Te advertí que Angelique y tus compañeros estarían bajo mi protección si no me fallabas. Te pedí que estuvieras a mi disposición cada vez que te necesitara, pero ¿qué hiciste? Me diste la espalda. No llegaste cuando te esperé durante todo el día. ¿Y después? Te encuentro divirtiéndote. ¿Qué ocurre con Angelique? Te dije que si fracasabas, la desterraría al infierno, te lo advertí. ¿Por qué no viniste? —Sus ojos se posaron en mí con aburrimiento—. Únicamente uno de ustedes dos debería estar aquí, vagando por la tierra. La condición para mantenerlos juntos y con vida era que me sirvieras, muchacho.
Joe abrió la boca tratando de formar una palabra. Lo primero que salió fue un tartamudeo. Hasta que finalmente consiguió hablar, con la cabeza agachada:
—Perdóneme, señor. Si me diera otra oportunidad, no lo defraudaría de nuevo. Le prometo que no volverá a suceder, se lo juro.
Dejé de respirar, mi corazón parecía haberse detenido, aguijoneándome el pecho. ¿Cómo era posible que Joe tuviera miedo? Él nunca había tratado con tanto respeto a nadie, jamás habría suplicado de esa manera ni habría implorado perdón como un niño pesaroso y patético.
—Joseph —oí decir Adolph.
Tan pronto como el mago le disparó una mirada, dejó de hablar.
—Sabes que debo hacerlo —Sam ignoró a Adolph para proseguir con su discurso—. Yo, con mi suprema benevolencia, te otorgaré otra oportunidad. Sabes que te necesito. Vas a entregarme La Daga de Fuego mañana a medianoche. Si eso no ocurre, les retiraré mi protección y uno de ustedes dos será devuelto a donde pertenece. Con esto me refiero a que ella o tú podrían ser enviados a una confortable y cálida tumba.
Una risa macabra resonó desde alguna parte, pero no era Sam quien se reía. Los labios perfectos de este caballero permanecieron sellados cuando aquella carcajada tétrica estalló en la cercanía. Sam levantó la cabeza para ver por encima de mi hombro. Me volví hacia atrás por instinto.
Ahí estaba Jonathan, con su aspecto más tremebundo y sus ojos ambarinos fijos en el otro demonio.
—El Joven Blade tendrá que pisar mi cadáver antes de robar mi daga —declaró.
—Ya veremos qué tan bien puede hacerlo mi muchacho —añadió Sam—. Lo he entrenado a conciencia, puede ser muy despiadado cuando se lo propone. Nada más necesitamos saber dónde escondiste la jodida daga, hombre. Ah, por cierto, es agradable verte de nuevo. También estoy bien.
—Es una lástima, viejo. Ahora deberías dejar al muchacho en paz, porque si quiere robar mi daga, primero tendrá que convencerme de bailar salsa en zancos. Eso, o esperar a que decida en qué parte de la realidad la coloqué.
Ravenwood rió, al igual que Sam.
—¿Escuchaste eso, hijo? No quisiera estar en tu lugar —Sam palmeó el hombro de Joe.
Todos permanecimos en un absorbente silencio, temerosos de decir cualquier cosa.
—¿Para qué quieres las tres dagas, Sam? ¿Qué planeas? —interrogó Jonathan, cruzando los brazos con expresión seria.
La sonrisa de Sam se ensanchó.
—No puedo creer que no lo sospeches. Me conoces bastante bien, deberías saber lo que deseo y la razón por la cual camino hoy en la tierra, el infierno de los mortales.
Los hombros de Jonathan se elevaron antes de caer.
—Puedo conjeturar que engañaste a Blade para que te liberara de tu condena y te sacara de tu abismo. En cuanto a tus intenciones con las dagas… Sólo se me ocurre algo. O alguien.
—Sí, mi amigo, sigues siendo igual de perspicaz. Blade cayó en mi trampa. —Samael meneó la cabeza con aprobación—. Y sí, todo esto es por ella, por Lilith. No tengo reparos en revelar mis intenciones. Todo lo que quiero es invocar a Lilith en su forma demoníaca y traerla de regreso a la tierra de los mortales. El cuerpo vampiro que adoptó anteriormente resultó ser demasiado frágil y mi dulce Eva la regresó a las tinieblas.
—¿Qué está sucediendo aquí? —exigió saber Adolph—. Tengo la sensación de que esto es un conflicto entre ustedes dos, en el que no deberíamos estar involucrados.
Ambos demonios se giraron para enfrentarlo. Advertí cómo la mandíbula de Jonathan se apretaba.
—Por supuesto que todos ustedes están involucrados. Desde el momento en que Joseph los agregó a mi contrato de protección, me pertenecen —anunció Sam—. El tatuaje que el muchacho lleva en la espalda es mi marca, un símbolo de que poseeré su cuerpo y su alma. Además, Angelique me ha dado un beso, y eso, en el lugar de donde provengo, significa cerrar un trato. Ambos me han vendido sus almas.
Cerré los ojos. La mano de Joe apretaba la mía, pero apenas era consciente de ello. La cándida y encantadora tonalidad en la que hablaba ese hombre, los graves sonidos que emanaban de su boca…, me tenían hechizada.
—¿Lo has besado? —Tan pronto como escuché la voz de Joe, abrí los ojos. La angustia en su tono heló mi piel. Estaba herido.
—No, yo... Fue cuando estaba... muerta... Yo... su voz me... —Era como si necesitara aprender a hablar de nuevo. No fui capaz de completar una sola frase.
—Joe, niño, no, no fue nada, sólo un trato. Hicimos negocios, nada más que eso —le respondió Sam antes de guiñarme un ojo—. Ustedes estarán a salvo siempre que me entreguen su lealtad y plena fidelidad. No permitiré que nadie les haga daño mientras Joe cumpla con mis simples condiciones. La daga, Joseph, la obtendrás antes de la medianoche de mañana. Ese demonio es tu enemigo —señaló a Ravenwood—. Yo soy tu amigo. Si estás de mi lado, juro proteger a Angelique, ¿entendido?
Joe asintió sin mirarlo, aunque era notorio que el hombre buscaba sus ojos.
—¡Por los infiernos! —intervino Jonathan—. No escuchen a ese maldito, los está manipulando. No le hagan caso. Si invoca a Lilith, eso desatará el caos en las calles. Nadie puede detener a esa mujer en su forma demoníaca, y buscará venganza, Angelique.
—Joe, ya te lo he dicho, nadie le hará daño. Confía en mí —Sam podía persuadir a cualquiera para que lo obedeciera mientras utilizara esa voz tan suave, amable y dulce. Era como si un coro de ángeles cantara al momento en que abría la boca—. Sé que es difícil, no me conocen, al menos no en esta vida, pero puedo asegurarles que no hay maldad en mis intenciones. Prometí brindarles protección, por lo tanto, ni siquiera Lilith podrá dañarlos. Y este hombre —apuntó al otro demonio con el dedo—, colaboró con Deborah para acabar con ustedes. ¿O acaso no lo recuerdan? En este momento, les corresponde estar de mi lado.
—Eres venenoso, Samael. Eso eres, puro veneno —replicó Ravenwood con los ojos entrecerrados recelosamente.
—Recuérdalo, Joe, esto no se trata de hacer el bien o el mal. Jonathan y yo pertenecemos ambos al lado oscuro, somos dos demonios con intereses propios. Me servirás a mí, no a él —Sam extendió su mano, ofreciéndosela—. No vuelvas a mí sin la daga. Llámame si necesitas ayuda, te estaré esperando.
Joe estrechó la mano del mago. Y éste desapareció después de hacer una elegante reverencia.
Cuando los ojos oscuros de Joseph se encontraron con los míos, percibí el cambio en su mirada: no era él. Deshizo la sujeción de mi mano y posó esa fría mirada sobre Jonathan.
—¿Dónde está la daga? —le preguntó al demonio.
—Será mejor que no insistas en ese asunto. Si intentas algo, podría hacerte daño, aunque esas no sean mis intenciones.
Alan puso una mano en el hombro de Joe después de adelantarse algunos pasos.
—Hombre, volvamos a casa. No debes meterte en más problemas —su entonación fue fraternal, calmada.
En un arrebato de ira incontrolable, Joe retiró la mano de su amigo. Sus ojos despedían llamaradas de fuego.
—¿Problemas? Debes estar bromeando. No se trata de que me metiera en un problemita, ¡no hay opciones! —elevó la voz, exaltado—. Si no tengo esa maldita daga para la medianoche de mañana, Angelique estará en peligro. No puedo jugar con su vida, Alan. No estamos jugando.
—Crowley —llamó Jonathan a Adolph—. No podemos permitir que Sam invoque a Lilith. Aunque no lo crean, para mí también fue un alivio que Angelique asesinara a Deborah. Ya les hablé de su verdadera identidad, Lilith no es un demonio con el que se pueda jugar. Si es necesario, me ofrezco a darles mi apoyo. Si pudiera obtener las tres dagas, tal vez podría hacer algo para enviar a Sam de vuelta al infierno. Si tan solo…
—Maldito seas. —Cuando Joe agarró a Ravenwood del abrigo, me asusté mortalmente—. Estás intentando engañarnos. También estás buscando las tres dagas y probablemente quieres destruirnos. Seguramente deseas vengarte por la muerte de Deborah. Tratas de manipular a mis amigos, pero te advierto: Aunque logres convencerlos, no podrás hacerlo conmigo. Voy a hacer lo necesario para encontrar La Daga de Fuego. Si no quieres colaborar conmigo, me encargaré de asesinarte, y sé cómo hacerlo. Cada diez horas necesitas succionar un alma para perpetuar tu vida. Si pudiera mantenerte encerrado por un tiempo, no podrías alimentarte de almas y te desvanecerías mientras te arrojo agua bendita por todo el cuerpo.
De manera inusualmente relajada, Jonathan dio un paso hacia atrás, evitando que Joe le siguiera inmovilizando. Alisó las solapas de su abrigo y se aclaró la garganta.
—No me amenaces, Blade. Si estás conmigo, estaré contigo. De lo contrario, seré tu peor enemigo. —Se giró hacia Adolph para hablarle—. Si consiguen mantener a este chico lejos de mi camino, haré lo posible para encargarme de Sam. ¿Qué dices, Adolph? ¿Estás de mi lado?
Nina se aferró al brazo de Adolph cuando éste estuvo a punto de dar un paso hacia el demonio. Él le dirigió un rápido vistazo para tranquilizarla antes de continuar avanzando.
—No me agrada la idea de confiar demasiado en ti, pero haré lo posible por sacar a Joe de tu camino si consigues que Sam desaparezca.
Los puños de Joseph estaban cerrados a cada lado de su cuerpo, su rostro escarlata por la ira, su mandíbula tensa y su respiración alterada, como si estuviera a punto de explotar.
—¿Cómo pueden estar de acuerdo con él? —dijo a gritos—. ¿Cómo demonios pueden confiar en él?
Repleto de rabia, elevó un puño, dispuesto a golpear a Adolph, pero Nina se interpuso, atajando en pleno movimiento su muñeca.
—No te atrevas, Blade. No se te ocurra lastimar a ninguno de mis amigos —le advirtió. Su rostro femenino era tan aterrador y duro que haría temblar a cualquiera. Su expresión se convirtió en una sucia amenaza de muerte.
Era toda una femme fatale.
Rápidamente dirigí mi atención hacia Jonathan y lo vi desmaterializarse, evaporándose en el espeso viento.
Joe resopló.
—¿Amigos? Sí, cómo no —se burló—. Eres simplemente una perra, que lo único que ha hecho todo este tiempo ha sido jugar con estos dos idiotas. Primero te revuelcas en la cama de Alan, luego de Adolph… Todas las mujeres son iguales.
Atónita, me cubrí la boca con una mano.
¡Mierda!
¿A dónde se había ido el verdadero Joe?
Aunque a veces era salvaje con las palabras, el Joe que creí conocer jamás habría ofendido de esa manera a sus amigos. Nunca habría dicho semejante cosa.
¿Dónde estaba el hombre que me había hablado sobre tener hijos como un lejano y hermoso sueño? El que me había propuesto matrimonio y que me había asegurado que no podía vivir sin mí. El que había defendido a Alan en la corte, el que sostenía mi rostro entre sus manos con ternura, ¿dónde estaba él?
La cara de Nina perdió color mientras lo veía a los ojos, buscando en ellos a su amigo perdido, desconcertada y herida.
Adolph tiró de ella para ocultarla tras su espalda al tiempo que Alan tomaba posición de batalla, preparado para luchar contra Joe.
—Joe —balbuceé antes de acercarme para tocar su brazo.
Me miró de soslayo, con ojos gélidos y lejanos.
—¿Ahora qué es lo que quieres? —gruñó en un tono tan déspota que sentí enfado.
—Te necesito aquí y ahora. No me dejes, Joe, no te alejes.
Él curvó una sonrisa.
—Joe no está en casa en este momento, se ha marchado para no volver. Intente llamar más tarde o deje un mensaje después del tono. ¡Bip! —dijo de manera repugnantemente displicente.
—Creo que tendrás que hacer tu trabajo de nuevo, Alan —propuso Adolph.
Joe se sobresaltó.
Totalmente alterado, metió las manos en su chaqueta antes de extraer una larga daga de empuñadura bruñida. Di un paso atrás. Él empujó al Zephyr contra un muro con el dorso de su brazo y apoyó el arma directamente en su cuello.
—Si intentas entrar de nuevo en mi mente, te juro que te mataré.
La amenaza había sido tan sincera y con tanto odio que Adolph tuvo que saltar de inmediato para detenerlo desde atrás.
—¡Tranquilo, Joe! —vociferó nuestro líder mientras forcejeaba con él.
—¡Suéltame, ahora!
—Cálmate, hermano.
—No me llames hermano, hijo de perra. ¡Déjame en paz!
Cuando di un paso hacia ellos, Nina me detuvo, agarrándome del antebrazo.
En una milésima de segundo, Alan se había movido más cerca de Joe, quien después de liberarse de los brazos de Adolph, alargó su mano y hundió la daga en el brazo del Zephyr.
En ese breve instante, el mundo pareció congelarse. Alan observó su propia sangre serpentear por sus bíceps, descendiendo hasta las puntas de sus dedos. Su reacción, más que dolor, fue de puro asombro. Retrocedió dando un traspié. Sus ojos abiertos de par en par reflejaban su desconcierto. Nina, incapaz de ocultar su preocupación, le agarró la mano ensangrentada antes de soltar un alarido.
Adolph logró sujetar nuevamente los brazos de Joe con mucho esfuerzo. Este último mantenía una expresión tan imperturbable que parecía ajeno a cualquier emoción.
Alan, sin emitir un solo quejido, retiró el arma de su interior y rompió la afilada hoja metálica con sus propias manos.
El furor de Joe se acrecentó al ver su daga quebrada siendo arrojada al adoquinado. Forcejeó intensamente con Adolph hasta que, momentos más tarde, nos apuntó a todos con un revólver. Dirigió la mira del arma primero a Alan, luego a Nina y su esposo, y finalmente a mí. Tragué saliva, manteniendo nuestras miradas. La frialdad cruel y despótica de la suya me estaba aniquilando. El Joe que me miraba era atroz y vengativo. No dudaría en apretar el gatillo.
—¿Me matarás, Joe? ¿De la misma manera que mataste a Donovan? —me aventuré a decir.
La revelación resonó en la sorpresa de los presentes. Los chicos acababan de enterarse de que Joe había sido el responsable de la muerte de Donovan.
En silencio, apuntaba amenazante hacia mi cabeza. Sus dedos se estrecharon alrededor de la pistola con tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.
—Esto está fuera de control. Él está llegando demasiado lejos —articuló Alan mientras observaba el ritmo acelerado de la respiración de su amigo—. Entrega el arma, Joe.
Él se mantuvo firme sosteniendo el revólver, como si no hubiera escuchado nada.
Alan reaccionó arremetiendo contra Joe. Lo observé traspasar el aire con un movimiento furtivo y fugaz. Lo derribó y se sentó sobre su pecho, inmovilizándolo con una fuerza brutal.
Nina me rodeó los hombros con un brazo mientras que los dos encabezaban una batalla cuerpo a cuerpo.
—Tranquila, estará bien. Alan no le hará daño —susurró ella con seguridad.
Cuando el revólver se disparó, mi corazón se saltó un latido.
Para mi alivio, la bala se perdió en el aire, sin lastimar a nadie. Alan arrojó el arma lejos.
Escuché un espeluznante sonido cuando Alan golpeó alguna parte del torso de Joe. Aunque no pude identificar moretones o sangre, él gimió de dolor, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Le había quebrado un hueso?
—¡Vamos, levántate! —Alan se puso de pie con una cólera palpable. Joe permaneció tumbado, quejándose adolorido, hasta que su amigo lo agarró por la parte trasera del cuello de su chaqueta y lo arrastró a través del asfalto—. Regresemos a casa. Tendremos que encerrar a Joe en el sótano.
¿Teníamos un sótano?
—Maldito, ¿qué me has hecho? ¡Quebraste mis brazos! ¡No puedo moverlos! —protestó Joe, irascible.
Me horroricé.
—Angelique, no temas, fue por su bien. Se recuperará más rápido de lo que imaginas —declaró Alan con determinación, intentando calmar mi inquietud.
Abatidos, emprendimos nuestro regreso a casa. Los aromas familiares de la noche y la ciudad se entrelazaban a mi alrededor.
Joe seguía sin poder oponer resistencia a causa de sus brazos fracturados. Farfulló insultos durante todo el trayecto mientras Alan, con su fuerza sobrehumana, lo arrastraba como si fuera un perro atado a su correa. Podía oír la tela de sus jeans desgarrándose con la fricción del suelo y sus quejidos incesantes. No quería verlo así, no cuando sabía que no era responsable del odio descontrolado que afloraba de él.
—Necesito la Daga de Fuego. Sácame tus manos de encima, Alan —exclamó, retorciéndose en un intento por liberarse del Zephyr al tiempo que éste lo hacía entrar por el umbral de la puerta de nuestra mansión—. Lo único que quieres es dejar a Angelique sola y desprotegida. Quieres que le hagan daño, por eso evitas que vaya por la daga. Bastardo infeliz.
Muy inteligentemente, Alan optaba por ignorar cada comentario proferido por él.
En el área de la piscina, una escotilla se escondía entre los arbustos. Adolph la abrió, revelando una escalera que descendía hacia la penumbra. Los cuatro nos sumergimos en la oscuridad del sótano, con Joe a rastras. En ausencia de bombillas funcionales, mi visión de vampiro tuvo que adaptarse para permitirme discernir objetos en la absoluta negrura. Tras capas de telarañas y polvo, había una bodega de vinos antiguos y, al fondo, una amplia cámara con una puerta de acero abierta. Se trataba de un refrigerador en desuso para carnes y licores, del tamaño de una habitación pequeña. Su interior se encontraba húmedo y vacío.
—¡No pueden hacerme esto! —gritaba Joe.
Adolph y Alan lo empujaron dentro del compartimiento antes de cerrar la imponente puerta de acero. Acto seguido, sellaron la entrada con una tabla y un candado enorme. Los alaridos furiosos de Joe se hicieron lejanos mientras golpes sordos resonaban contra la puerta.
Todos se volvieron hacia mí, ansiosos por saber cómo me sentía frente a la situación. Sin embargo, no logré decir nada.
—Lo sacaremos de ahí cuando haya recobrado la calma, te lo aseguro —me prometió Adolph.
—Lo siento, siento mucho todo esto —expresó Nina, su pesar era palpable.
—Él no buscaba herirlos, simplemente no puede controlarlo —lo defendí.
No podía evitar sentirme responsable por él.
—Lo sabemos. Todos lo entendemos —dijo Adolph, esforzándose para ser escuchado por encima de los llamados graves de Joe—. Ahora, vamos, Angelique. Volveremos más tarde para ver cómo está.
Sacudí la cabeza con desánimo.
—Vayan ustedes, me quedaré aquí con él.
—¿Estás segura? —inquirió Nina.
Asentí.
Ellos se marcharon.
Un nudo apretado se formaba en mi garganta, impidiéndome respirar. Recliné la espalda contra la fría puerta del refrigerador antes de sentarme en el suelo de madera. Por un instante, Joe se quedó callado. Traté de inhalar aire lentamente mientras sentía una especie de peso en el pecho, como si algo lo presionara con fuerza. Mis manos temblaban.
—Angelique, por favor, ábreme. Sé que estás ahí —me suplicó con la voz quebrada, como si lágrimas silenciosas acompañaran sus palabras—. Te lo ruego, linda. Sácame de aquí. Soy yo, el Joe que tú conoces. —Un golpe hizo eco del otro lado—. Por favor, no me dejes aquí, no me abandones tú también. Déjame salir, tengo que hacerlo.
Apreté los dientes y abracé mis rodillas. A cada minuto que pasaba, se volvía más desafiante no ceder ante sus ruegos. Dolía como el infierno escucharlo lamentarse de esa desgarradora forma. No le respondí, no hablé. Sabía que ése aún no era Joe. Lloré en silencio, aterrada.
—Nena, te lo suplico. No te haré daño, sabes que te amo. —Una patada resonó contra el gélido acero—. Si me sacas de aquí, yo... —su voz se cortó—. Hazlo, por favor. Sé que puedes oírme.
Entre sollozos, lágrimas y súplicas, perdí la batalla contra el sueño. Dormí durante un par de tortuosas horas, con los lamentos de ese vampiro atormentando mis oídos.
"Ábreme, Angelique, por favor. Déjame salir, te lo ruego…", fue todo lo que logré soñar.
Cuando desperté, todo estaba en calma. Miré la hora en un antiguo reloj de agujas que adornaba la pared de madera: las cuatro de la madrugada. No había transcurrido mucho tiempo.
—Angelique —murmuró Joe del otro lado, ahora sereno, aunque con un atisbo de cansancio. Después de levantarme, me giré y apoyé ambas manos contra el refrigerador—. ¿Estás ahí?
Mi pecho latió apresurado. Esta vez era él.
—Joe, ¿estás bien? —hablé cerca de la puerta.
—Sí, estoy bien. ¿Tú cómo estás?
—Bien, Joe. ¿Cómo te sientes? ¿Quieres que te saque de ahí?
Tras un breve silencio, me incliné para apoyar la oreja contra la puerta.
—Mis brazos…. están fracturados, pero sanarán. Y creo que el aire aquí se está terminando. Pero será mejor que me quede en este lugar.
Con premura, retiré la tabla de madera que obstruía la puerta y agarré las llaves del candado que Adolph había dejado.
—Te dejaré salir por un momento —anuncié.
—Pero…
Cuando abrí la puerta, lo hallé con el cabello despeinado y empapado de sudor. Se veía… ¡Dios! Terrible. Derrotado y exhausto.
—Si en este momento mis brazos no dolieran tanto, estaría abrazándote —sonrió al decirlo.
Aunque sus brazos estaban rotos, los míos no. Le di un apretado pero cuidadoso abrazo. Oí el sonido de su respiración cuando inhaló y exhaló aire profundamente, tratando de tranquilizarse. Entretanto, acaricié su espalda y cabello cariñosamente.
El abrazo fue completamente reconfortante, tórrido y estrecho. Él también me envolvió con sus brazos, pero de manera más suave. Hundí mi cara en su pecho mientras escuchaba el latido apresurado de su corazón.
Depositó un beso en mi frente antes de dirigirse silenciosamente hacia una puerta cercana de madera podrida. Lo seguí hasta un cuarto de baño.
—¿Podrías…? —me pidió. Ingresé en la habitación, que era tan oscura como el resto del lugar—. ¿Podrías alcanzarme unas vendas en el botiquín de primeros auxilios?
Cumplí con su solicitud mientras que lo veía batallar para quitarse la chaqueta. Al vislumbrar sus brazos amoratados, que estaban a la vista gracias a su camiseta negra de mangas cortas, hice una mueca. Una vez que se deshizo de esta prenda, le ayudé a envolverlos con las vendas.
—Gracias —suspiró antes de girarse hacia el lavabo.
—No es nada —respondí en voz baja.
Con la escasa iluminación de la luna que se filtraba por las rendijas de la escotilla de madera, logró ver mi reflejo en el espejo.
—Te ves cansada —murmuró.
—No te ves mejor que yo —bromeé. O hice el intento.
—Odio esto —gruñó con los dientes apretados antes de golpear violentamente el espejo, que se hizo trizas bajo su puño.
Siseó adolorido.
—¡Joe! —exclamé, tomando su mano, la cual empezó a sangrar desde los nudillos—. Acabo de vendarte, ¿qué…?
—Ven aquí —me atrajo hacia él, tirando de mí con su mano limpia—. Te necesito, necesito que me insultes, que me lastimes. Necesito sentir dolor. Porque lo merezco, estoy causando daño a todos. Necesito que me golpees, me arañes y me muerdas.
Cuando aproximó su desnudo y sólido pecho al mío, dejé de respirar.
¡Perras hormonas!
—Abrázame hasta que no pueda respirar, Angelique. —Me obligó a rodear su cintura. Mi corazón saltó—. Tengo que sentir tus uñas clavadas en mi espalda.
Mis manos se extendieron, tocando la piel descubierta de sus hombros. Cerré los ojos, sintiéndome irrefrenablemente atraída hacia él.
—Joe… —susurré en su cuello.
Presionó sus labios contra los míos con urgencia, llenando mi boca de su exquisito sabor y haciendo que me trague mis propias palabras. Sus dientes jugaron con mis labios.
—Te amo —gimió dentro de mi boca—. Te amo con locura.
Me repitió que me amaba una y otra vez, entre un beso y otro. Su boca golpeaba la mía desesperadamente mientras se apretujaba contra mi torso con tal fuerza que mis pulmones luchaban por conseguir aire.
—¿Por qué quieres infligirte daño? —jadeé.
—Porque es la única manera de lidiar con el demonio dentro de mí —me contestó mientras sus labios aún tocaban levemente los míos—. Probablemente por eso permití que me golpearan la otra noche, aunque no pueda recordarlo. A veces, cuando me pierdo completamente, olvido lo que hice.
Extendió su mano ensangrentada hacia una toalla y se limpió.
—¿Te duele? —inquirí.
—Está bien, merezco este dolor.
Sujeté sus mejillas entre mis manos luego de negar con desaprobación.
—No te hagas esto.
—Lo necesito.
Capté su mirada llena de necesidad, casi pudiendo palpar su pánico y sufrimiento.
¡Dios! Esto lo estaba matando.
El siguiente beso que me dio hizo temblar mis rodillas. Primero sus labios hicieron contacto con los míos, luego su lengua los separó lentamente para deslizarse en el interior de mi boca. Todo dentro de mí estalló al sentir las caricias delicadas de su lengua saboreándome. Nunca antes me había besado con tanta delicadeza, pasión y ternura al mismo tiempo. Mi pecho se contrajo.
—Tú me das fuerza —susurró—. Quiero luchar contra todo esto, contra el mundo entero, contra el cielo y el infierno solamente por ti. Porque necesito estar a tu lado, porque me das paz… Cuando estoy contigo…, me siento vivo. ¿Comprendes? Dependo de ti.
Parpadeé despacio, conteniendo un suspiro.
Sí. Si se refería a esa sensación en el pecho de finalmente poder respirar luego de haber estado ahogándote por mucho tiempo, lo entendía perfectamente. A su lado, sentía exactamente eso.
Sus brazos, cubiertos en vendas blancas, rodearon mis caderas. Y me besó una vez más, con una pizca de ferocidad. Lo escuché soltar un gemido de aprobación cuando mis uñas se clavaron en su espalda, dejando marcas.
—Sí, así. Hiéreme, utilízame —Mordisqueó mi oreja, trazando un rastro de efímeros besos placenteros cerca de mi nuca—. Hmm… Te amo.
La misma necesidad se apoderó de mí. Hundí mis dedos más profundamente en sus hombros y le suministré pequeñas mordidas por todo el largo de su cuello. Mis colmillos se expandieron, causándome un punzante dolor en la mandíbula. Necesitaba enterrarlos en la tierna piel.
Perdí el control progresivamente. Mis mordidas pasaron de ser inofensivas a hirientes. Su cuello empezó a llenarse de marcas rosadas que dejaban mis dientes. Poco a poco, el sabor de la blanda carne bajo mi lengua se volvía más exquisito y embriagador. Cada vez que lo mordía, la potencia de mi mandíbula aumentaba. Él gruñía sonidos de deleite para mí.
Hasta que la sangre brotó de su cuello, provocando que se alejara bruscamente hacia atrás.
—Necesito que saques mi teléfono del bolsillo trasero de mi pantalón —me pidió entre jadeos mientras trataba de recuperar el aliento. Aún estaba demasiado adolorido para hacerlo por sí mismo.
Dado que había poco espacio, rodeé sus caderas con mis brazos e introduje las manos en ambos bolsillos traseros, hasta que encontré el aparato y se lo entregué.
Aunque tenía la pantalla rota, parecía seguir funcionando. Él presionó los botones de marcado rápido antes de sujetar el Blackberry entre su oreja y su hombro.
Luego de unos instantes, habló.
—¿Hola? Sí, soy Joe… De acuerdo —asintió—. Tenemos un inconveniente, no me dejarán salir, Sam… —Su rostro palideció—. ¿Por qué…? Bien. Sí, ahí estaré.
Una vez que colgó, tomé su teléfono para devolverlo a su bolsillo.
—¿Todavía quieres ir por esa daga, verdad? —musité con la voz ronca—. No lo hagas, Joe. Ya basta, deja que Jonathan nos ayude. No te pongas en peligro así. Por favor, mírame. —Busqué sus ojos—. No estás haciendo lo correcto.
—Tienes que ayudarme, Angelique. Necesito que confíes en mí. Mira, aunque Jonathan acabe con Sam, seguiré siendo el mismo monstruo. En cambio, si hago lo que Sam me pide, va a mantenerte segura. Pase lo que pase, estarás a salvo de mí y de cualquier peligro. —Me dirigió una mirada severa—. Además, tú escuchaste lo que sucederá si no consigo la daga de los Ravenwood. Uno de nosotros tendrá que morir. Por eso debes ayudarme. Si algo te pasa, no sé qué será de mí. —Entrelazó sus dedos con los míos—. ¿Puedes confiar en mí por una vez?
Le dirigí una mirada seria.
Si algo le sucediera a él… probablemente tampoco sabría cómo continuar.
—¿Sabes? Me cuesta mucho confiar en ti, no es tan sencillo.
—Lo sé, y lo merezco. No soy digno de la confianza de nadie, pero debes entender que busco lo mejor para ti. Necesito que estés conmigo, te lo ruego. Si me amas algo, aunque sea un poco… Si tan solo me quieres, o sientes algo por mí, por favor, trata de entenderme.
No podía dejarlo solo.
—¿Qué… qué es lo que quieres que haga?
Casi me alegré cuando esbozó una sonrisa y se inclinó para besar fugazmente mis labios.
—Necesito que distraigas a los chicos para que pueda marcharme sin que lo noten.
—Oh, no. No lo harás —le reproché.
—¡Vamos! Haz esto por mí.
Maldije cuando hizo pucheros mientras me veía con aquellos ojos suplicantes.
—Bien, lo haré, pero tengo una condición.
—¿Cuál? —Frunció el ceño, esperando mi respuesta.
—Me llevarás contigo. Sea lo que sea que vayas a hacer, tendrás que llevarme contigo.