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Chapter 21 - Capítulo 20: La Dama del Caos

Con las manos ensangrentadas, Joe se erguía frente a nosotros. Sus ojos, inyectados en sangre, se fijaron en mí. No podía dar crédito a lo que estaba presenciando. Era como si estuviera librando una batalla interna consigo mismo. Estaba paralizado, con los dientes apretados, cejas fruncidas y manos convertidas en puños mientras respiraba pesadamente. Su mirada era como un mar en tormenta, donde la malevolencia y el miedo competían, enloqueciéndolo. Su piel comenzó a adquirir una sutil tonalidad escarlata.

—¡Muévete! —increpó a Alan, intentando llegar hasta mí. Su voz, con un atisbo de sufrimiento, sonaba entrecortada y temblorosa, como si su garganta se estuviera cerrando.

Alan utilizó su brazo para empujarme más hacia atrás en un gesto protector, mientras me aferraba a su camisa.

—¡Déjame hablar con ella, maldito hijo de puta! —prosiguió Joe con gritos moribundos, como si alguien lo estuviera apuñalando una y otra vez.

Avancé un par de pasos para enfrentarlo cara a cara, incapaz de evitar que el miedo se apoderara de mí. Mi garganta parecía estrecharse al mismo tiempo que mi pecho se cerraba, impidiendo que el aire circulara.

—Escucha, Joe, tienes que tranquilizarte. Mírame —traté de mantener un tono constante. Casi funcionó.

—¡Calmarme una mierda! Me temes, en este momento me temes. Ya no confías en mí —Cuando sujetó mis hombros, un espasmo me sacudió—. Me traicionaste, ¿por qué lo hiciste?

Negué con apremio antes de deslizar mis manos por encima de su pecho. Agarré audazmente las solapas de su abrigo.

—Eso no es cierto —repuse en voz alta—. He sido la única que te ha apoyado en esta jodida locura, porque te quiero. Ni siquiera sé cómo terminará todo esto y, aun así, te seguí.

Hizo un gesto burdo y se alejó de mí.

—Lo único que querías era que creyera en ti, ganarte mi confianza, para después traicionarme, ¿no es así? Todo lo que he hecho ha sido por tu bien, para protegerte. Y todo lo que soy es tu culpa. Tienes la culpa de todo esto.

Mi rostro palideció. No imaginé que esas palabras pudieran herirme tanto. Tal vez él tenía razón y era mi culpa…

—No tienes la culpa de nada —murmuró Alan en mi oído, mientras sus manos se posaban sobre mis hombros.

En un parpadeo, Joe se echó a correr hacia la luz que provenía del final de la cueva. Alan y Julieanne se precipitaron tras él, moviéndose casi imperceptiblemente, como si hubieran desaparecido de un momento a otro.

Me apresuré a seguirlo, pero era demasiado rápido. Solamente podía alcanzar a oír sus pisadas en la tierra seca, varios segundos después de que hubiese pasado por ahí. Avancé con agilidad por el angosto pasaje de piedra hacia la salida hasta quedarme sin aliento. Mis pantorrillas ardían por el esfuerzo muscular. Podía oír su agitada respiración alejándose.

En el exterior, el firmamento se teñía en tonalidades púrpuras y rojizas bajo el crepúsculo. Alan y Julieanne se encontraban bloqueando con sus cuerpos las puertas del Impala, estacionado en medio del camino. Me aproximé a Joe cuando redujo la velocidad paulatinamente. Salté sobre él, derribándolo. Durante unos segundos, nos detuvimos para jadear. Y luego se incorporó, arrojándome a la grava.

—No puede ser —gruñó mientras examinaba el entorno—. Ya no me queda tiempo, está anocheciendo.

Se dejó caer de rodillas antes de largar un alarido que desgarró el aire como si se tratara del estruendo de un trueno. Abatido, hundió su rostro en sus manos, enredando los dedos en su cabello y frotando su frente. Se mostró vulnerable, arruinado, destrozado.

Quería abrazarlo con fuerza. Me sentía terrible por dentro, como si estuviera agonizando lentamente. Me faltaba el aire, tenía ganas de llorar.

Con serenidad, se puso de pie y acortó la distancia entre nosotros. Esperaba su furia o intento de agresión, pero en cambio, me rodeó suavemente la garganta con una mano. Las puntas de sus dedos presionaban mi mandíbula, obligándome a mirar su cara. A continuación, acercó mi boca a la suya y me besó con vehemencia, arrebato e ímpetu.

Su aroma me embriagó mientras me sumergía en su fervor. El roce de sus labios fue tan impactante que me sentí mareada. Al cerrar los ojos, una lágrima se deslizó por mi mejilla. Mis labios palpitaban de necesidad al tiempo que chocaban frenéticamente contra los suyos. Su mano estaba firmemente aferrada a mi nuca, atrayéndome más cerca para profundizar el beso. Su lengua acariciaba la mía, penetrando en mi boca. Al rodear su cuello con mis manos, una intensa vibración recorrió mi cuerpo, debilitando mis piernas.

¡Cómo lo necesitaba!

¡Dios! Quería llorar de amor.

—Te amo —me susurró antes de abandonar mis labios.

Una vez que se apartó, descubrí que sus ojos estaban húmedos. Sin decir nada más, me dio la espalda antes de empezar a correr por la carretera a tal velocidad que su silueta se volvió una mancha etérea y trémula.

Alan dejó escapar un suspiro de fracaso.

—No lo sigas, Angelique.

—Iré a avisar a mi padre —dijo Julieanne.

—¡Espera! —exclamó Alan para hacer que se detuviera—. Si muero hoy, quería…

Disminuyó la distancia que los separaba, se inclinó y la besó en los labios. Un beso breve y grácil.

Mis ojos se agrandaron.

Advertí que ella acogía el beso, primero sorprendida y luego cerrando los ojos con deleite. En el preciso momento en el que se separaron un centímetro, Julieanne le propinó una fuerte bofetada en el rostro.

Él dio dos pasos hacia atrás, un poco aturdido, pero con una sonrisa de satisfacción.

Antes de que alguien pudiera hablar, la joven avanzó para besarlo de nuevo, esta vez apasionadamente. Apretó los puños en su camisa mientras se apoderaba de sus labios de manera salvaje.

Tuve que apartar la mirada.

—Ah —exhaló ella unos segundos más tarde—. Te prometo que si estás con vida después de la medianoche, te volveré a ver para enseñarte el truco de teletransportarse.

Sonrió y se desvaneció en el aire.

Alan, ruborizado como nunca antes lo había visto, se llevó una mano a la mejilla.

—Iré por Joe. Quédate aquí, en el auto, si lo prefieres —dijo antes de marcharse en la misma dirección en la que Joe se estaba perdiendo en la distancia.

No pasó un minuto cuando regresó forcejeando con el vampiro.

—¡Suéltame! Está anocheciendo, necesito encontrar la daga. ¡Tengo que irme, infeliz! —vociferaba Joe al tiempo que se retorcía como una fiera poseída entre los brazos de Alan.

A lo lejos, se oyeron pasos, y volví mi mirada hacia el sonido: Jonathan se aproximaba en forma de una pantera de ojos ambarinos. Luego de tomar la forma de una sombra, el demonio se materializó como hombre, de carne y hueso.

—Estoy teniendo problemas —explicó Alan en cuanto lo vio aparecer—. Necesito ayuda, estoy solo en esto y Angelique también ha perdido el control, tuvo un ataque de ira.

—Debo succionar la sangre contaminada que ella bebió de Blade —planteó Ravenwood mientras estudiaba la situación—. Pero para ello, debes permitirme beber de ti, Angelique. Tengo que beber tu sangre contagiada para erradicarla de tu cuerpo. Considerando que soy un demonio, no me afectará.

Al oír esas palabras, Joseph dejó de bracear y luchar. Enmudeció al tiempo que su rostro adquiría un pálido tono blanco cenizo.

—No te atrevas a morderla —protestó con los dientes apretados.

—¿Puedo confiar en ti? —indagó Alan, dirigiéndose a Ravenwood.

Jonathan esbozó una sonrisa.

—En todo lo demás, no. En esta situación, sí.

—No, Angelique. No dejes que te muerda —me advirtió Joe—. Robará tu alma, te matará, se aprovechará de ti. ¡No lo hagas!

El demonio me miró a los ojos.

—La decisión es tuya. Puedo morder tu muñeca si prefieres evitar el cuello —me propuso.

Tuve que dirigirle una mirada Joe antes de tomar una decisión. Me odiaría si aceptaba. Había voces atormentándome en mi mente.

Hazlo. No lo hagas.

Si Joe resultaba estar en lo correcto, sería mi fin.

Pero si me negaba y Jonathan estaba diciendo la verdad, permanecería contaminada con la sangre de demonio.

Tomar decisiones. Ese suele ser el desafío más grande de la vida, porque implica elegir entre distintos caminos sin conocer el destino. Es como dar un paso a ciegas en la oscuridad. Podrías sobrevivir, sí. O, tal vez, no. Nunca hay vuelta atrás. Una vez que cruzas una puerta, se cierra detrás de ti. Tus elecciones se convierten en eso que marca tu ruta. De por vida.

—¿Por qué quieres ayudarnos, Ravenwood? —lo interrogué.

—Porque estoy cansado, aburrido de ustedes —su tono era tan honesto que espantaba—. Conozco la historia de ambos, desde que abandonaron el paraíso y se volvieron mortales. Ninguno aceptó su condena a morir. Desde el principio de los tiempos, se buscaron el uno al otro. Y sus almas se encontraban, aunque estuvieran a miles de millas de distancia. La historia se repite cada vez que mueren. Una y otra vez, cometen el mismo pecado. Sé que se aman; contra eso, nada ni nadie puede interferir —hizo una pausa para mirar a Joe—. Pero esta vez es diferente, porque han tomado un camino en el que no debieron adentrarse. Nunca debieron pertenecer al mundo inmortal, eso no les correspondía. Cada vampiro en la tierra es parte demonio, lleva consigo algo de Lilith. Y, al ser como ella, rompieron la línea de su destino. Han puesto en desequilibrio un ciclo de millones de años. Si mueren siendo vampiros, no podrán volver al cuerpo de un hijo de Eva. Con esto quiero decir que no podrán seguir reencarnando. Irán al infierno. ¿Y saben lo que es el infierno? ¿Alguna vez han pensado en ello? ¿Las llamas, el diablillo rojo con tridente?

Se extendió un silencio mortífero. Lo único que se escuchaba era el aire vapuleando nuestras ropas.

—Un gran amigo solía decir: "No quiero ir al cielo porque ahí no hay alcohol" —prosiguió el hombre—. ¡Cuánta verdad había en sus palabras! En el cielo no puedes anestesiarte. No hay alcohol, porque no existen los vicios, ni la gula, ni la lujuria, ni la envidia. Un paraíso donde todo es perfectamente pacífico y... Bueno, aburrido. Por otro lado, el infierno —pausó—, el infierno es más bien como el árbol de los placeres. Placer, placer, placer. Sin embargo, no te permiten amar. Te separan de todo aquello que alguna vez amaste. Por eso, los que van allí están perdidos, tan perdidos que se ven consumidos por la hambruna y la sed. Lo único que puedes hacer es saciarte de placer —Jonathan soltó una risotada—. He estado ahí. El pecado es placer, el placer es pecado. Puedes hacer lo que te plazca: entregarte a tus deseos más oscuros, tener sexo, comer y beber hasta reventar, literalmente reventar. Pero no puedes morir. Es un poco como la vida humana, cuando has experimentado todo numerosas veces, aquello que antes te saciaba ahora no lo hace. Y quieres más, quieres algo nuevo, algo más turbio. El placer es una droga, primero te satisface, luego te destruye. Por eso es pecado sentir tanto placer. Bajo tierra, puedes abusar de los excesos hasta sangrar. Todo está al alcance de tu mano. Sin embargo, se abusa tanto de los placeres que al final acabas contigo mismo. Y es entonces cuando no quieres más sexo, ni drogas, ni alcohol, ni comida, ni bebida, ni sangre, ni riquezas…, porque sabes que estás loco y descarriado. Pero es tarde, no puedes dejar nada, no puedes parar. Te vuelves adicto a los excesos, a la pasión, al libertinaje, a las depravaciones… Tan adicto que no puedes seguir viviendo, tan sumido en el sadismo que sabes que sangrarás y aun así tocas la herida una y otra vez.

La mirada de Jonathan era centrada, como si estuviera relatando un recuerdo, algo que le había sucedido.

—Por eso, la tierra es el punto perfecto, un infierno en menores proporciones. Porque cada ser que la habita sabe que abusar de los excesos significa morir, y todos le temen a dejar de existir. Gracias a ustedes, Adán y Eva, el hombre le teme a la muerte. —Tragué saliva. Todos escuchábamos enmudecidos—. Eva, cada ser humano vino a la tierra desde tu vientre. Eres la madre de todos los hombres y, con tu pecado, condenaste a tu especie a ser mortales. Pero, como dicen, la vida es demasiado monótona en blanco y negro; los matices intermedios son mejores. Así como la sal sirve para aderezar, tu pecado les sirvió a los mortales para medir las consecuencias de sus acciones. Fue una lección para que ustedes dos aprendieran —mientras hablaba, daba lentas zancadas, asegurándose de mirarnos a todos a los ojos para saber si estábamos escuchándolo—. ¡Y aun así! Aun así, siguen cometiendo el mismo error. Sus hijos fueron condenados por algo que sólo ustedes dos hicieron, un pecado del cual no se arrepienten. Es por eso que me tienen enfermo, hastiado de ver la misma tediosa película. Pienso que lo mejor es que estén juntos siendo inmortales; es la única manera de que su condena se termine. Y, digamos que no me gustaría estar en sus zapatos. —Me clavó una mirada implacable, tan gélida que un escalofrío me recorrió—. Ésa es la razón por la que quiero ayudarlos. ¿Dejarás que beba de ti, o tengo que dar otro largo discurso? Ya se está haciendo costumbre esto de los monólogos interminables.

Alargué mi brazo, exponiendo mi muñeca para que me mordiera. Él asintió antes de sujetar mi mano entre la suya.

—No, Angelique, no —dijo Joseph, derrotado.

Lo que Joe no entendía era que estaba pensando en él al tomar esa decisión, que cada vez que elegía un camino, únicamente su bienestar pasaba por mi cabeza.

Ravenwood depositó un beso en el dorso de mi mano antes de iniciar. Sus dedos fríos acariciaron la pálida piel que resguardaba mis venas. El demonio acercó mi muñeca a sus labios lentamente, al tiempo que perforaba mis ojos con una mirada, como si esperara a que me arrepintiera.

El dolor me hizo caer de rodillas cuando sus colmillos se hundieron en mi piel. Mis quejidos resonaron en el aire, pero Ravenwood no cedió, siguió bebiendo de mi sangre. Me vi obligada a cerrar los ojos y apretar la mandíbula para soportar la agonía. Mis puños se cerraron, gemidos escaparon de mis labios. Joe suplicaba a Alan que lo liberara en medio de insultos.

Nunca una mordida me había infligido tanto dolor. Mientras mi sangre era extraída, quemaba la zona de mi muñeca, como si una pulsera de fuego la envolviera.

Finalmente, sus colmillos salieron de mi interior. Jadeé.

—¿Seguirán mi plan? —cuestionó Ravenwood en voz alta mientras recobraba mis fuerzas.

***

Jonathan se había marchado, dejando a Joseph sumido en un sueño profundo dentro de la cueva. Verlo tan indefenso y lastimado me dolía. Al despertar, su única preocupación era la búsqueda de La Daga de Fuego, pero sólo restaba una hora antes de la medianoche.

—Sam —lo escuché decir al teléfono—. No lo logré, no pude conseguir la daga... Lo siento, no fui capaz. Por favor, devuélveme a mí. Soy yo el que merece el infierno, no ella... —pausó por un instante—. Me doy por vencido, haz lo que quieras conmigo.

Se detuvo para observar la pantalla rota del Blackberry. Sam había cortado la llamada.

Iracundo, arrojó el teléfono móvil contra el piso, haciéndolo trizas.

Quien realmente parecía hecho pedazos era él. Se sentó en el piso en silencio, con la mirada perdida, completamente aislado de lo que sucedía a su alrededor.

Cuando Alan lo llamó por su nombre, no obtuvo respuesta. Joe no volteó, no parpadeó ni se movió.

—Si salimos de esto, espero que puedas perdonarme por todo lo que te hice pasar —añadió el Zephyr.

Una vez más, no contestó.

A pesar de lo mucho que quería aproximarme y pedirle que me abrazara, permanecí sentada en la distancia. Tenía frío, necesitaba su calor. Cuando me apoyé en el hombro de Alan, sus dedos me acariciaron el cabello durante algunos minutos, reconfortándome, mientras contemplábamos al espectro que había sustituído a Joe. Parecía haberse convertido en una estatua de piedra, carente de vida, corazón y razón.

Cuando el teléfono de Alan sonó, se alejó para contestar. Oí sus susurros a lo lejos.

—Era Adolph —explicó después de terminar la llamada—. Tenemos una emergencia, Sam ha robado La Daga de Fuego. Jonathan quiere que vayamos al santuario para darle una mano. Ayúdame con Joe.

Entre los dos lo hicimos entrar en el vehículo antes de partir. Los tres permanecimos en silencio todo el camino.

La confusión se apoderó de mí cuando aparcamos delante de lo que parecía ser un templo o una iglesia.

—¿Podemos entrar a estos sitios? —pregunté mientras bajábamos del Chevy.

—No, pero este lugar está maldito —aclaró Alan.

Joe caminaba con la mirada fija en el suelo.

—He cometido un gran error —escuché que susurraba. Y me detuve—. Jamás debí haber regresado.

Las puertas dobles de roble se abrieron para nosotros, y desde el interior de la iglesia, la claridad brotó, encandilando la negra noche.

El pánico que sentí en el momento en que descubrí lo que había dentro me quitó el habla.

Adolph emergió bajo la luz, bañado en sangre. No podía discernir si estaba herido, pero era evidente que un espeso líquido escarlata lo cubría, manchando su ropa, rostro y cabello. Parecía haber librado una feroz batalla. Nina fue la siguiente en mostrarse, con el rostro empapado en lágrimas y salpicado con gotas de sangre.

—Ya es tarde, es muy tarde —sollozó ella.

Adolph rodeó mi muñeca y me arrastró hacia el interior del templo. Las puertas se cerraron una vez que todos estuvimos dentro.

Era aterrador.

El recinto era una especie de santuario satánico enorme. Las paredes estaban impregnadas de símbolos demoníacos, que habían sido trazados con sangre. Crucifijos pendían invertidos, figuras y estatuas de monstruos alados de múltiples cabezas y colmillos se alzaban como bestias malignas. Las esculturas de piedra, vívidas y palpables, sugerían un atisbo de vida en su inmovilidad.

En el centro de la capilla, una majestuosa fuente irradiaba luz, como una cascada de destellos dorados y plateados. Era inmensa, con una figura de oro en medio: una escultura de una criatura mítica, similar a un hombre de cuatro fornidos brazos, cabello largo hasta los hombros y boca ampliamente abierta, desde la cual brotaba agua resplandeciente y traslúcida.

Tres dagas con empuñaduras iridiscentes yacían hundidas en el borde pétreo de la fuente. Una de oro, otra de bronce y la última de cristal.

Era cierto, era demasiado tarde.

Samael se encontraba de pie junto a la cascada luminosa, mientras Jonathan, con el semblante iluminado por resplandores radiantes, aguardaba en silencio.

—Ven a mí, mi dama del caos —exclamó Sam con esa sensual y profunda voz, capaz de hipnotizar a cualquiera.

Mi semblante había perdido todo color. El agua de la fuente comenzó a serpentear y a brillar más intensamente, cegadoramente. Mi piel se erizó al notar la silueta que se formaba en el reflejo del agua que descendía como una cortina desde las fauces de la escultura. Esta silueta tomó una forma cada vez más precisa y visible, hasta parecer una figura femenina. Era como si el líquido comenzara a solidificarse adoptando aquella forma.

Parpadeé varias veces antes de discernir finalmente la cabellera rubia que se formaba. Rizos de oro rojizos enmarcaban un rostro alargado con deslumbrantes ojos indecorosos. Su cuerpo emergió lentamente del torrente líquido, su piel resplandecía como si irradiara luz y relámpagos salían desde su blanca piel de manera inexplicable.

Elevándose de manera imponente, la mujer era tan alta que parecía ser un ente colosal. Su melena fluía como una cascada, envolviendo su desnudez, abrazando sus pechos voluptuosos y descendiendo hasta su cadera femenina. Lo único que cubría su piel eran sólidas tiras de oro que se enroscaban como una enredadera a través de su cuerpo mojado.

Poseía labios soberbios, delineados con precisión meticulosa, como si alguien los hubiera ilustrado. Y su mirada, provista de perversos ojos verde aceituna, era tan inicua, despiadada... Nunca antes había contemplado a alguien con tanta crueldad impresa en su rostro.

Lilith. Era ella. Deborah.

¡Maldita zorra! Era hermosa.

Su belleza, magnánima y sobrenatural, no parecía pertenecer a este mundo y, probablemente, así era.

Su cuerpo no era el mismo que había conocido. Ahora parecía un ser apocalíptico, un personaje fantástico sacado de un libro.

Con pasos pausados, salió de la fuente. El agua goteaba de sus curvas, humedeciendo el suelo de mármol. Cuando dirigí mi atención hacia sus pies, descubrí un tatuaje en uno de ellos, el más resplandeciente y colorido que mis ojos hubieran visto jamás. La imagen de una serpiente que se enroscaba alrededor de su tobillo, con tonos tan vivos que parecía ilusorio. El tatuaje parecía cobrar vida, fluctuando desde su pantorrilla hasta su muslo.

Su proterva mirada se encontró con la de Joe, y al sonreír, afilados colmillos blancos asomaron de su boca. Un escalofrío recorrió mi piel.

—Mi amado Samael —pronunció en una exclamación armoniosa—. Liberarme ha sido el gesto más dulce que has hecho por mí, y como agradecimiento, prometo que engendraremos juntos adorables bebés demoníacos.

Avanzó lentamente hacia Joe, dejando huellas húmedas en el mármol, cada paso cargado de malevolencia mientras contoneaba sus caderas. Joseph, petrificado y atónito, la observaba en completa tensión. Tuve que respirar profundamente. Una punzada dolorosa atravesó mi pecho al comprender con pesar que él, hechizado, contemplaba su cuerpo.

Tan pronto como la distancia entre ellos se redujo, Joe retrocedió, tropezando hasta por poco caer.

Ella largó una risotada femenina y fatal.

—Adán, todavía me deseas —susurró con un acento exótico.

—Joseph —la corrigió—. Mi nombre es Joseph.

Deborah amplió su sonrisa retorcida.

—Sí, Joseph Adam. Eres mío —se adelantó para agarrarlo por la camiseta.

Él giró el rostro y cerró los ojos mientras ella acercaba su boca.

La furia me consumió.

En mi mente, tracé un plan apresurado. Debía correr hacia la fuente y apoderarme de una de las dagas. Mataría una vez más a esa diabla.

Apenas me había movido cuando todo el peso de Sam cayó sobre mí. El hombre había saltado sigilosamente desde la oscuridad, atrapándome entre su pecho y el suelo. Dejé de respirar, una ola de calor me envolvió.

Los demás, alarmados, corrieron hacia Sam.

—¡Atrás! —los detuvo Jonathan con una orden, alzando la mano delante de ellos.

Alan, Nina y Adolph se quedaron petrificados en sus sitios. En cuanto a Joe, aún se hallaba atrapado entre las garras de Deborah, con los ojos cerrados firmemente mientras esquivaba sus labios.

—¿Sabes quién soy? —murmuró en mi oído la majestuosa voz de Samael—. Soy el hombre que pone el deseo en tu cuerpo —su aliento rozó la parte de atrás de mi oreja—. Soy el ángel que habitó el cuerpo de la serpiente para seducirte, para inducirte al pecado. Nunca te has resistido a mi voz, Eva, nunca lo has hecho —sentí su peso aplastándome. Volví mi rostro hacia un lado para no mirarlo—. Te tenté a comer del fruto prohibido, y lo hiciste. Te tenté a besarme, y tampoco pudiste resistirme.

Mis intentos de apartarlo con mis brazos resultaron inútiles.

Cuando escuché que Joe gritaba, lo busqué con la mirada y lo hallé en el suelo, con Deborah encima, quien bebía de su sangre.

Un alarido escapó de mis labios.

Al encontrar accidentalmente la mirada abismal de Sam, noté que sonreía satisfecho.

Quise llorar.

—¡Joe! —vociferé.

De forma inesperada, algo embistió a Sam. El demonio fue lanzado hacia la cascada de la fuente. El agua lo empapó y su semblante se llenó de cólera al percatarse de que Ravenwood lo había atacado. Me puse de pie aturdida.

Deborah dejó de morder a Joe para posar sus diabólicos ojos sobre mí, con sus colmillos goteando sangre.

Joe jadeó antes de incorporarse sobre sus codos. Se levantó despacio al tiempo que palpaba su cuello ensangrentado. Tan pronto como se movió para acercarse a mí, la diabla extendió su brazo. Y en ese preciso instante, fue lanzado varios metros lejos.

A continuación, fui arrojada contra la pared del mismo modo, al igual que el resto de los chicos.

Al sentir que mi espalda se estrellaba duramente contra la superficie plana, solté un quejido de dolor, mientras trataba de recuperar el aliento.

El miedo hizo que los músculos de mi garganta se tensaran.

—Eres una maldita perra —insulté a Deborah.

La mirada de esa mujer me perforaba con odio.

Me horroricé al darme cuenta de que no podía mover mi cuerpo. Me hallaba adherida a la pared, inmóvil, mientras un dolor demoledor se apoderaba de mí y un sabor metálico llenaba mi boca.

Sangre.

¡Oh, por Dios!

¡Oh, por D…! ¡Darius!

¡Darius, ayúdame! Te necesito. Supliqué en mis pensamientos.

Después de darme cuenta de que la sangre se escapaba de mi boca a raudales, emití un grito desgarrador. El dolor estaba consumiéndome, las lágrimas se deslizaban sin control por mis mejillas. Sentía que algo se desgarraba en mi interior, que cada uno de mis huesos se quebraba, como si una fuerza demoledora me aplastara sin piedad.

Retorciéndome en agonía, observé la escena que se desarrollaba a mi alrededor. Jonathan permanecía de pie, jadeante, mientras Sam emergía lentamente del agua. Su expresión se había transformado, su cabello largo goteaba y sus ojos poseían la ferocidad de una bestia salvaje. Su vestimenta estaba empapada, su cuerpo tenso. Como un depredador, se aproximó a Jonathan, quien retrocedió lentamente antes de dirigirnos una mirada.

Sollocé con desesperación mientras la sangre seguía brotando de mis labios, manchando mi torso.

Joe gritaba, impotente.

—¡Deborah! —aulló—. Seré tuyo, pídeme cualquier cosa, pero déjala, por favor.

La mujer lo miró por el rabillo del ojo.

—Ya hemos pasado por esto antes, chiquito. No volveré a caer en tu actuación barata.

—El muchacho, Gerardo —nos gritó Jonathan—. Él es quien puede salvarlos, sus tatuajes son la clave.

Mi nariz también comenzó a sangrar.

—Prometiste protegerla, lo juraste, Sam —vociferó Joe con la voz afligida y ronca.

Sam se rió de manera siniestra.

—¡Oh, muchacho! Para empezar, tú hiciste trampa en el póker —el refinado tono de Sam se tornó más sagaz y frívolo, cubierto de saña—. Y tampoco has cumplido con tu parte. Considerando que tuve que conseguir las dagas por mi propia cuenta, no tenemos ningún trato.

—Pero… —protestó Joe—. Entonces, mi alma tampoco te pertenece. El trato era que ganara el juego, y no lo hice, nunca lo hice.

Observé cómo luchaba con su propio cuerpo, esforzándose por moverse, pero el poder de Lilith se lo impedía.

—Exacto. Eso me confiere el poder de decidir quién de ustedes se irá y quién se quedará.

Joe gimió como si sintiera dolor antes de continuar.

—Un trato, hagamos otro trato —propuso.

—Joe, no. No lo hagas —rezongó Adolph.

—Moriré de todas formas —balbuceé.

Sabía que no me quedaba mucho tiempo. Mis sentidos estaban comenzando a desvanecerse, mi visión se nublaba y todo empezó a sonar distante.

De repente, el dolor cesó, siendo sustituído por alivio.

—No dejaré que mueras tan pronto —me aseguró Deborah con una sonrisa en el rostro.

Parpadeé, tratando de enfocar mi visión.

—Ven aquí —Sam le susurró entre dientes a Jonathan—. ¿Estás asustado, cobarde?

Samael estaba empezando a adoptar un aspecto bestial. Por primera vez, distinguí sus largos y afilados colmillos, que crecieron de su boca. En sus manos aparecieron garras puntiagudas. El hombre se movió hacia Ravenwood y, de manera inesperada, hundió las garras en el pecho del Zephyr.

Jonathan gritó mientras Sam hundía sus dedos más y más profundamente, perforando la piel hasta hacerlo sangrar. Cuando Sam tiró hacia atrás de su brazo y extrajo las garras de su tórax, el corazón de Ravenwood yacía en su mano enguantada, aún palpitando.

Por un momento, la sala quedó sumida en un silencio absoluto. Ravenwood parpadeó una última vez antes de caer muerto.

—Qué asco —se repugnó Sam al tiempo que estudiaba el órgano que sucumbía entre sus dedos.

El demonio dejó caer el corazón.

—Joseph, Joseph, Joseph… —dijo, recuperando su sonrisa. Su voz volvió a ser indulgente y melódica mientras cruzaba la habitación para llegar hasta Joe—. No soy un mal tipo, voy a cuidar de Angelique como a mi propia vida. Pero tienes que confiar en mí.

Joe seguía estampado contra la pared, inmóvil al igual que yo, con los brazos extendidos como si hubiera sido crucificado.

Sam se aproximó tanto a él que su aliento caía directamente sobre su rostro. Por un instante dio la impresión de estar a punto de morder su garganta. Joe reaccionó estremeciéndose, su cuello se tensó de tal manera que las venas sobresalían a través de la piel.

—Mírame, muchacho —lo tomó del rostro y lo besó en la mejilla con suavidad—. No puedes estar con ella. Debes entregarte a Lilith o, de lo contrario, le harás daño a Angelique. Sabes que la lastimarás, lo sabes. No es necesario tener sangre de demonio para herir a la gente —sujetándole las mejillas, lo forzó a mirar sus ojos—. Eres un monstruo, mataste a tus padres, a tu hermano y a ella. Nunca fuiste un buen chico.

Cualquier cosa que Sam dijera resultaba creíble, aun sabiendo que mentía. Su voz seducía de un modo que te hacía creer en todo lo que saliera de su boca. Su tono era plácido, grato, apacible y exquisito. Te daba la certeza de que todo lo que decía era un consejo, por tu bien.

—Mientras tu familia sufría, tú sólo causabas problemas —continuó el hombre—. Eras un vándalo, un criminal. Lo único que hacías era drogarte y correr detrás de vampiros. Los condujiste a todos a casa y dejaste que los asesinaran. Eres un cobarde, permitiste que todos murieran, los mataste.

Mi garganta se apretó al percatarme de que Joe lloraba. Sus lágrimas daban brillo a sus mejillas.

—Yo no quise —musitó Joe—. No quise…

—Sí, sí quisiste —sentenció Sam—. Querías deshacerte de todos, ansiabas quedarte solo. Mataste a tu hermano a sangre fría, ni siquiera te dolió haberlo hecho.

—Joe —intervine con un gruñido—. Joe, tienes… —me costaba respirar—. Tienes que saber que tu hermano, Christian, te… te perdonó. Te liberó de la culpa.

Sus ojos llorosos encontraron los míos. Me miró asustado, como si lo hubiera abofeteado.

—También terminarás acabando con ella —le susurró Sam al oído—. Ya lo hiciste una vez, lo harás de nuevo. La matarás. Por eso debes dejarla ir, entregarla. Si me entregas a Angelique, te juro, por los dioses, que la cuidaré. La mantendré a salvo, la protegeré de ti. Sólo acepta el trato.

De pronto, Deborah nos soltó, dejándonos caer. Mi cuerpo recuperó la movilidad, mi vestido negro estaba repleto de sangre. Me levanté tambaleándome, trepidando.

—¡Está mintiéndote, Joe! ¡Él va a matarla! —chilló Nina en cuanto pudo moverse.

—Confía en mí, ellos no son tus amigos, no te quieren —decía Sam—. Quisieron matarte, quisieron matar a tu mujer. ¿Aceptas o no?

Joe, que también había sido liberado, comenzó a alejarse despacio, discretamente. Asintió con la cabeza mientras tragaba saliva.

—Quiero escucharlo de tus labios, ¿aceptas o no?

—No —Adolph gritó—. Nosotros te queremos, Joe. El hombre está manipulándote. Él me lo dijo, me aseguró que esa mujer acabaría con Angelique de cualquier modo, tienes que creerme. Niégate, debes decirle que no.

—No aceptes, Joe, hazlo por mí —murmuré.

Con pasos débiles, arrastré los pies para aproximarme a aquellos viles demonios.

—Es por ella que aceptarás —la voz de Sam me puso en trance. Me sentí adormecida, confundida—. Mírala, toda esa sangre, fuiste tú el culpable. Aceptarás para salvarla de ti.

Desesperadamente, busqué la mirada de Joe. Cuando sus ojos finalmente capturaron los míos, negué con la cabeza, suplicándole sin palabras que no lo hiciera.

—Lo siento, pero esto es por ti, lo hago por ti —me explicó, le faltaba el aire—. Sí, acepto, te entrego a Angelique. Y me entrego a Lilith.

Una risa diabólica cortó la ferocidad del silencio. Era Deborah, que lamió sus colmillos manchados de rojo antes de observarme con crueldad.

—Arderás en el infierno, mi querida niña.

—Todo lo que estás haciendo…, todo es por Joe —mascullé—. ¿No tienes vergüenza alguna? Eres una perra.

Se rió.

—¿Yo soy una perra? Linda, ¿quién condenó a la humanidad por ofrecerle el fruto prohibido a Adán? ¿Tú o yo?

—No me hables de toda esa mierda. Me importa poco si hace millones de vidas Adán y Eva fueron condenados, me importa un cuerno si aún estás resentida porque tu primer hombre te reemplazó por mí —limpié la sangre de mi cara usando mis manos—. No me hables de cosas que no recuerdo. Debería darte vergüenza hacer toda esta mierda por un hombre que ni siquiera te corresponde. Así que, no me tendrás siguiéndote el juego. Prefiero que lo de nosotras sea algo personal.

—¿No es tierna? —le dijo a Sam, quien la ignoró—. Es mi turno de inventar mi propia profecía. Te enviaré al purgatorio al que nunca fuiste, te haré arder en el infierno al que debiste ir. Te haré sangrar para que pagues por todos tus pecados.

—¡Maldito seas! —exclamó Joe, tomando a Sam del cuello con ambas manos—. Si esa mujer o cualquiera le pone una mano encima a Angelique, te juro que el infierno va a ser tu menor preocupación. Me encargaré de que me implores piedad.

—Jamás llegará ese día —espetó el demonio entre carcajadas—. Al menos, no para ti —susurró con tono más sibilino.

En un rápido ataque, Sam desgarró a Joseph con sus afiladas garras. Este se desplomó, golpeando el suelo con su cuerpo. Un grito escapó de mis labios al observar las cuatro heridas profundas que atravesaban su pecho y su camiseta hecha jirones manchada de escarlata.

Adolph se precipitó hacia la fuente, desenterró la daga de bronce de su soporte de piedra y la empuñó con firmeza.

—No te muevas, Nina, deja que me encargue de esto —imploró.

Con una velocidad sobrenatural, Alan se abalanzó sobre Sam. El demonio lo interceptó en el aire, agarrándolo por el cuello hasta hacerlo gritar.

Aterrorizada, Nina se unió al coro de gritos.

Deborah sujetó mi cabello con ferocidad, tirando de él con fuerza. Desplegué mis colmillos en un intento por defenderme, pero me arrojó contra el suelo de forma violenta.

El mundo comenzó a girar vertiginosamente a mi alrededor, lo que me forzó a cerrar los ojos. Podía oír los chillidos de los chicos, pero no alcanzaba a entender sus palabras. De repente, empecé a sudar cuando un calor letal me abrasó, y una radiación intensa se filtró a través de mis párpados.

Una vez que abrí los ojos, no vi nada más que luces borrosas.

Al ponerme de pie, vislumbré llamas implacables consumiendo todo a su paso. No podía ver a nadie: ni a los chicos, ni a Joe, ni a Deborah, ni a Sam, ni siquiera el cuerpo fallecido de Jonathan. Sólo el fuego, danzando con destellos ardientes.

—¿Joe? —mascullé con la voz ahogada—. ¿Joe, dónde estás?

Su grito de tormento resonó en alguna parte. La desmesurada aceleración de mi corazón provocó un dolor punzante. Atravesé el fuego corriendo, desesperada, pero no lograba divisar nada ni era capaz de encontrar a nadie. ¿Dónde estaban todos?

Mientras avanzaba, vislumbré en la distancia las enormes puertas del templo. Al intentar abrirlas, el manillar caliente quemó mis manos, obligándome a desistir.

De repente, se entreabrieron por sí solas.

Y Jerry apareció del otro lado. Sus ojos, desprovistos de anteojos, se habían vuelto completamente blancos, incluyendo las pupilas. Él estaba pronunciando palabras en un tono uniforme, como si recitara un extraño cántico en otro idioma. Bajo la luz naranja, sus tatuajes danzaban en su piel desnuda.

Cuando ingresó en la capilla, retrocedí.

—¿Jerry?

No me respondió. Siguió avanzando mecánicamente, como si no pudiera verme. Inmerso en algún trance, sus manos se elevaron y liberaron destellos de luz añil.

Corrí arrastrando los pies, tambaleándome, con la visión nublada. Estaba mareada, apenas podía ver. Me pareció percibir que algo me perseguía, pero no sabía si era la sensación de haber dejado a Jerry atrás o si realmente alguien venía a mis espaldas.

—¿Dónde estás, Joe? —jadeé sin aliento—. Darius, ven aquí, por favor.

Cuando mis rodillas flaquearon, resbalé hasta caer de bruces. No estaba segura de si era capaz de ponerme de pie nuevamente, así que me tumbé sobre mi espalda, luchando por respirar.

A medida que parpadeaba, mi visión comenzó a aclararse.

¡Espera! Pensé.

No era que mi visión se aclarara, sino que algo cambiaba: el fuego descendía. Las luces menguaron hasta extinguirse por completo y las llamas se apaciguaron en menos de un minuto, devolviéndonos a la oscuridad, apenas surcada por el resplandor de las esculturas doradas.

Respiré hondo, cabeceando para mirar el entorno. Cenizas, oscuridad, cuerpos esparcidos por el suelo... Logré ver a Adolph gateando hacia Nina, quien se encontraba de rodillas en una esquina, con lágrimas mojando su rostro. Su cabeza sangraba, humedeciendo su cabello. Un jadeo salió de su boca tan pronto como reconoció a su esposo.

Al otro lado, cerca de la fuente, yacía Ravenwood. Me estremecí al notar que su cuerpo estaba calcinado, con la piel rugosa y chamuscada. Aún ardía.

Alan emergió de entre las sombras, cojeando. Respiraba con dificultad. Me tendió su mano para ayudarme. Adolorida, tomé sus dedos gélidos antes de incorporarme lentamente.

—¿Estás bien? —inquirió.

Ésa era una pregunta difícil.

Cuando me di cuenta de que ni Deborah ni Sam estaban a la vista, el miedo se apoderó de todos mis sentidos.

¿Se habían llevado a Joe?

—¿Dónde está Joe?

Alan señaló hacia la distancia.

Pude distinguir las estatuas demoníacas que parecían tener vida, los símbolos refulgiendo en las paredes, y finalmente, a Jerry. Su cabello rubio lustroso, su espalda amplia y sus ojos aún blancos. Sostenía la daga con empuñadura de bronce, mientras Joe agonizaba, tendido a sus pies.

—Los tatuajes de Jerry son entidades poderosas que han tomado posesión de su cuerpo. Él ha abierto un portal hacia el infierno y ha enviado de vuelta a Lilith y Samael —murmuró Alan.

El mortal se arrodilló junto al cuerpo de Joe y comenzó a apuñalarlo con la daga que sostenía en sus manos. Con apenas fuerzas, Joe lanzó gritos de agonía.

Sintiendo que perdía estabilidad, intenté correr hacia ellos, pero Alan me detuvo bruscamente, agarrando mi brazo.

—Angelique, no te muevas —me indicó—. Jerry tiene La Daga de Sangre. Está revirtiendo el ritual, drenando toda la sangre contaminada de Joe.

El muchacho seguía recitando palabras desconocidas en otra lengua, como si ejecutara un mantra o algún tipo de rito. Trazaba cruces con el puñal en el cuerpo de Joe, que había dejado de gritar. Apenas tenía la energía suficiente para gemir y quejarse, postrado en un charco gigantesco de sangre.

—Eso podría matarlo —gruñó Adolph—. Si la sangre de demonio es demasiada, podría morirse desangrado.

—¡Es suficiente! —proferí mientras trataba de correr hacia él, pero Alan me sujetó tan fuerte que mis huesos dolieron—. ¡Deténganlo! ¡Hagan que se detenga, por favor!

—No dejaremos que muera, ¿verdad? —habló Nina entre llanto.

La aureola de sangre que rodeaba el cuerpo de Joe crecía sin cesar. Un lago escarlata se extendía, salpicando por completo a Jerry: sus pantalones, cabello, camisa y rostro.

Joe dejó de resistirse. Sus ojos se cerraron y su rostro se apagó, adquiriendo un tono grisáceo. Jerry se detuvo justo antes de perder por completo el conocimiento. Su cuerpo se desplomó junto al de Joseph. Después de que sus pupilas recuperaran el color negro, sus párpados cayeron pesadamente.

El agarre de Alan se aflojó, permitiéndome liberarme. Sentí algo húmedo en la cara.

Lágrimas.

Me acerqué a la sangrienta escena casi arrastrándome. Me dejé caer a su lado, manchándome enteramente de rojo. Apenas podía ver algo tras la humedad de mis ojos. Sollozando, me atreví a tocar su cuerpo exánime. Él no parecía respirar, su corazón guardaba un silencio inquietante. Tenía heridas por todas partes: laceraciones desgarrando sus muñecas, marcas alrededor de sus brazos y cruces grabadas en su frente igual que delgadas líneas carmesíes.

Mis dedos acariciaron su cabello mientras acomodaba su cabeza en mi regazo.

El pánico me estaba incapacitando. No podía siquiera inhalar un poco de aire, me estaba asfixiando.

De pronto, hice algo que no había hecho en mucho tiempo.

Recé.

Susurré súplicas en mi mente, oraciones, plegarias…

Y sellé sus labios azules con un beso suave, anhelando que todo llegara a su fin, que todo se acabara para siempre.