Un bebé sano nació lloriqueando en un mundo de humanos; incluso yo lloriquearía con tan mala fortuna de nacer con ellos. Mugon era el nombre que le otorgaron sus padres.
Su familia la quería mucho: siempre estaban pendiente de que fuera feliz. Ambos padres tenían el mismo oficio lejos de casa, y la dejaban en la guardería. No se llevaban bien con el resto de familiares: siempre discutían, por lo que pasaban tiempo unidos.
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A los cinco años, Mugon era inseparable de su madre; el padre envidiaba que la quisiera más, pero eran felices.
Era introvertida, pero consiguió hacer una buena amiga de su misma clase que también lo era.
La llevaron al colegio como otro día cualquiera, y el clima empeoró con una gran lluvia. La tramontana golpeaba las ventanas con fuerza; para algunos era acogedor o aterrador.
El aula era confortable gracias a un radiador; los niños eran más energéticos con este clima y se divertían jugando de un lado para otro.
En medio de la clase, sólo pensaba en volver con sus padres y comer algo caliente; además, era asustadiza con los rayos.
Ese mismo día, al acabar la escuela, los niños, junto a su tutora, esperaban a los padres en el interior.
Miraba por la ventana; la lluvia no cesaba y aún no venían a recogerla. Los niños marchaban de a poco hasta quedar sola. A la media hora, uno de los profesores, preocupado, se llevó a su tutora.
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Con la misma edad, estaba confundida frente a una tumba; no comprendía la situación. Detrás de ella había un hombre de mediana edad que parecía de carácter complicado.
—¿Cuándo volverá papá y mamá?
—Están muertos, nunca más lo harán —contestó sin tacto.
—¿Por qué?
—Un camionero borracho chocó con ellos en una curva sin visión. —Pensó que le preguntaba sobre su fallecimiento.
Se trasladó a otro colegio y de ciudad sin poder despedirse de su amiga.
El hombre era un familiar de su madre con el que siempre discutía, odiaba que le dieran órdenes.
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A los ocho años, engordó al ser consciente de lo sucedido; estaba en una etapa dura y triste.
Hablando, un profesor repartía unas hojas a cada alumno:
—Anotad vuestros planes de a futuro, ¿qué queréis ser de mayor? ¿Cuál es vuestro sueño? Ese será el ejercicio de hoy.
—¡Yo quiero ser astronauta! —proclamó uno que se levantó de la silla.
—Pues siéntate y escribe eso en el papel.
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Mugon estaba sentada cerca de la ventana; algunos carcajeaban de sus tonterías. Uno de los alumnos entró al aula y, detrás de él, el profesor:
—La siguiente es Mugon. —Se la llevó al despacho donde hablarían en privado—. Conque… ¿quieres ser cantante? ¿Tienes algún motivo en especial? —preguntó leyendo el folio.
—Eh… Sí… Saco buenas notas en música…; todos dicen que les gusta mi voz, y que soy buena cantando… Me gustaría componerlas y hacer feliz a los demás con ellas… —respondió torpe.
—También lo escuché del profesor de música, dice que tienes talento y que te apoyaría; el resto pensamos igual, así que no te rindas. Eso sería todo, tener claro tu objetivo es bueno.
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A los once años, unos niños hablaban mal de ella riéndose a sus espaldas, y otro se acercó.
—¿Por qué los profesores la tratan como una reina? Es solo una cerdita con buenos gruñidos.
Estaba escondida en una esquina escuchando, a punto de romper en llanto.
—¿Qué os hace tanta gracia? ¿Os gusta burlaros de las otras personas? —criticó el niño que se acercó; le cogió del cuello de la camiseta sin pensárselo dos veces.
—¿¡Qué haces!? ¡Suéltame! ¿Quién eres?, ¿su novio o algo? —se burló.
—¡Me repugnáis! ¿¡Por qué no la dejáis tranquila!? ¿¡Acaso vosotros sois perfectos!? ¡Ni siquiera podéis respetar a los demás! ¿¡O le tenéis envidia!?
—Lo decíamos de broma… suéltalo.
Lo soltó molesto y, cuando se giró, el niño que agarró le dio un codazo en la espalda, haciendo que cayera al suelo.
—¡Envídiame ésta!
—…Duele… Pero… —Cuando se levantó, empujó al que le golpeó y le dio un puñetazo en la cara, haciendo que chocara y desplomara contra la pared, causándole un moretón—. Alguien como vosotros… ¡Pensáis como unos críos, os odio tanto que casi no siento tu golpecito, seguro que a ella le dolería más si se enterara de que habláis mal a sus espaldas! ¡Pensad cómo se sentiría, dejadla tranquila! ¡Poneos en su lugar!
Los otros dos lo agarraron para que no siguiera pegándole.
A Mugon le sorprendió ese niño estrafalario que actuaba diferente al resto.
—¡Ey! ¿¡Qué hacéis!? ¡Vosotros, a mi despacho ahora mismo!
Los que se burlaban estaban asustados por la aparición del director; en cambio, el que la defendió parecía enfadado con el adulto: no se sentía culpable.
La sorprendió, ni siquiera lo conocía y la defendió, se alegró de ver alguien como él.
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Pasó a tener doce años; siendo más madura y consiguiendo adelgazar.
Su padre se encontraba en el sótano desquiciándose: tirando papeles, herramientas y cajas; estaba más estresado que de costumbre.
Le tenía miedo a pesar de convivir con él, no frecuentaban palabras y debía valerse por sí misma.
—¡¡Me cago en dios!! ¿¡¡Cómo se atreven a hablarme así!!? ¡¡No tengo deudas por placer!! ¡¡Además de tener que cuidar de una puta niñata!! ¡¡Ni que fuera barato!!
Se acercó detrás de él para calmarlo:
—N-… No hagas tanto ruido…, los vecinos se molestarán…
El hombre se giró y la abofeteó sin dudarlo, tirándola al suelo.
—¡¡Cállate!! ¡¡No tienes derecho a darme órdenes!!
Mugon chilló de dolor, le provocó una erupción y sangre en la mejilla.
—¡¡He dicho que te calles!! —La pateó, haciendo que gritase—. ¡¡Cállate de una vez!! ¡¡Todo esto es por tu puta culpa!!
Se tapó la boca para evitar chillar y no la golpease. Era golpeada sin descanso, no podía parar de chillar, sentía tanto dolor que se meó.
—¡¡Que te calles de una puta vez!!
Estaba sin fuerzas; el hombre, consumido por la locura, la agarró del cuello asfixiándola.
Se aferró a sus brazos para coger aire, pero el oxígeno no llegaba. En ese momento, recordó aquel chico, quería ser como él y poder defenderse, quería volver a verlo.
Probó a lanzar una patada en su entrepierna, fallando y rozando su rodilla.
—¿¡¡Después de lo que he hecho por ti y me lo compensas así!!? ¡¡Serás puta!! —La agarró con más fuerza.
No emitía sonidos, iba a morir y su cara se tornaba de otro color.
La tiró al suelo con brutalidad, recuperó el aliento y se calmó; pero, en cambio, ella no movía músculo alguno.
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Descansaba ingresada en el hospital en una camilla, con yeso por el cuello junto a algunas vendas alrededor de su cuerpo y un tubo que la alimentaba.
—Despertó hace unas horas, sigue en un estado deplorable —explicaba la doctora a un hombre fuera de la habitación.
—¿Podría hablar a solas con ella?
—Sí, pero no la toque ni la moleste.
El hombre que entró era su padre adoptivo:
—Sé que no tengo derecho a estar aquí, pero por favor, perdóname… No les cuentes lo que sucedió… —susurró y ojeó la puerta nervioso—. Les dije que te encontré delante de casa. He encontrado un nuevo trabajo, así que, cuando salgas, te invitaré a lo que quieras, ¿vale?
Estaba sentada en la camilla sin moverse y sin responder.
—Voy al trabajo, lo siento por no estar más tiempo… Y no digas nada —con eso dicho, marchó.
Al retirarse, rompió en llanto conmocionada. Sin importar cuánto sollozara, sólo oía salpicaduras.
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A las pocas horas, un par de policías se presentaron.
—Tuviste suerte de que te encontraran. —Sacó una libretita y enumeró—: 8 costillas rotas, obstrucción en las cuerdas vocales y el cuello dislocado. —La guardó y cerró los puños frustrado—. Pero aquí unos meses podrás seguir con tu vida… ¿Quién es el culpable? ¿Puedes escribir en este papel cada detalle de lo que recuerdas?
¿Qué hubiera hecho él? ¿Les diría la verdad? Se preguntó con él siempre en mente.
Con esfuerzo, cogió el bolígrafo que le entregó y testificó.
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Tras cuatro años, cumplió los dieciséis.
Caminaba sola hacia la escuela; estaba en su último año de secundaria. Neviscaba y los alrededores estaban bañados de nieve; no había nadie por el frío y aún estaba lejos.
Una cicatriz en su cuello revelaba las secuelas. Pese a que contó la verdad, no sabía qué le sucedió a su padre adoptivo.
Dos hombres adultos que venían de frente se acercaron y le agarraron de la muñeca.
—Hola, guapa, ¿quieres divertirte con nosotros? Te invitamos a unos tragos y luego podemos pasar un buen rato en otro sitio más cálido.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no puedes hablar? —preguntó el otro burlándose y riendo como si supieran de su condición.
En vano, intentó desengancharse moviendo la mano de un lado a otro. El hombre la arrastraba, ella no tenía forma de pedir ayuda.
No muy lejos se oyó un flash:
—¿Me podéis explicar qué le hacéis a mi novia? ¿Sabéis que es menor?
Era un joven que venía de su misma dirección. Uno chasqueó la lengua; eso molestó al chico:
—Si lo mostrase a un juez, me pregunto qué os pasaría —amenazó—. Pero si la soltáis y os largáis, a lo mejor la foto desaparecerá.
El hombre la empujó hasta el muchacho y se marcharon; él la agarró para que no tropezase.
Se sonrojó nerviosa y con destreza se arregló el flequillo.
—¿Estás bien? Perdón por mentir. Menos mal también llegaba tarde.
Era su compañero de clase, y el que la defendió en el pasado.
Mugon negó con la cabeza y las manos como si no le importara.
—La mostraré a los profesores para que no te sigan molestando. Por cierto, te quería dar algo.
No tenía idea de qué hablaba; él sacó una braga de cuello negro con toques anaranjados y se lo regaló.
—Oí que sería tu cumpleaños, puedes usarla ahora para no congelarte. No era muy caro…, pero es mejor que nada —dijo con una sonrisa amarga.
Mugon, al contrario, estaba muy alegre; le gustaba tanto la braga como al chico.
—Sin duda me gusta más cuando eres feliz, nunca te rindas, ni te desanimes, ¿vale? Aunque soy consciente de que es más fácil decirlo que hacerlo —transmitió con una risa forzada. Él sabía lo que sufrió, por lo que intentó animarla y acarició, con gentileza, su cabeza.
De repente, la tiró del brazo lanzándola al suelo detrás suyo. Cuando se volteó a mirarlo, otro hombre estaba pegado a él. Se despegó del chico, y éste derramó sangre, pero seguía de pie.
—¿¡¡Por qué la has protegido!!? ¡¡Merece morir, por su culpa estoy viviendo un infierno!! ¡¡Todo!!
El chico sacó un cuchillo cerca de su corazón como si nada, empeorando el desangrado.
—¿¡Quieres ver el infierno!? —intimidó de un grito apuntando el cuchillo hacia él.
Era como si su odio a esas personas le diera fuerzas para amenazarlo, su voluntad era enorme.
El hombre, asustado, salió corriendo; él se mantuvo de pie cerca de ella hasta que desapareció, después se desmayó.
Mugon estaba inmóvil, era aquel hombre que menos quería ver.
No podía pedir ayuda ni comunicarse con nadie, no sabía qué hacer. Si llamaba a una ambulancia con el teléfono del chico, pensarían que era una broma telefónica, no había nadie y no podía pedir auxilio a gritos.
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El chico despertó por las gotas de agua que recorrían su cara; descansaba en el regazo de Mugon que no paraba de temblar.
Respiraba a duras penas por la herida, intentó leer la situación y puso la mano derecha en su mejilla:
—No e…s tu culpa. —Cogió fuerzas cubriendo la herida con su otra mano. Pese a su situación, no quería verla deprimida—: No llores…, éste e-era uno… de mis sueños… —Sonrió y tosía sangre—. Sonríe… por favor.
Asintió con la cabeza y, llorando, plasmó una sonrisa rota.
Él era feliz, no se arrepentía de nada; débil, toqueteó sus labios buscando el trazo:
—No… cambies… d…
La mano que tenía en su mejilla cayó, y ella no aguantó la sonrisa.
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Vivió cuatro años más intentando vivir sin deprimirse, actualmente tenía veinte.
Se sentía culpable de que el chico muriera por ella: era su pecado; por ello, estudió medicina.
Según su punto de vista, los que la rodeaban acababan en desgracia.
Cuanto viviera, no conoció a alguien parecido a él.
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Abrí los ojos cansado, sobre mi cara caían las lágrimas de alguien. Un dolor insoportable vibraba en mi cabeza.
—¡Koly!
La confundí con Mugon, pero era Nugu; estaba recostado en su regazo y no podía hablar.
Aunque no estaba en condiciones, en la lámpara de araña del techo vi un cuervo.
Mugon, que estaba encima de mí, también despertó; lloraba y me abrazaba con fuerza.
El dolor de cabeza incrementó, logrando que perdiera el conocimiento.