En la quietud que precedió al caos, Henry se encontró frente al anciano curandero, sus ojos suplicantes reflejando una determinación inquebrantable. Sabía que el tiempo era un lujo que no podían permitirse, y su desesperación por ayudar a su pueblo lo impulsaba a buscar cualquier conocimiento que pudiera marcar la diferencia.
El anciano, con una mezcla de tristeza y determinación en su mirada, reconoció la urgencia en la solicitud de Henry. Sabía que el joven estaba dispuesto a soportar cualquier sufrimiento con tal de aprender a curar, y sabía que no podía negarle esta oportunidad, por más doloroso que fuera.
"Ven conmigo", dijo el anciano con voz suave, pero firme, llevando a Henry a un rincón apartado de la choza. Allí, entre las sombras danzantes y el suave murmullo del viento, el anciano reveló un secreto ancestral, un método de curación transmitido de curandero a lo largo de generaciones.
Henry escuchó con atención mientras el anciano le explicaba cada detalle, cada paso del antiguo ritual de curación. Era un conocimiento sagrado, imbuido con el poder de los elementos y la sabiduría de los ancestros, y Henry comprendió la importancia y la responsabilidad que llevaba consigo.
Al finalizar la lección, el anciano entregó a Henry una corteza de árbol tallada con símbolos antiguos, donde estaban plasmados los pasos del ritual. "Este es tu legado ahora, Henry", dijo el anciano con solemnidad. "Guárdalo con tu vida y úsalo sabiamente".
Henry asintió con determinación, consciente del peso de la responsabilidad que acababa de aceptar. Sabía que no tenía tiempo que perder, que la vida de su pueblo dependía de su capacidad para dominar este conocimiento ancestral.
Con la corteza de árbol firmemente sujeta en sus manos temblorosas, Henry se despidió del anciano y se dirigió hacia el corazón del pueblo, listo para enfrentar el desafío que se extendía ante él.