Con la corteza de árbol como su única guía, Henry se sumergió en el torbellino de caos que consumía a su pueblo. La urgencia en el aire era palpable, cada segundo contaba mientras los heridos clamaban por ayuda y los guerreros se preparaban para enfrentar una nueva oleada de peligro.
Con manos temblorosas, pero determinadas, Henry comenzó a poner en práctica el antiguo ritual de curación que había aprendido del anciano curandero. Cada movimiento, cada palabra, estaba impregnada de la esencia de los elementos y la fuerza de sus ancestros, y Henry se aferró a esa conexión con toda su alma mientras enfrentaba la prueba del fuego.
El dolor lo envolvía como una manta ardiente, amenazando con consumirlo por completo, pero Henry resistió con valentía y determinación. Sabía que no podía permitirse flaquear, que la vida de su pueblo dependía de su capacidad para superar esta prueba y alcanzar la maestría en la curación.
Con cada paciente que atendía, cada herida que sanaba, Henry se sentía más cerca de su objetivo. A pesar del dolor abrumador y la fatiga que amenazaba con abrumarlo, encontró una fuerza interior que no sabía que poseía, una determinación férrea que lo llevó a seguir adelante incluso cuando todo parecía perdido.
Y así, en medio del caos y la desesperación, Henry encontró su propósito y su destino. No como un niño débil y maldito, sino como un guerrero valiente y noble, dispuesto a sacrificarse por el bien de su pueblo y su mundo.