La luz se derramó por la habitación, empapando las paredes desde el techo hasta el suelo. La intensidad del resplandor era deslumbrante, una luminosidad que abrumaba los sentidos y pintaba todo en tonos de blanco candente. El mundo se convirtió en un lienzo de blanco, una ceguera momentánea que borraba todos los demás colores.
Todos en la habitación cerraron instintivamente sus ojos, levantando sus manos para protegerse de la luz. Sin embargo, lo que venía para ellos era inevitable.
Sirona y Jonás sintieron una sensación abrumadora, causando que sus estómagos se retorcieran y sus músculos se contrajeran. La sensación era nauseabunda; era como si sus cuerpos fueran despojados de sus venas, cada vaso sanguíneo arrancado de debajo de su piel. Un dolor de cabeza palpitante pronto llenó su cráneo, provocando que ambos se agarraran la cabeza mientras un gemido de dolor se les escapaba de la garganta.