—¡Cielo y Tierra, gracias! ¡Soy feliz! ¡Me habéis dado todo aquello por lo cual luchó desde la infancia mi violento espíritu! ¡Y tú, estrella que guías mis pasos, me trajiste hasta aquí por encima del pétreo cinturón del Ural! ¡Al mundo todo le mostraré mi Zuleika, y los hombres, esos monstruos salvajes, no osarán acusarme! ¡Oh, si ellos pudieran comprender las secretas torturas de su tierna alma; si, cual yo, supiesen contemplar, en una lágrima de mi Zuleika, un mundo entero de poesía! ¡Oh, déjame que enjugue con mis besos esa lágrima, esa gota de celestial rocío!… ¡Oh celestial criatura!
—Jermak —dijo Zuleika—, el mundo es malo, los hombres son injustos. ¡Nos perseguirán y nos juzgarán, amor mío! ¿Qué irá a ser de una pobre muchacha como yo, criada en los nevados campos de Siberia en la choza de su padre, allá en ese mundo tuyo, frío, glacial, despiadado y egoísta? ¡Los hombres no habrán de entenderme, amado mío!
—¡Pues tendrán que entendérselas con el sable del cosaco! —exclamó Jermak, volviendo de uno a otro lado sus airados ojos…
Ahora, Várinka mía, ¡imagínese usted a ese mismo Jermak al saber que le ha asesinado a su Zuleika! El viejo Kuchum, a favor de la oscuridad de la noche, se ha deslizado durante la ausencia de Jermak en su tienda, y dado muerte a su hija Zuleika con el fin de vengarse de Jermak, que le ha arrebatado cetro y corona.
—¡Qué gusto afilar la espada! —exclamó Jermak poseído de salvaje anhelo de venganza, y aplicó el acero a la piedra de los chamanes. ¡He de ver sangre, sangre! ¡Debo vengarla, vengarla, vengarla!
Pero, a pesar de todo, no puede Jermak sobrevivir a su Zuleika, de suerte que se arroja al Irtysch y se ahoga, con lo que el relato termina.
Vaya ahora otro trocito; una muestra; es una cosa humorística, con la que el autor sólo se ha propuesto hacer reír:
—¿De modo que no conoces a Iván Prokófievich Cheltopus? ¿No? Pero hombre, ¡si es el mismo que a Prokofii Ivánovich mordió en una pantorrilla! Iván Prokófievich es un hombre de mal genio, pero al mismo tiempo un hombre de raras virtudes. Prokofii Ivánovich, por el contrario, se perece por los rábanos con miel. Pero cuando todavía se trataba con Pelagia Antónovna. ¿No conoce usted a Pelagia Antónovna? ¡Cómo! ¡Pero si es la misma que siempre le cose a usted el abrigo con los forros para afuera a fin de resguardar el paño!…
¿No es esto humor, Várinka; sencillamente humor? Nosotros nos retorcíamos en los asientos por la fuerza de la risa en tanto él nos leía esta página. ¡Vaya un tío, Várinka! Por lo demás, hijita, es enteramente raro y grotesco en su modo de conducirse, pero en el fondo, un inocente, sin pizca de libre pensamiento ni de ninguno de esos errores liberales. Debo participarle también que Ratasayev posee unos modales excelentes y acaso sea ésa una de las razones de que resulte un escritorazo tan distinguido y tan por encima de los demás.
Pero ¿qué pasaría?… Porque, a decir verdad, a veces se me mete esa idea en la cabeza… ¿Qué pasaría si yo también me lanzara a escribir? Supongamos, por ejemplo, que de pronto se me ocurriera a mí publicar un librito en cuya cubierta dijese: «Poesías de Makar Dievuschkin».
¿Qué tal, eh? ¿Qué diría usted, ángel mío? ¿Qué le parecería a usted, cómo lo encontraría? Yo, por mi parte, puedo decirle, hijita, que desde el punto y hora que apareciese mi libro ya no me atrevería a presentarme en la Nevskii. ¡No podría aguantar eso de que todo el mundo pudiera decir: Miren, ahí va el poeta Dievuschkin, y que yo fuese ése!
¿Qué haría yo entonces sencillamente con mis botas? Porque ha de saber usted, hija mía, que yo las tengo casi siempre manchadas, y también las suelas, si he de ser sincero, suelen distar mucho de encontrarse en el debido estado. Y ¿qué haría yo si todo el mundo supiese que el poeta Dievuschkin llevaba las botas sucias? Si llegaba a enterarse de ello alguna condesa o duquesa, ¿qué diría? Puede, sin embargo, que no lo notase, pues las condesas y duquesas no se fijan en las botas, y menos todavía en las botas de un empleadillo (al fin y a la postre las botas siempre son botas…). Pero no faltaría quien les fuese con el cuento, empezando quizá por mis propios amigos. ¡Ratasayev, por ejemplo, sería el primero en hacerlo! Ratasayev es punto fuerte, según dice, en casa de la condesa B***, donde se presenta hasta sin invitación previa cuando pasa por ahí. Un alma de Dios es la tal condesa, según él dice, y, además, una dama de alta conducta literaria. ¡Qué cuco es el tal Ratasayev!
Pero, en fin…, ¡basta ya! Le escribo todo esto, nenita, para distraerla, a título de broma. ¡Que siga usted bien, palomita mía! Mucho le he garrapateado hoy, pero únicamente, si he de ser franco, porque estoy hoy muy contento. Hoy cenamos todos en la habitación de Ratasayev, y éste (no faltan nunca tunantes, hijita) suele sacar a relucir cierto licorcillo especial que… no, no encuentro palabras para describirlo. ¡Pero cuidado, no vaya usted a pensar algo malo de mí, Várinka! ¡No se trata de eso! Ya le enviaré los libritos. Corre aquí de mano en mano una novela de Paul de Kock, sólo que este Paul de Kock no debe usted tomarlo en las suyas menuditas… ¡No, no; Dios me guarde! ¡Ese Paul de Kock no es para usted, Várinka! Dicen que a todos los críticos decentes de Petersburgo les inspira una honrada desconfianza.
Le envío una oncita de dulces…, que los he comprado especialmente para usted. Y mire usted, nenita, piense en mí cada vez que coja un dulce. ¡No ande mordiscando los bombones para engullírselos luego de una vez! Al contrario, téngalos en la boca hasta que se deslíen, pues de otro modo podría echársele a perder la dentadura. Pero ¿le gustan también las pastillas de chocolate? ¡Pues dígamelo!
¡Ea!, quede ya con Dios. Consérvese bien. Yo soy siempre su fidelísimo amigo.
Makar Dievuschkin
* * *
27 de junio
Querido Makar Aleksiéyevich: Dice Fiodora que ella conoce personas que en mi situación podrían ayudarme mucho y que si yo quisiera podrían encontrarme una colocación muy buena como ama de llaves en alguna casa. ¿Qué le parece a usted, amigo mío? ¿Debo dar ese paso? No querría serle a usted gravosa por más tiempo…, y la tal colocación parece muy buena. Pero de otra parte me angustia un poco la idea de tener que entrar al servicio de una gente extraña. Dicen que se trata de una familia de propietarios rurales. Suponiendo que quieran pedirme informes acerca de mi pasado, ¿qué deberé decirles?, ¡sobre todo con lo huraña y lo amiga de la soledad que yo soy! Donde estoy más a gusto es donde ya me encuentro. Se siente una más contenta y confiada en el rinconcito a que ya se ha acostumbrado…, y aunque en él se pasen quizá apuros, siempre es mejor que todo. Además, tendría que viajar para trasladarme a las posesiones de la referida familia y Dios sabe para qué me querrían utilizar: ¡puede que me pusieran a cuidar de los niños! Y ¿qué clase de gente serán cuando hasta la fecha, y van dos años, han cambiado ya tres veces de ama de llaves? Aconséjeme usted, querido Makar Aleksiéyevich, por lo que más quiera: ¿debo aceptar la proposición o quedarme en casa?
¿Por qué no viene usted ya a vernos? ¡Se deja ver tan pocas veces! Fuera de los domingos en la iglesia, el resto de la semana apenas no vemos. ¿Tan huraño es usted? ¡Entonces es lo mismo que yo! Pero nosotros, al fin y al cabo, somos parientes. ¿O es que ya me ha perdido usted el afecto, Makar Aleksiéyevich? Yo suelo sentir una gran tristeza cuando estoy sola. A veces, sobre todo en el crepúsculo vespertino, me quedo enteramente solita; Fiodora ha salido a comprar algo y aquí me tiene usted piensa que te piensa…, recordando todo eso que en otro tiempo fue, así lo alegre como lo triste, pues todo pasa por delante de mí como una niebla. Surgen otra vez ante mis ojos las caras conocidas (creo verlas ya despierta casi como se las ve en los sueños), siendo lo más frecuente que vea a mamá… ¡Y los sueños que tengo! Siento que mi salud está quebrantada. ¡Estoy tan débil! ¡Al levantarme esta mañana de la cama me sentí muy mal y, además, no se me quita esta dichosa tos! Presiento, lo sé, que no he de vivir mucho. ¿Quién me enterrará? ¿Quién irá detrás de mi ataúd? ¿Quién me llorará?… ¿Y si vengo a morir en un lugar extraño, en una casa ajena y entre seres desconocidos?… ¡Dios mío, qué triste es la vida, Makar Aleksiéyevich!
Amigo mío, ¿por qué me envía usted siempre dulces? No comprendo verdaderamente de dónde saca usted el dinero. ¡Ay amigo mío, ahorre usted ese dinero, por lo que más quiera: ahorre! Fiodora ha encontrado comprador para el tapiz que yo he confeccionado. Me dará por él quince rublos. Estará así muy bien pagado; yo pensaba que me ofrecerían menos. A Fiodora le corresponderán tres rublos, y yo me compraré tela para hacerme un traje sencillito, un trozo de tela cualquiera, baratita y que abrigue. Pero a usted le haré una americana muy maja; buscaré para ella un buen paño y se la haré yo misma.
Fiodora me ha procurado un libro… Los cuentos de Bielkin, que adjunto le envío para que usted también lo lea. Sólo que le ruego se dé un poco de prisa y no lo retenga mucho tiempo, pues no es mío. Es una obra de Puschkin. Hace dos años lo leía yo en compañía de mamá…, así que ha suscitado en mí ahora tristes recuerdos al leerlo por segunda vez.
Si tuviera usted a mano algún libro, envíemelo…, pero a condición que no se lo ha de pedir a Ratasayev. Él seguramente le dará alguna obra suya, si es que tiene alguna publicada. ¿Cómo es posible que le gusten a usted sus novelones, Makar Aleksiéyevich? ¡Si son un puro disparate!
¡Pero quede usted con Dios! ¡Hay que ver cuánto he garrapateado esta vez! ¡Cuando me entra la murria siempre me alegra el poder hablar con alguien! Ésta es la mejor medicina; en seguida me siento más aliviada, sobre todo cuando puedo dar salida a todo lo que tengo en el corazón.
¡Adiós, adiós, amigo mío! Suya,
V. D.
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28 de junio
Mi querida Varvara Aleksiéyevna: ¡Basta ya de tristezas! ¿No se avergüenza usted? ¡Délas usted por terminadas, hijita! ¿Cómo puede entregarse a esos pensamientos? ¡Pero si usted está ya buena, corazoncito mío, enteramente buena! Está usted sencillamente que da bendición verla, créame que es la pura verdad; sólo un poquito pálida; pero, a pesar de eso, resplandece su lozanía. ¿Y qué sueños y pesadillas y qué espectros son ésos? ¡Huy!, ¿no le da a usted vergüenza, hijita? ¡Déjese de esas cosas, nena! No se preocupe usted más de esos sueños tan tontos…, así se los ahuyenta. ¡Es muy sencillo! ¿Cómo es, si no, que yo duermo tan bien? ¿Por qué a mí ni me falta nada? Míreme usted bien, hija mía. Yo estoy contento y alegre, duermo como un lirón, estoy la mar de sano…; en una palabra: que soy de la piel del diablo; ¡y muy ufano de ello! Así que déjese usted de esas simplezas, avergüéncese y enmiéndese. Pero yo conozco esa cabecita suya; por la menor cosa ya está empezando otra vez a entristecerse y preocuparse y usted se atormenta con pensamientos de toda índole. ¡Pero aunque sólo fuese por mí, debería usted poner término a esos desvaríos, Várinka!
¿Servir a gente extraña?… Eso nunca. ¡No, y mil veces no! ¿Qué le ha ocurrido a usted para tener esos pensamientos? ¡Y por si fuera poco, marcharse de aquí a otra parte! No, hijita; usted no me conoce a mí bien; yo no he de consentir eso jamás en la vida; me opondré a ese proyecto con todas mis fuerzas. Y aunque tuviese que vender mi casaca vieja… y quedarme sólo con la camisa, usted no pasaría, Várinka mía, necesidad. ¡No, Várinka, no; yo la conozco bien! ¡Ésas son locuras, nada más que locuras! Lo único cierto es esto: que de todo quien tiene la culpa es esa Fiodora y nadie más que ella…; esa vieja chocha es la que mete a usted tales pensamientos en la cabeza. Pero usted, hija mía, no debe prestar oídos a lo que ella le diga. ¿No lo sabe usted ya todo, nena? ¿No sabe usted que esa mujer es una imbécil, una charlatana incorregible, que a su difunto le agrió la vida con sus dislates? Recapacite usted: ¿no la enojó a usted nunca, no la ofendió de algún modo?
¡No, no, hija mía; de todo eso que me escribe usted no podrá realizarse nada! Y ¿qué sería de mí, dónde me deja usted? No, Várinka; corazoncito mío, es preciso que se le quite a usted eso de la cabeza. ¿Qué le falta a usted con nosotros? A nosotros nos proporciona una alegría infinita el tenerla a nuestro lado, y para usted también somos nosotros una satisfacción; así que no se vaya y vivamos todos juntos, en paz y gracia de Dios. Cosa usted o lea…, o no cosa…, haga usted según le plazca, con tal que no nos abandone. Porque si así lo hiciera, usted misma puede decirlo: ¿qué sería de nosotros? Le daremos de cuando en cuando nuestro paseíto. ¡Sólo que, hija mía, ha de ahuyentar definitivamente esos pensamientos y procurar ser razonable y no preocuparse y afligirse sin motivo por cosas tan nimias! Yo pasaré a verlas a ustedes, y muy pronto; pero entre tanto permítame que se lo confiese con toda franqueza y claridad: ¡eso no ha estado bien de usted, corazoncito mío; no, señor!
Yo no soy, naturalmente, ningún hombre culto, y soy el primero que carezco de ilustración, que apenas si tengo las primeras letras; pero no se trata de eso ahora, ni eso era lo que quería decir… ¡Pero por Ratasayev soy capaz de todo, y haga usted lo que quiera! Es mi amigo y tengo que salir a su defensa. Escribe bien, muy bien, muy requetebién. No puedo estar de acuerdo con usted por ningún concepto. Posee un estilo lleno de colorido y distinción, poniendo hasta pensamientos en lo que escribe; en una palabra: ¡que escribe muy bien! Quizá lo haya leído usted con prevención, Várinka; quizá estuviera usted de mal temple al leerlo; quizá Fiodora la enojó con alguna de las suyas, si no fue que por una u otra causa estaba usted de mal temple ese día.
No; usted ha de leerlo otra vez con interés y atención, cuando esté contenta y de buen genio; por ejemplo, cuando tenga usted en la boca un dulcecito…, entonces es cuando debe volver a leerlo. No diré (¿quién podría afirmar eso?) que no haya ningún escritor que supere a Ratasayev; pero, aun suponiendo que los haya mejores que él, no por eso hay que declararlo a él malo; todos son buenos; él escribe bien, y también los otros escriben bien, a mi juicio. Además, no olvidemos que él escribe únicamente para sí mismo…; es decir, que sólo coge la pluma en sus ratos libres…, y ya se advierte bien que así es, y si hemos de decir la verdad, para ventaja suya.
Pero adiós, hija mía; hoy no le escribo más; tengo que copiar una cosilla y debo apresurarme. No deje usted, hijita, de hacer algo por tranquilizarme. Dios la proteja, corazoncito mío, tan seguramente como yo soy su fiel amigo.
P. S. —Gracias por el libro, hija mía, también nosotros leemos a Puschkin. Pero esta tarde voy sin falta a verla.
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Mi querido Makar Aleksiéyevich[8]: No, amigo mío; no es posible que continúe yo aquí más tiempo. Lo he pensado bien y visto claro que haría muy mal dejando escapar una colocación tan ventajosa. Allí, por lo menos, puedo ganarme con toda seguridad el pan de cada día. Me afanaré, procuraré hacerme simpática a esos extraños y, si fuere preciso, trataré incluso de cambiar de carácter. Cierto que es difícil y amargo eso de vivir entre extraños, plegarse en todo a lo que ellos quieran, desmentir su genio y depender de ellos en todo; pero de fijo no habrá de faltarme la ayuda de Dios. ¡No puede una pasarse toda la vida lejos de la gente! Y yo, en otro tiempo, he pasado por análogo trance. Por ejemplo, cuando estaba en el pensionado.
Todo el domingo me lo pasaba yo jugando y saltando alegremente como una salvaje auténtica, y cuando mamá a veces me regañaba…, que solía hacerlo, no por ello dejaba yo de estar contenta y de sentirme el corazón iluminado y caliente. Pero cuando llegaba la tarde, volvía a sentirme infinitamente desdichada; a las nueve… había que estar de vuelta en la pensión. Allí todo era extraño, frío, severo; las profesoras estaban siempre de mal humor los domingos, y a mí me entraba tal tristeza, tal abatimiento, que no podía contener las lágrimas. Me escurría despacito hasta un rincón y allí me ponía a llorar, de puro sola y abandonada. Naturalmente, decían luego que yo era una holgazana y que no quería estudiar. Pero no era ésa la causa de mis llantos.
Pero luego… ¿qué pasó? Pues que acabé por acostumbrarme, y cuando por fin hube de dejar la pensión, me costó un llanto el separarme de mis compañeras.
No; no está bien que yo siga aquí, siéndole gravosa a usted y a Fiodora. Sólo pensarlo es para mí un tormento. Se lo digo a ustedes francamente, porque estoy acostumbrada a no ocultarles ningún secreto mío. ¿Es que no veo cómo Fiodora se levanta apenas amanece y se pone a lavar y ya no para de trajinar en todo el día hasta muy entrada la noche?… Pero las personas de edad necesitan descanso. ¿Y no veo yo tampoco cómo usted se sacrifica en todo por mí, cómo se priva de los más necesario para gastar en mí todo cuanto gana? Yo sé muy bien, amigo mío, que hace usted más de lo que puede. Usted me escribe que antes se quedaría sin nada que consentir que yo pasase necesidad. Lo creo, amigo mío; lo sé, sé que tiene usted un buen corazón…, pero piense usted un poco, hombre. Ahora quizá tenga usted dinero de sobra, puede que haya recibido una gratificación inesperada. Pero ¿y luego? Usted ya sabe que yo siempre estoy enferma. No puedo trabajar como usted, aunque de buena gana querría, y, además, no siempre se encuentra trabajo. ¿Qué voy a hacer? ¿Sufrir y atormentarme, mientras dejo que usted y Fiodora cuiden de mí, y yo me voy sin hacer nada? ¿Cómo podría yo compensarles a ustedes el último de sus desvelos, cómo podría yo ayudarlos de algún modo? ¿Por qué he de serle a usted tan indispensable, amigo mío? ¿Qué le he hecho yo de bueno? Yo sólo he hecho una cosa: quererle de todo corazón; pero esto es todo lo que puedo hacer. ¡De nuevo me persigue mi cruel destino! Sé amar…, pero hacer bien, corresponder a sus beneficios con mis actos no me es posible. Así que no me retenga usted, piense usted detenidamente en mi proyecto y dígame luego con toda sinceridad lo que opina.
Esperándolo así quedo suya,
V. D.
* * *
1 de julio
¡Desatino, Várinka; todo eso no es más que un desatino, un puro desatino! En cuanto se abandona usted a sí misma, ¡qué cosas se le meten en su cabecita! ¡Tan pronto se imagina esto como aquello! Pero ¿qué le falta a usted entre nosotros, quiere usted decírmelo de una vez? Nosotros la queremos a usted, y usted nos quiere a nosotros, y todos estamos tan contentos y tan a gusto… ¿Qué más quiere usted? ¿Por qué ha de empeñarse en irse a vivir entre gente extraña…? ¿No? Pues pregúntemelo usted a mí, que yo…, yo conozco muy bien a los extraños, y puedo decirle a usted cómo son. Yo los conozco, hijita; los conozco de sobra. He comido su pan. Todo ser ajeno es malo, que el corazoncito que uno tiene no puede contenerse; hasta tal punto el prójimo sabe martirizarlo a uno con reproches y reconvenciones y miradas de enojo. Entre nosotros, por lo menos, disfruta usted de tibieza y bondad, y vive usted recogidita como en un nidito. ¿Cómo es posible que ahora, de buenas a primeras, nos deje usted y se vaya? ¿Qué será entonces de mí mismo sin usted? ¿Que no me es usted tan indispensable? ¿Que no me es útil? ¿Cómo que no me sirve para nada? No, hija mía; recapacite usted bien, y luego juzgue si me es o no útil. ¡Sepa usted, Várinka, que me es útil, utilísima! ¡Ejerce usted, ya lo sabe, un influjo tan bienhechor sobre mí…! Por ejemplo, vea usted; acordarme de usted y ponerme de buen humor es todo uno… Le escribo a usted una carta en la que declaro todos mis sentires, y recibo luego una contestación prolija de usted. De cuando en cuando le compro un trajecito o un sobrerillo, y usted también algunas veces tiene un encarguito para mí, sí, hija, y yo le procuro lo que ha menester… No; ¿cómo podría usted no serme útil?… Y ¿qué voy a hacer yo sin usted, a mis años; para qué voy a servir yo entonces?
Quizá no haya usted pensado en esto, Várinka; pero píenselo usted y pregúntese a sí misma para qué voy a servir yo sin usted. Me he acostumbrado a usted, Várinka. Y ¿qué sería de todo esto, en qué pararía este cariño?… Pues en que me arrojaría de cabeza en el Neva y se acabó la historia. No; verdaderamente, Várinka, ¿qué me quedaría a mí que hacer en este mundo sin usted?
¡Ah corazoncito mío, Várinka! Paréceme que estoy viendo ya el coche fúnebre que habrá de conducirme al cementerio de Volkov y que alguna vieja transeúnte sigue mi ataúd, y que me echan al foso, y me cubren con tierra, y luego se van todos, y me dejan solo. ¡Eso sería un pecado en usted, hija mía; un verdadero pecado! ¡Se lo digo seriamente: un verdadero pecado!
Le devuelvo su librito, hija mía, y si desea saber mi opinión sobre él, sólo le diré que en toda mi vida he leído libro tan excelente. De suerte que me pregunto cómo he podido vivir hasta aquí hecho un verdadero zopenco. ¡Dios me perdone! ¿En qué he empleado yo, pues, mi vida? ¿De qué planeta me he caído? Resulta, hija mía, que no sé nada de nada; que soy lo que se llama un zote. Se lo confieso francamente, Várinka: no tengo cultura. He leído hasta ahora poco, poquísimo, por no decir nada. La imagen del hombre…, que es un buen libro, sí lo he leído, y también un par de ellos más: Del niño que tocaba varias piezas de música con campanas y La grulla del Ibico. Ahí tiene usted todas mis lecturas. Pero ahora, en su librito, he leído El inspector, y sólo puedo decirle, hijita, que se da el caso de que uno esté en el mundo y no sepa que tiene al alcance de la mano un libro en el que se describe toda una vida con todos sus detalles, como contada con los dedos, y muchas otras cosas más de las que antes no supo una jota. Eso experimenta uno al leer un libro semejante; pero luego, poco a poco, a medida que avanza en la lectura, se va uno dando cuenta de muchas cosas más, y poco a poco acaba por comprenderlas y verlas con toda claridad. Pero vea usted, además, por qué yo le he tomado cariño a su librito; muchas obras hay que, por muy notables que sean, se pone uno a leerlas, lee que te lee…, hasta que se vuelve tarumba y no saca la menor sustancia. Están escritas tan bien y con tanta enjundia, que no se las puede entender. Yo, por ejemplo…, yo soy torpe, romo por naturaleza, a nativitate; así que no puedo leer ninguna obra demasiado profunda. Pero ésta que le digo la lee uno y le parece como si la hubiera uno escrito, ni más ni menos que si le hubiese brotado a uno de dentro… del corazón. Sí, y puede que así sea; como si se cogiera el corazón sencillamente y se le volviera del revés, delante de todo el mundo, con lo de dentro para fuera, y luego se pusiese uno a describirlo con todos sus pormenores…; ¡así mismito, hija mía! Y, además, ¡es una cosa tan sencilla, Dios…! ¡Y tanto como lo es! Yo mismo no tendría ninguna dificultad en escribir así, de veras. ¿Por qué? Porque yo siento exactamente las mismas cosas que ese librito dice. También me he encontrado a veces en la mismísima situación que, por ejemplo, ese Samson Vyrin, ¡el pobre! Y ¡cuántos Samsones Vyrines no hay entre nosotros iguales de pobres y de buenos! Y ¡con qué verdad está todo descrito en estas páginas! A mí casi se me saltaban las lágrimas, hija mía, al leerlas. ¡Cómo se emborrachaba el muy cuitado, hasta perder el sentido, cuando la desgracia cayó sobre él, y cómo se pasaba el día entero durmiendo bajo su zalea, y cómo hacía por ahuyentar las penas con un ponche, y cómo sin embargo, rompía el trapo a llorar, de modo que tenía que enjugarse con su sucio forro de piel las lágrimas que le corrían por las mejillas cuando se acordaba de su pobre cordera extraviada, de su hijita Duniascha! ¡Sí; eso es pintar al natural! Vuelva usted a leerlo, y lo verá como es así; tan verdadero es como la vida misma. ¡Eso vive! Yo mismo lo he sentido… Todo eso vive, y por todas partes nos rodea. Ahí tenemos, si no, a Teresa…, y, sin ir tan lejos ahí tenemos también a nuestro pobre empleado…, que es exactamente un Samson Vyrin; sino con otro nombre, que por casualidad es el de Gorschkov. Esto es algo que cualquiera de nosotros puede experimentar: usted misma, hijita, o yo. E incluso también el conde que habita en la Nevskii o en la Nevakai puede encontrarse algún día en el mismo trance, sólo que él exteriormente se conduciría de otro modo…, pues por de fuera todo es distinto en él; pero también, no obstante, pueden pasarle las mismas cosas que a nosotros.
Ahí puede usted ver, hija mía, eso que se llama la vida. Pero ¡usted quiere hasta abandonarnos y dejarnos en la estacada! No puede usted ni remotamente formarse idea, Várinka, del daño que con eso me haría. Ése sería un daño irreparable para usted y para mí. ¡Ah lucerito mío, ahuyente usted, por Dios, tales pensamientos de su cabecita y no me torture inútilmente! Y, sobre todo…, dígalo usted misma, pobre pajarito que aún no echó alas… ¿Cómo podría usted entonces procurarse el sustento, no malearse y defenderse de las asechanzas? No; deje usted estar así como están las cosas, Várinka, y encomiéndese. No preste oídos a los necios consejos de la gente, y vuelva usted a leer ese librito; crea que le aprovechará.
También he hablado con Ratasayev de El inspector; Ratasayev dice que todo eso está ya viejo, y que ahora sólo se publican libros con ilustraciones y descripciones…; no sé a punto fijo, pues no lo entendí bien. Pero él puso fin a sus apreciaciones diciendo que Puschkin no está mal, y que cantó la sagrada Rusia, y no sé qué otras cosas más. Sí; eso está bien, Várinka; pero que muy bien; vuelva usted a leer el libro atentamente; siga usted mi consejo, y haga feliz a este pobre viejo con su obediencia. ¡Dios se lo recompensará, hijita; de fijo se lo recompensará Dios!
Su fiel amigo,
Makar Dievuschkin
* * *
Mi querido Makar Aleksiéyevich: Fiodora me ha traído hoy los quince rublos del tapiz. ¡Qué contenta se puso la pobre al darle yo tres rublos! Le escribo a usted a toda prisa. Acabo de cortarle su chaleco… La tela es preciosa… Amarilla con unas florecitas.
Le envío a usted un libro; contiene varias historias, de las que sólo he leído algunas. No tiene usted más remedio que leer la titulada La capa[9].
Me prometió usted llevarme una noche al teatro. Pero ¿no será muy caro? Si acaso, a gallinero. Yo hace mucho tiempo que no voy al teatro; tanto, que no me acuerdo ya de la última vez. Pero tengo un temor, y es éste: ¿No nos resultará demasiado cara la broma? Fiodora mueve la cabeza, y dice que usted empieza a gastar más de lo que puede. Eso lo veo también. ¡Cuánto no lleva usted gastado sólo en mí! Ande usted con tiento, amiguito; no le ocurra algún contratiempo. Fiodora me ha dicho que usted, si no me equivoco, anda un poco a la greña con la patrona por haberle dejado a deber no sé qué cantidad. Me tiene usted muy preocupada.
Bueno; quede usted con Dios. Tengo que hacer un trabajillo; estoy poniéndole a mi sombrero una cinta.
P. S. —Mire usted: cuando vayamos al teatro quiero ponerme mi sombrerito nuevo y la mantilla nueva. ¿Estaré así de su gusto?
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7 de julio
Mi querida Varvara Aleksiéyevna: vuelvo a coger el hilo de nuestra conversación de ayer donde lo dejamos… Sí, hija mía: también uno ha hecho en sus tiempos sus correspondientes locuras.
¡Y estuve antaño enamorado hasta el tuétano de una cómica; enamorado hasta morir; sí, señor, así como suena! Y esto no es nada; lo maravilloso es que yo no la había visto en mi vida en la calle, y sólo una vez en el teatro…; y, sin embargo, me enamoré de ella.
En aquel tiempo vivíamos nosotros, cinco chicos jóvenes y alegres, pared por medio. Yo me incorporé a su tertulia espontáneamente, y eso que al principio había estado con ellos muy reservado. Pero luego, para no ser menos que los otros, me uní a la pandilla. Y ¡qué cosas hubieron de contarme de esa actriz! Todas las noches, todas las noches que había función, allá se iba toda la tropa, y diz que para las cosas necesarias nunca teníamos un céntimo… A gallinero, y todos sus aplausos y ovaciones eran exclusivamente para aquella actriz… Nada; que no se cansaban de aplaudirla, y se portaban como poseídos. Y luego, como es natural, no me dejaban dormir en toda la noche, pues se la pasaban hablando de ella, y todos la llamaban su Glascha[10] y todos estaban enamorados de ella, y sólo llevaban un canario en el corazón: ¡ella! Tanto, que por fin consiguieron contagiarme a mí de su entusiasmo. ¡Era yo aún tan joven!
No sé cómo fue, que me encontré sentado, como ellos, en el gallinero. Sólo acertaba a distinguir un pico del telón; pero oírlo, lo oía todo. Tenía ella una vocecita linda…, clara, dulce, como de ruiseñor. Nosotros aplaudíamos hasta ponérsenos moradas y encarnadas las manos, y no nos cansábamos de gritar…; en una palabra: que nos tenían que coger, o poco menos, por el pescuezo, y echarnos de allí para que nos fuéramos.
Yo volví a casa… ¡como envuelto en una niebla! En el bolsillo sólo me quedaba un rublo, y de allí a primeros de mes faltaban aún sus buenos diez días. Y ¿qué cree usted, hijita, que hice? Pues al día siguiente, al dirigirme a la oficina, entré en una perfumería y me gasté todo mi capital en perfumes y jabones de olor…, sin saber yo mismo para qué quería todo aquello. Y, además, aquella tarde no comí, sino que me fui a rondar por su casa, al pie de sus balcones. Vivía la actriz en la Nevskii, en un cuarto piso. Después me volví a casa, descansé un rato, tomé un refrigerio, y luego me torné a la Nevskii para ponerme otra vez a rondar sus balcones.
Así me pasé medio mes; a cada momento tomaba yo un droschki, siempre lijaschi[11], y me hacía conducir de acá para allá al pie de sus balcones; en una palabra: que me gasté en esas cosas todo el sueldo y tuve que entramparme, hasta que, por último, se me pasó él solo el enamoramiento y se me hizo aburrido aquel cortejo.
¡Conque ya ve usted lo que una cómica estuvo a punto de hacer de un hombre morigerado! Pero ¡hay que tener en cuenta que entonces era yo un joven, Várinka; un jovencito, la mar de joven!…
M. D.
* * *
8 de julio
Me apresuro a devolverle, mi querida Varvara Aleksiéyevna, el librito que tuvo la atención de enviarme el 6 de este mes. Al mismo tiempo, quiero tener una explicación con usted, hijita. No está bien, verdaderamente no lo está, eso de que me haya colocado en situación tan apurada.
Permítame usted, nena, que le diga que a todos los hombres les parece que deben a Dios su condición social. El uno ha nacido para lucir los entorchados de general; el otro, para ser literato…; aquel otro, para mandar; esto otro, para, sin rechistar, obedecer. Así es la realidad, y eso responde a las facultades humanas; éste tiene aptitud para tal cosa; para tal otra, aquel otro; pero las aptitudes es Dios quien las da.
Yo llevo ya treinta años de servicio en la oficina. Cumplo mi deber con escrupulosidad; procuro siempre ser modesto, y jamás he incurrido en falta alguna. Como ciudadano y como persona humana, me tengo fundadamente por un hombre, con sus correspondientes defectos y sus correspondientes virtudes. Mis superiores me estiman, y hasta su excelencia está contento de mí… Aunque hasta ahora no me haya dado muestra alguna de su satisfacción, yo sé de buena tinta que así es, que está satisfecho de mí. Tengo un carácter de letra agradable, ni muy grande ni muy pequeño; sobresalgo en la escritura cursiva; pero, en general, lo hago bien. De todos los empleados del ministerio, puede que sólo uno, Iván Prokófievich, tenga tan buena letra como yo, es decir, que se aproxima a la mía. Yo he echado canas en el servicio. No creo haber incurrido jamás en falta alguna grave. Claro que leve ¿quién no ha cometido alguna? Todos pecamos, hijita; incluso usted misma. Pero yo no tengo sobre mi conciencia ningún gran delito, ni siquiera un acto consciente de insubordinación…, como el haber perturbado la tranquilidad pública o algo por el estilo… No, no tengo que reprocharme nada de eso; nunca han tenido que reñirme por nada semejante. Hasta me han concedido una crucecita…; pero ¿a qué hablar de ello? Todo esto debería saberlo ya, y también él debería saberlo, pues al ponerse a descubrir hubiera debido empezar por enterarse de todo. ¡No; nunca la habría creído capaz de tal cosa, hijita! No; no me lo habría esperado de usted, Várinka[12].
¡Cómo! Pero ¿es que no me pueden dejar vivir en paz, en mi rincón…, del modo y en la forma que sea…, en paz y sosiego, sin enturbiar las aguas, sin molestar a nadie, temeroso de Dios y retraído, para que tampoco los demás me molesten no metan la nariz en mi tabuco y me lo husmeen todo? ¡Para ver cómo van tus cosas: si tienes, por ejemplo, un buen chaleco y no te falta nada en punto a ropa interior, y tienes también botas, y cómo están las suelas, y qué comes, y qué bebes, y qué copias! ¿Qué tiene de particular, hija mía, que yo, cuando el piso está malo, ande de puntillas para no estropearme las botas? ¿Por qué se han de llenar carillas a expensas del prójimo para decir que a veces pasa sus apuros de dinero y no prueba el té? ¡Como si todos los mortales sin excepción alguna, hubiesen de tomar té! ¿Acaso le miro yo a la gente la boca para ver lo que come? ¿A quién le he inferido yo tal ofensa? No, hija mía; ¿por qué hacerle daño a quien no hizo ninguno?
Mire: voy a ponerle un ejemplo, Varvara Aleksiéyevna: aquí tiene usted un hombre que sabe lo que se dice; servir, servir, cumplir con su deber a conciencia y celosamente…, sí, y hasta te estiman los superiores (digan los otros lo que quieran; pero lo cierto es que te estiman), y de pronto se te planta alguien delante de tus narices, y sin motivo alguno y sin venir a cuento, se pone a garrapatear un libelo a tu costa, ¡sí, señor, un pasquín como el de ese librito!
Cierto que el que inventa algo nuevo se pone muy ufano y hasta, por efecto de la misma alegría, pierde un poquito el sueño… Sí; no, no hay más que ver: se compra usted, por ejemplo, unas botas nuevas… ¡Con qué gusto se las pone! Esto es verdad; esto lo he sentido yo mismo, pues, agrada muchísimo verse calzado en unas botas finas; eso está muy bien descrito en el libro. Pero, no obstante, sinceramente le confieso que me choca que Fiodor Fiodórovich haya podido leer el libro y no darse por ofendido.
Cierto que el que inventa algo nuevo joven y gusta de pisarles los pies alguna vez a sus subordinados. ¿Por qué no habría de sentir ese gusto? ¿Por qué no habría de leerles la cartilla, puesto que de nosotros no hay quien saque partido de otro modo? Bueno: digamos que sólo lo hace por fórmula…; pero también eso es necesario. Se deben tener las riendas tirantes, se debe mostrar energía, pues de otra suerte…, aquí, entre nosotros, Várinka, sin energía sin severidad, no se consigue nada de nosotros; cada cual quiere únicamente conservar su empleo y poder decir: «Yo estoy empleado acá o allá»; pero, en cuanto a trabajar, todos buscan, cuando pueden, el modo de escurrir el bulto. Pero como hay muchas categorías y cada una de ellas requiere que se le administre la reprimenda merecida en el tono que corresponde, resulta, naturalmente, que hay también diferentes tonos cuando alguna vez el jefe les regaña a todos…, ¡lo cual está bien!
En esto se basa el mundo, hijita: en que siempre hay uno que les manda a los demás, y les tira de las riendas… A no ser por esa medida de precaución, no podría el mundo subsistir en momento siquiera, pues ¿qué sería del orden? Me maravilla realmente que Fiodor Fiodórovich haya podido dejar pasar inadvertida semejante ofensa.
Pero ¿para qué escribir nada? ¿A qué conduce eso? ¿Es que algún lector va a poder comprarse así una capa siquiera? ¿O un par de botas nuevas?… No, Várinka; el lector lo que hace es leer el libro y quedarse esperando la continuación.
La gente se esconde, se oculta, se acoquina, tiene miedo, incluso, de asomar la nariz, por temor a la burla, porque se sabe que todo cuanto en el mundo existe puede prestarse al libelo. Anda, saca a relucir en letras de molde toda tu vida, así la oficial como la doméstica; que todo se publique y se lea y provoque cuchufletas y risas. ¡Ya no es posible dejarse ver por las calles! Pero ¡aquí está todo exactamente descrito, que sólo por el modo de andar lo pueden conocer a uno! Si siquiera a lo último hubiera el autor variado algo la cosa, quiero decir que la hubiera suavizado, como por ejemplo, diciendo, después de cada uno de esos pasos en que le pone a su héroe fue siempre un ciudadano honrado y virtuoso y no se hizo acreedor a tratamiento tal de parte de sus colegas; que era obediente con los superiores y cumplía concienzudamente sus deberes (aquí hubiera podido intercalar el autor un ejemplito); que jamás deseó a nadie nada malo, y que creía en Dios y que al morir (si es que irremisiblemente tenía que morir) le lloraron todos.
Pero lo mejor hubiera sido no haberlo hecho morir al pobrecillo, sino haber arreglado las cosas de suerte que hubiera parecido su capa y que Fiodor Fiodórovich…, pero ¡qué digo!…, que aquel alto jefe hubiese estado más al tanto de sus virtudes y lo hubiese empleado en su oficina, destinándolo a un alto puesto y aumentándole el sueldo, de modo que hubiese quedado castigado el malo y la virtud triunfante… ¡Así sus compañeros de oficina habrían sentido envidia de él!
Sí; yo, por ejemplo, así lo hubiera hecho, pues así como está escrita…, ¿qué tiene de particular ni de bella la novela? ¡Se reduce, sencillamente, a un ejemplo de la humilde vida cotidiana! Y ¿cómo ha podido usted decidirse a enviarme a mí semejante libro? ¡Es un libro maligno, un libro perjudicial, como usted lo oye, Várinka! ¡Es, sencillamente, infiel a la verdad, pues es totalmente imposible que en parte alguna pueda encontrarse un empleado como ése! ¡No; tengo que quejarme, Várinka; tengo que quejarme sencilla y expresamente!
Su seguro servidor,
Makar Dievuschkin
* * *
27 de julio
Mi querido Makar Aleksiéyevich: Su carta y los últimos acontecimientos me han llenado de susto, tanto más cuanto que a lo primero no acertaba a explicarme de qué se trataba…, hasta que Fiodora me lo contó todo. Pero ¿por qué ha de desesperarse usted hasta ese extremo y sobresaltarse por semejante causa? Sus explicaciones no me han satisfecho. Makar Aleksiéyevich, en absoluto. ¿Ve usted ahora cómo tenía yo razón al insistir en aceptar aquella colocación tan ventajosa? Me aconseja especialmente mi última aventura.
Dice usted que el cariño que me tiene ha sido quien le ha hecho ocultarme muchas cosas. Yo sabía muy bien hasta qué punto le debía gratitud, aunque usted me aseguraba que sólo gastaba en mí lo superfluo; que, de otra suerte, lo hubiera guardado en la gaveta. Pero ahora que ya sé que usted no tiene ningún dinero guardado; que usted, al enterarse casualmente de mi triste situación, sólo por piedad y lástima decidió gastar en mí el sueldo, que, además, pedía por adelantado, y que durante mi enfermedad llegó usted incluso a vender sus ropas de vestir… Ahora me encuentro en un trance sumamente difícil, hasta el punto de no saber cómo interpretar lo ocurrido ni qué pensar de todo ello.
¡Ah Makar Aleksiéyevich! Usted habría debido contentarse con prestarme la más urgente ayuda por compasión y por afecto de pariente, sin propasarse, además, a esos gastos innecesarios, que representan un verdadero derroche. Usted me ha engañado, Makar Aleksiéyevich; ha abusado usted de mi confianza, y ahora que me veo obligada a oír que usted ha gastado hasta el último céntimo en comprarme a mí trajes, dulces y libros y en llevarme a excursiones y al teatro…, ahora pago yo caro todo eso con los reproches que a mí misma me hago y con el amargo pesar que siento por mi imperdonable ligereza, pues lo aceptaba todo de usted sin preguntarle de dónde procedía. De este modo todo toma ahora otro semblante, y aquello con que usted quiso darme una alegría se convierte en una carga abrumadora, y el pesar desluce el recuerdo de lo que un día fue grato.
En los últimos tiempos no dejé de notar, naturalmente, que estaba usted abatido; pero aunque yo misma, asaltada de presentimientos, barrunté algo malo, no podía ni remotamente figurarme lo que ahora sucede. ¡Cómo! Pero ¿hasta ese punto ha podido usted perder el juicio, Makar Aleksiéyevich? ¿Qué dirán ahora de usted las personas que lo conocen? ¿Es posible que usted, a quien yo, como todo el mundo, estimaba tanto por su bondad, sencillez y su dignidad, haya venido a contraer un vicio tan repugnante y que nunca, según parece, le sedujo?
¡No sé lo que pasó por mí al contarme Fiodora que lo habían encontrado a usted ebrio en la calle y que la Policía había tenido que conducirlo a su casa! Me quedé de una pieza…, y eso que ya me había yo figurado algo extraordinario, puesto que llevaba usted cuatro días sin aparecer. Pero ¿no ha pensado usted, Makar Aleksiéyevich, en lo que habrán de decir sus superiores cuando conozcan la verdadera razón de su falta a la oficina? Dicen que todo el mundo se ríe a costa de usted, y nadie ignora ya nuestras relaciones, y que sus vecinos de usted me hacen a mí también objeto de sus burlas. ¡No se preocupe usted, Makar Aleksiéyevich; esté tranquilo, por lo que más quiera!
Me trae también muy inquieta ese otro lance suyo con aquel oficial… No he podido enterarme bien, sino sólo por un rumor cogido al vuelo. Le ruego me explique en qué paró la cosa.