Me escribe usted que teme comunicarme la verdad, pues quizá se expone con ello a enajenarse mi cariño y que durante mi enfermedad, desesperado, lo vendió usted todo para poder sufragar los gastos y evitar que me llevasen a un hospital, y que se entrampó usted hasta los ojos, por lo que su patrona le da ahora escándalos todos los días… Pero, al ocultarme a mí todo eso, hacía usted lo peor que pudiera hacer. Usted quería evitarme el saber que era yo la causa de sus apuros; pero ahora, con decírmelo, me causa usted doble pena. Todo esto casi acaba conmigo, querido Makar Aleksiéyevich. ¡La desdicha es una enfermedad contagiosa, amigo mío! A los pobres y a los desgraciados debían tenerlos lejos los unos de los otros para que no se agravasen mutuamente sus miserias. Yo le he proporcionado a usted un contratiempo cual nunca lo experimentó tan grave en toda su vida. Esto me atormenta lo indecible y me quita todo brío.
Escríbame todo con sinceridad, todo lo que le sucede y cómo ha podido usted abandonarse hasta ese extremo. Tranquilícese usted si le es posible. No hablo por egoísmo, sino por el afecto y el cariño que le tengo, y que nada en el mundo podrá ahuyentar de mi corazón.
Le quiere de todas veras,
Varvara Dobroselov
* * *
28 de julio
Mi apreciable Varvara Aleksiéyevna: Sí; ahora que ya todo pasó y quedó conjurado, y de nuevo poco a poco vuelve el agua a su cauce, puedo ser sincero con usted, hija mía. Bueno; ¿conque le inquieta a usted lo que la gente piense y diga de mí? Pues me apresuro a manifestarle que en la oficina me muestran más aprecio que antes. Y después de contarle a usted mis calamidades y contratiempos, puedo comunicarle ahora que de todo eso no se ha enterado aún ninguno de mis jefes; así que todos ellos me siguen teniendo en la misma favorable opinión. Sólo una cosa temo: los chismorreos. Aquí, en casa, gritaba la patrona; pero como yo ya le he pagado, gracias a sus diez rublos de usted, parte de mi deuda, se limita ahora a gruñir por lo bajo. Y por lo que a los demás se refiere, no va peor la cosa: con no pedirles dinero, en todo lo demás son buena gente. Pero, para remate de mis explicaciones, diré a usted aún, hijita, que para mí su estimación vale más que todo el mundo, y que con no haberla perdido me consuelo en los apuros presentes. Gracias a Dios ya pasaron el primer golpe y los primeros sinsabores, y que usted es tan buena que se hace cargo de todo y no me tiene por un mal amigo y un hombre egoísta al haberme empeñado en retenerla aquí con nosotros y engañarla, pues yo la quería y no tenía valor para separarme de usted, ángel mío. Me he aplicado de nuevo con todo fervor a mi tarea, y me afano para reparar mi yerro cumpliendo fielmente mis deberes burocráticos. Yevstafii Ivánovich no dijo ayer palabra al pasar yo a su lado.
No quiero ocultarle a usted, hijita, que mis deudas y el mal estado de mi traje me contrarían grandemente; pero esto ya se arreglará, y, entre tanto, yo le suplico a usted no se preocupe de cosas menudas.
Me envía usted otro medio rublo, Várinka, este medio rublo me ha traspasado el corazón. ¡De modo que así anda ahora la cosa y así se han vuelto las tornas! No soy yo, el viejo imbécil, quien le ayuda a usted, angelito, sino usted, mi pobre huerfanita, quien me ayuda a mí. Hay que dar gracias a Fiodora, que procuró el dinero. Yo no tenía la menor idea de poder hacer nada en ninguna parte, hija mía; pero usted, en cuanto sepa de alguna posibilidad, dígamelo, y yo le escribiré más detalladamente. ¡Los chismorreos, sólo los chismorreos me inquietan!
Quede usted con Dios, hija mía. Beso sus manecitas y le suplico rendidamente que haga por ponerse del todo buena. Le escribo con tanta brevedad, porque debo darme prisa para ir a la oficina, pues quiero, con el celo y la aplicación, compensar mis faltas y tranquilizar poco a poco mi conciencia. Un relato más detallado de mis incidentes, así como de aquel lance con los oficiales, son cosas que dejo para esta noche. Ahora no tengo tiempo.
Su amigo que la respeta y quiere,
Makar Dievuschkin
* * *
28 de julio
Mi querida Várinka: ¡Ah Várinka, Várinka! Ahora la culpa es suya, y habrá de pesar sobre su conciencia. Con su carta ha acabado usted con las últimas fuerzas de superioridad que me quedaban y me ha aturdido por completo; hasta este momento, en que he podido pensar en ello con toda calma y arrojar una mirada hasta lo más profundo de mi corazón, no he podido ver y darme perfecta cuenta de que yo tenía razón. Razón sobrada. No hablo ahora de mis tres días terribles (sea buena, hijita, ¡no hablemos más de eso!), sino que me limito a insistir en que yo le tengo a usted cariño y en modo alguno era absurdo que yo la quisiese a usted; ¡no, señor; en modo alguno lo era! Pero usted, hijita, no sabe aún de la misa la media. ¡Si usted supiese cómo fue eso, cómo llegué yo a tomarle cariño, se expresaría usted de otro modo! Usted dice ahora eso, y yo estoy convencido de que en su corazón piensa otra cosa.
Mire, hijita: si le he de decir la verdad, yo mismo no sé exactamente qué fue lo que me ocurrió con aquel oficialete. Debo confesarle, ángel mío, que hasta ese momento me encontraba yo en la situación más espantosa. Imagínese usted, hija mía, que yo llevaba ya todo un mes pendiente, como quien dice, de un cabello. Mis apuros eran tan grandes, que yo no sabía ya qué iba a ser de mí. A usted se lo ocultaba yo, y aquí, en casa, también conseguía disimularlo; pero la patrona se encargaba de decírselo a todo el mundo. Yo no me habría apurado por eso mucho, y la habría dejado gritar cuanto quisiese a esa tía escandalosa; pero, en primer lugar, era eso una vergüenza, y, en segundo, tenga usted en cuenta que, no sé por dónde, se había enterado ella de nuestra amistad y se ponía a decir tales cosas en la casa respecto a nosotros, que yo me mareaba y tenía que taparme los oídos. Pero los demás huéspedes no se los tapaban, sino que, muy al contrario, los abrían de par en par. Tampoco sé yo ahora, hijita, dónde esconderme de ellos…
Pues bien; mire usted, angelito mío: yo no estaba hecho a semejante turbión de desdichas de toda índole. Y he aquí que de pronto hube de enterarme por Fiodora de que un tipo insignificante se había presentado en vuestra casa y díchole a usted no sé qué cosas ofensivas. Que usted debía de haberse dolido mucho de la ofensa eso podía yo, hija mía, juzgarlo por mí mismo, pues también a mí me había lastimado en lo más vivo. Bueno…; pues nada, hijita: que perdí el juicio, perdí la cabeza y me perdí yo también. Me entró, Várinka, una cólera tan fuerte como en toda mi vida experimentara. Inmediatamente quise correr en busca de aquel tío, de aquel seductor, para el que nada había sagrado en este mundo. Aunque, a decir verdad, ni yo mismo sé lo que quería. Pero sí; lo que yo quería era que nadie la ofendiese a usted, ángel mío. ¡Bueno!… ¡Qué tristeza! Lluvia y fango fuera, y dolor y pesar dentro, ¡en el alma!… Ya pensaba yo en volverme… Pero en aquel instante sucedió lo fatal. Me di de manos a boca con Yemelia, con Yemelia Ilich…, el cual es un compañero de oficina, es decir, lo era, porque ahora ya no lo es, pues lo han dejado cesante por no sé qué causa… Ignoro en qué se ocupará ahora… Ya habrá sabido meter la cabeza en algún sitio… Bueno. Yemelia se pegó a mí, y seguimos juntos luego… Sí; hay que decirlo todo, Várinka, aunque no habrá de causarle ninguna alegría enterarse de los malos pasos y yerros de su amigo… y escuchar el relato de todas mis aventuras. Al tercer día, a eso del oscurecer…, Yemelia, Dios le perdone, había estado azuzándome… Me fui, por último, a ver al tenientito. Yo me había enterado de sus señas por nuestro criado. Ya hacía tiempo…, ahora viene a pelo decirlo…, que yo tenía entre ceja y ceja a ese pollo; le había observado muy bien cuando estaba de huésped en casa. Ahora comprendo, sin embargo, que no me conduje correctamente, pues no estaba nada despejado cuando le hice anunciar mi visita. Y luego, luego, hijita, ya no sé, francamente, lo que sucedió. Sólo recuerdo que estaban con él muchísimos oficiales, aunque es posible, vaya usted a saber, que yo lo viera todo doble. Tampoco sé a punto fijo lo que yo hiciera allí; sólo creo recordar que me puse a hablar por los codos y poseído de una indignación honrada. Luego, finalmente, me echaron entre todos y rodé escaleras abajo, aunque no es verdad, en último término, que me echasen literalmente, sino que yo me eché a mí mismo. Cómo pude volver a casa, eso sólo Dios los sabe. ¡Ahí tiene usted todo, Várinka! Yo, naturalmente, me he comprometido mucho, y con ello ha padecido no poco mi reputación; pero nadie sabe del todo lo ocurrido, ninguna persona extraña, nadie, quitándola a usted; de modo que, en fin de cuentas, es como si no hubiese pasado nada. ¿Será quizá así, Várinka de mi alma? ¿Qué le parece a usted? Lo único que me consta de fijo es que el año pasado Aksentii Osípovich le puso las manos encima a Piotr Petróvich; pero no lo hizo públicamente, sino a solas. Le rogó que pasara al cuarto de guardia; pero yo lo presencié todo por casualidad; bueno; pues cuando allí lo tuvo, la emprendió con él como creyó oportuno, pero guardándole todos los respetos, pues, como le digo, nadie se enteró del lance… sino yo. Sólo que yo, claro…, no soy nadie, es decir, que si me preguntaran me limitaría a decir que nada había oído, por lo que es absolutamente igual que si de nada me hubiese enterado. Bueno; pues luego de eso, Piotr Petróvich y Aksentii Osípovich han continuado tratándose como si tal cosa. Piotr Petróvich es, como usted sabe, muy orgulloso, y ha tenido buen cuidado de no decirle a nadie nada, y ahora ambos, cuando se encuentran, se saludan y hasta se dan las manos, cual si nada hubiera sucedido entre ellos.
No le digo que no, Várinka; no me atrevo a contradecirla; comprendo yo mismo que he caído muy bajo, y hasta, lo que es más horrible, que he perdido mucho de mi dignidad. Pero probablemente todo esto estaría escrito desde el día que nací; ése sería mi sino…, y al sino, como usted sabe, no hay quien pueda darle esquinazo.
Conque ya tiene usted aquí, Várinka, la relación circunstanciada de cuanto hubo de ocurrirme en mis apuros y desventuras. Como usted ve, son de una índole tal, que más vale no hablar de ello. Estoy enfermo, Várinka, y han huido de mí todos los buenos sentimientos. Pongo fin a estas líneas reiterándole a usted, Varvara Aleksiéyevna, la seguridad de mi afecto, aprecio y estimación, y quedo su servidor más fiel,
Makar Dievuschkin
* * *
29 de julio
Mi querido Makar Aleksiéyevich: He leído su carta y batido palmas. ¡Dios mío, Dios mío! Mire usted, amiguito: o me oculta usted algo, o sólo me ha escrito una parte de sus calamidades, o…, verdaderamente, Makar Aleksiéyevich, será que yo no acabo de entender bien su carta… Venga usted hoy a verme, ¡por lo que más quiera! Y oiga usted: venga, sencillamente, a comer con nosotras. Yo no sé qué vida hace usted ahí ni cómo está ahora con la patrona. Usted no me dice nada de eso en sus cartas, y no parece sino que lo hace con toda intención, como si no quisiera decírmelo.
Conque hasta la vista, amiguito; venga usted hoy sin falta. Pero sería lo mejor que viniese a comer con nosotras, Fiodora guisa muy bien. Hasta luego, pues. Suya,
Varvara Dobroselov
* * *
1 de agosto
Mi querida Varvara Aleksiéyevna: Usted se alegra, hijita, de que Dios Nuestro Señor le ofrezca hoy una oportunidad de pagar bien con bien y demostrar su gratitud. Creo en esto, Várinka, y creo en la bondad de su corazón, y no he de dirigirle a usted ningún reproche; pero usted tampoco me los habrá de dirigir como en otro tiempo, tildándome de dilapidador. Yo incurrí en ese pecado una vez… ¡Qué hemos de hacerle!… Si es que usted se empeña en sostener que eso sea pecado. Aunque, créalo usted, Várinka, ¡duele oírle decir a usted precisamente esas cosas!
Pero no me tome usted a mal el que yo le hable así. ¡Tengo todo dolorido el corazón, hijita! Los pobres somos tercos… Lo ha dispuesto así la naturaleza. Yo lo había observado y sentido así ya antes de ahora. El pobre es susceptible; ve el mundo de otro modo, mira a cada transeúnte de soslayo, con recelo, y coge al vuelo la menor palabra… ¿Si estarán hablando de él? ¿Si será que están comentando en voz baja su desastrado aspecto? ¿Si no se estarán preguntando qué es lo que hace ahora? ¿Quién sabe si inquirirán también cómo se las bandea, cómo sale del paso? Todos sabemos, Várinka, que un hombre pobre es peor que un pingajo y que, dígase lo que se quiera, no puede merecerle a nadie la menor estimación. Porque por más que escriban esos literatuelos, un pobre siempre será un pobre con todas sus consecuencias. Y ¿por qué ha de ser siempre un pobre? Pues porque en un hombre pobre, todo, por decirlo así, debe estar con el lado izquierdo hacia afuera, no puede tener nada guardado en lo más íntimo, ningún orgullo, por ejemplo, ni otro sentimiento análogo, pues no se lo tolera. No hace mucho decíame Yemelia que una vez hicieron para él una colecta no sé dónde, y que por cada céntimo que le dieron tuvo que sufrir poco menos que una investigación. Aquellos tíos pensaban que no debían darle, así como así, sus limosnas… ¡Nada de eso! Pagaban para que les enseñasen a un pobre. Hoy, hijita, resultan muy particulares los beneficios… ¡Quizá lo hayan sido siempre, quién sabe! O será que no lo entiende la gente, o que lo entiende ya de sobra… Una de las dos cosas.
¿Ignoraba usted esto, por ventura? ¡Pues no lo olvide ahora! Créame usted, Várinka, que si sobre otras muchas cosas no sé absolutamente nada…, lo que es sobre ésta sé más que muchos. Pero ¿de dónde puede un individuo saber estas cosas? Y, sobre todo, ¿por qué, piensa así? Sí, ¿de dónde lo sabe?… Pues… por experiencia. Exactamente igual que ese señorito que camina a su lado y dentro de un instante entrará en un restaurante, ya pensando para sus adentros: «¿Qué tendrá para comer este mediodía ese empleaducho? Yo voy a pedir ahora mismo sauté aux papillotes, mientras que él es posible que tenga que contentarse con una papilla sin manteca». Pero ¿qué le importa a él que yo sólo tenga para comer una papilla sin manteca? Sí, hay hombres así, Várinka; existen verdaderamente esos hombres que sólo piensan esas cosas. Y se mueven entre nosotros esos tipos inútiles, esos fisgones y chismosos, y por todas partes se cuelan, mirando a ver si pisa uno con toda la planta o sólo con la punta del pie, tomando nota de si este empleado o aquel otro de tal o cual oficina llevan botas por las que se les asoma el dedo gordo, o tienen rozadas las mangas del uniforme por los codos, todo lo cual lo escriben luego sin omitir detalle, y sin más preámbulo lo dan a la imprenta, y allá te va… Pero ¿qué les importa a ellos que yo tenga gastadas las mangas de mi uniforme por los codos? Sí; si usted me perdona lo fuerte de la expresión, le diré, Várinka, que un pobre en ese estado siente una vergüenza idéntica al pudor virginal de usted. Usted —perdone este burdo ejemplo— no se desnudaría delante de todo el mundo, ¿verdad? Pues vea: exactamente igual, con el mismo desagrado, ve el pobre que meta nadie la nariz en su perrera para fisgar cómo viven él y lo suyos. ¿Qué razón existe, Várinka, para ofenderme a mí justamente con mis enemigos, que han faltado al honor y a la buena reputación de un hombre honrado?
Bueno; pues esta mañana estaba yo sentadito en mi oficina, completamente callado y absorto, cuando me hube de imaginar mi propia figura cual la de un gorrión sin plumas, de suerte que llegué a sentir deseos de morirme de puro avergonzado. ¡Me daba vergüenza, Várinka! Es que sin querer pierde uno el valor cuando sabe que por los sietes de las mangas se le ven los codos y que los botones de la chaqueta están pendientes de un hilito. ¡Y yo lo tendía todo como maleficiado y en completo abandono! Y sin querer pierde uno el valor. Sí, ¿qué de raro tiene? El mismo Stepán Kárlovich, al hablarme de algo relacionado con el servicio, empezó, sí, hablándome de eso, y luego, de pronto, sin darse cuenta, exclamó: «¡Ay Makar Aleksiéyevich!»; pero no llegó a decir lo otro, lo que pensaba en sus adentros; sólo que yo lo adiviné todo y me puse colorado, hasta el punto de que la calva misma se me debió de teñir de rosa. Eso, en el fondo, no significa nada, pero siempre causa cierta inquietud y le da un rumbo melancólico a nuestro pensamiento. ¿Ha sentido usted alguna vez algo semejante? Sí, verdaderamente, hablándole con franqueza, tengo vehementes sospechas acerca de cierto individuo. ¡Con esos bandidos no hay quien pueda! ¡Lo despojan a uno sin más ni más! ¡Son capaces de vender de balde su vida, Várinka! ¡Para ellos no existe nada sagrado!
¡Yo sé ya de quién fue esa hazaña; fue obra de Ratasayev! Éste debe de tener amistad con alguno de nuestra oficina, y habrá ido allá y le habrá dicho algo al interesado, probablemente poniendo en el relato algo de su cosecha. Si no es que lo ha contado en su oficina y de allí se ha corrido el cuento por otras dependencias de la casa, hasta llegar a nuestro negociado. En casa están todos perfectamente enterados y hasta señalan con el dedo a su ventana de usted. Me consta que lo hacen. Y ayer a mediodía, al dirigirme a su casa de usted para comer con ustedes, se escondieron detrás de las ventanas, asomando la cabeza con mucho cuidado para que no los viéramos, y la patrona decía que el diablo había hecho un pacto con un niño de pecho, y luego se explayaba de un modo aún más indecente a cuenta de usted.
Pero todo esto no es nada comparado con el escandaloso designio de Ratasayev de sacarnos a ambos en una de sus noveluchas y describirnos en una donosa sátira. Así lo ha dicho él mismo y así me lo han advertido algunos buenos amigos de la oficina. Yo no puedo pensar ya en otra cosa, hijita, y no sé qué partido tomar. Sí…, aunque haya uno olvidado ya sus pecados, hemos enojado mucho a Dios ambos, ¡ángel mío!
Quería usted, hijita, enviarme un libro para que no me aburriese. Déjelo usted por ahora, nena; ¿para qué lo necesito? Y ¿de qué libro se trata? ¡No será todo de cosas de la realidad! Pero también las sátiras y las novelas son disparates, escritas con propósito de decir desatinos, y para que las personas ociosas tengan algo que leer. Crea, hijita, lo que le digo: haga usted caso de mis muchos años de experiencia. Y si empezamos por Shakespeare —¡vea usted, la literatura cuenta con un Shakespeare!—, ¡ese mismo Shakespeare es un puro disparate y nada más que un disparate, un puro librejo de burla y escarnio, escrito por esos garrapateadores para divertir al público!
Suyo,
Makar Dievuschkin
* * *
2 de agosto
Mi querido Makar Aleksiéyevich: Por favor, ¡no se inquiete usted! Dios nos dará su ayuda y ya verá cómo todo se arregla. Fiodora ha encontrado para las dos mucho trabajo, y en seguida, muy contentas, nos hemos puesto a hacerlo. Quizá con esto tengamos para poner de nuevo todas las cosas en orden. Me ha dicho Fiodora que ella cree que Ana Fiodórovna está muy enterada de todos mis contratiempos últimos; pero a mí me es de todo punto indiferente. Yo estoy hoy resueltamente alegre.
Conque quería usted tomar dinero a rédito… ¡Dios le libre de hacer tal cosa! Con eso no haría usted más que agravar sus males, pues tendría que pagar luego mayor cantidad, y ya sabe usted lo difícil que es eso. Haga usted ahora una vida más económica, venga con más frecuencia a vernos y no se preocupe usted por lo que diga su patrona. Cuanto a sus otros enemigos y todas las demás personas que piensan mal de usted, convencida estoy de que usted se tortura con aprensiones totalmente infundadas. Makar Aleksiéyevich.
También podía usted estimar un poquito más su estilo; no es ésta la primera vez que le digo que escribe usted de un modo incomparable. Bueno, hasta la vista. Conste que le espero sin falta. Suya.
V. D.
* * *
3 de agosto
Angelito mío, Varvara Aleksiéyevna: Me apresuro a comunicarle, alma mía, que vuelvo a tener nuevas perspectivas y nuevas esperanzas. Pero antes permítame usted, alma mía, que le diga una cosa: ¿opina usted que yo no debo tomar dinero a rédito? ¡Pero si no es posible salir adelante de otro modo, palomita mía! A mí me va la cosa mal; pero ¿y ustedes, a las cuales puede ocurrirles algo de improviso? ¡Anda usted siempre tan delicadita! Por eso digo que es imprescindiblemente necesario el tomar algún dinero a rédito. Y ahora, escúcheme usted.
Debo hacerle presente, ante todo, que yo tengo mi asiento en la oficina al lado de Yemelia Ivánovich. Este Yemelia no es aquel otro individuo del mismo nombre del que ya la hablé a usted. Es, lo mismo que yo, un funcionario del Estado. Ambos somos los más antiguos del negociado, los veteranos, como nos suelen llamar. El tal Yemelia es un hombre bonísimo, sin pizca de egoísmo, pero apenas si habla dos palabras seguidas, y para que usted vea lo que son las cosas, tiene todo el aspecto de un verdadero oso. Trabaja a conciencia en la oficina, escribe con buena letra inglesa y, si he de decir la verdad, no lo hace peor que yo. Es, además, un hombre verdaderamente honrado. Nosotros no hemos tenido nunca lo que se dice intimidad, limitándonos al cambio de saludos: «¡Buenos días!», y «¡Quede usted con Dios!»; pero suele ocurrir a veces que yo, por ejemplo, necesito un cortaplumas, y entones voy y le digo: «Querido Yemelia Ivánovich, ¿podría usted dejarme su cortaplumas un momentito?». Verdadera conversación no la hemos sostenido nunca; pero, no obstante, hemos cambiado esas palabrillas que es costumbre se crucen entre empleados que trabajan en la misma mesa. Bueno, pues verá usted. Hoy, el tal Yemelia hubo de decirme de pronto: «Makar Aleksiéyevich, ¿por qué está usted tan pensativo?».
Yo pude advertir que él me hablaba con la mejor intención y… fui y me confié a él. Abríle el pecho y se lo conté todo, de pe a pa; es decir, todo no se lo conté…, y, naturalmente, si Dios me tiene de su mano, no se lo contaré nunca a nadie, porque me faltaría el valor, Várinka; pero sí le referí algunas cosas; en otras palabras: que le confesé que me encontraba en un apuro de dinero, etc., etc.
—Pero, padrecito —me dijo Yemelia Ivánovich—, usted podría encontrar quien le diese dinero a rédito, por ejemplo Piotr Petróvich, que presta con su tanto por ciento. También yo le he tomado dinero a préstamo. Y puedo asegurarle a usted que no me lleva un interés muy elevado, ¡no, señor!
Ahora bien: Várinka, al oírle, empezó a darme saltos el corazón de puro alegre… ¡Cómo me palpitaba! Pensaba, y pensaba, y ponía toda mi confianza en Dios, que, ¡quién sabe, quizá le inspire a Piotr la idea de prestarme dinero! Y en seguida me puse a echar la cuenta, a ver la forma como podría yo pagarle a la patrona y ayudarle algo a usted, y darme yo una vueltecita también para adquirir de nuevo aspecto humano…, pues estoy hecho ya una verdadera vergüenza, y me la da a mí de sentarme en mi sitio, eso sin contar con que los jóvenes se están siempre riendo de uno… ¡Dios los perdone! Pero es que también Su Excelencia pasa algunas veces junto a nuestra mesa, y si alguna vez… ¡Dios nos libre y nos guarde!… al pasar, le diera por echarme una miradita y fijarse en que voy vestido de una manera impropia…, porque ha de saber usted que Su Excelencia considera el primor y el orden como lo más importante en el mundo. Probablemente no diría nada, pero yo, Várinka, yo creo que me moriría de vergüenza en el acto… Como se lo digo a usted. Así que hice acopio de valor, disimulé todo lo que pude mi susto y me fui a ver a Piotr Petróvich, lleno, por una parte, de esperanza, y por otra, de inquietud…
Bueno; pues todo esto, Várinka, paró en… nada. Estaba el sujeto muy ocupado, hablando, por cierto, con Fedosei Ivánovich. Yo me acerqué a él y le di un golpecito con mucha discreción en el brazo, como dándole a entender que tenía necesidad de hablarle. Él se volvió a mirarme, y… entonces fui yo y, poco más o menos, le dije lo siguiente: «Tal y cual, etc.
Piotr Petróvich, si puede ser, aunque sólo sea unos treinta rublos…». Él, a lo primero, pareció no haberme comprendido; pero yo volví a explicárselo todo. Y entonces él fue y se echó a reír, pero sin decirme palabra. Yo empecé de nuevo con mi retahíla, y entonces él me preguntó: «¿Tiene usted alguna garantía?»; luego volvió a abismarse en sus papeles y continuó escribiendo, sin siquiera dirigirme una mirada. Todo lo cual hubo de cohibirme un poco. «No —le dije—, garantía no tengo, Piotr Petróvich». Y le expliqué: «Pero yo le devolveré el dinero, en cuanto cobre mi sueldo de este mes, y eso será lo primero que haga y mi primera obligación». En aquel momento lo llamó no sé quién y salió de la oficina, donde yo me quedé aguardándolo. No tardó en estar de vuelta. Se sentó, aguzó su pluma… y, a todo esto, sin reparar en mí. Pero yo volví a la carga, diciéndole: «Conque, Piotr Petróvich, ¿no habría modo de arreglar el asunto?».
Él no decía nada, y parecía como si no me hubiese oído, en tanto yo permanecía de pie, está que está… «Bueno —pensaba yo—, lo intentaré otra vez, la última», y volví a tocarle en una manga. Pero él no despegó los labios, Várinka; quitóle un pelillo a la pluma y siguió escribiendo. Entonces yo me retiré de allí.
Mire usted, hijita: puede que estos sujetos sean muy honorables; pero como soberbios, sí que lo son, y no poco… ¡A ellos no hay forma de llegar, Várinka! Y para que usted lo sepa es por lo que le he contado este episodio.
Yemelia Ivánovich se echó al punto a reír y movía la cabeza; pero el pobre, como es muy bueno, no quería quitarme las esperanzas. Yemelia Ivánovich es realmente un hombre bueno. Me ha prometido recomendarme a cierto individuo que vive en la parte de Viborg[13] y que también presta dinero. Dice Yemelia Ivánovich que ese individuo me dará el dinero sin falta. ¿Qué le parece a usted? ¡Sin dinero no hay forma de salir adelante! Mi patrona me ha amenazado ya con echarme de la casa y con no dejarme sentar a la mesa. Y tengo las botas en un estado deplorable, hijita, ¡y me faltan la mar de botones y quién sabe cuántas cosas más! ¡Y si le diera por fijarse en mí alguno de los jefes!… ¡Una verdadera desdicha, Várinka; una verdadera desdicha!
Makar Dievuschkin
* * *
4 de agosto
Querido Makar Aleksiéyevich: ¡Por el amor de Dios, Makar Aleksiéyevich, procúrese usted tan pronto como pueda el dinero! Yo, naturalmente, en las actuales circunstancias, no reclamaría su ayuda a ningún precio, ¡pero si supiera usted en qué situación me encuentro…! ¡No puedo continuar en este piso, necesito mudarme! ¡He sufrido los más desagradables contratiempos y no puede usted figurarse qué excitada y desesperada estoy!
Imagínese usted, amigo mío; esta mañana presentóse en casa inopinadamente un señor extranjero, un hombre ya de edad, casi un anciano, con una condecoración al pecho. Yo estaba muy asombrada y no comprendía qué era lo que deseaba. Fiodora había salido a comprar no sé qué. El visitante empezó a hacerme preguntas: que qué vida hacía yo; que en qué me ocupaba, y luego…, sin aguardar contestación…, salió diciendo que era el tío de aquel oficial de marras y que le había disgustado mucho la incorrecta conducta de su sobrinillo; sobre todo, que hubiera puesto mi buena reputación en entredicho… Que su sobrino era un tarambana, que en nada reparaba; pero que él, como tío suyo, se creía obligado a compensar sus faltas y a tomarme bajo su protección. Me aconsejaba, además, que no les hiciese caso a los jovencitos; que él, en cambio, sentía por mí la compasión de un padre y un amor paternal y estaba dispuesto a ayudarme en todos sentidos.
Yo me puse encarnada, mas no sabía qué pensar de aquello, pues, naturalmente, no estaba entonces para pensar en nada. Él me cogió la mano y me la estrechó sin soltármela; por más que yo hacía para zafarme, me dio unas palmaditas en las mejillas, diciendo que era muy bonita y que le gustaba mucho, encantándole, sobre todo, los hoyuelos que se me formaban en los carrillos. Siguió hablando por los codos…, y, finalmente, hizo intención de darme un beso… «¡Como soy ya un viejo!», decía. ¡Qué baboso estaba!… En aquel instante llegó de la calle Fiodora. El caballerete se quedó un poco cortado, insistió en que estimaba, sobre todo, mi modestia y mi buena educación, y añadió que celebraría mucho que yo le perdiera el miedo. Luego llamó aparte a Fiodora y quiso ponerle dinero en la mano, con no sé qué pretexto. Fiodora, naturalmente, se lo rechazó.
Visto lo cual, despidióse él; volvió a repetir que lo sentía mucho, y prometió hacerme de allí a poco otra visita y traerme unos pendientes (creo que a lo último estaba un poco cohibido). Me aconsejó, además, que me mudase a otra casa, recomendándome una que es muy mona y no me costaría nada. Repetía que yo le había inspirado un afecto especial, por ser una muchacha honrada y discreta. Luego volvió a encarecerme que tuviese mucho cuidado con los jóvenes libertinos, y, finalmente, explicóme que conocía a Anna Fiodórovna y que ésta le había encargado me dijera que no tardaría en hacerme una visita. ¡Entonces lo comprendí todo! No puedo dar razón de lo que me sucediera… Era la primera vez que sentía eso y también la vez primera que en tal situación me encontraba: ¡estaba fuera de mí! Yo le eché en cara su proceder…, y Fiodora se puso a mi lado y lo echó materialmente del cuarto. Todo esto es, naturalmente, obra de Anna Fiodórovna… Pero ¿por dónde habrá podido enterarse de estas cosas nuestras?
Pero yo me dirijo a usted, Makar Aleksiéyevich, y le ruego me proteja. ¡Ayúdeme usted; por el amor de Dios, no me deje en este apuro! Por favor, procúrenos usted dinero, aunque sea poco, pues no tenemos absolutamente con qué costear los gastos de una mudanza y por ningún concepto podemos seguir viviendo aquí. Fiodora piensa sobre esto lo mismo que yo. Necesitamos, por lo menos, veinticinco rublos. Yo le devolveré a usted esa cantidad, ¡que ganaré con mi trabajo! Fiodora me traerá de aquí a unos días labor; así que no se vaya a asustar de que el interés sea muy elevado; no se fije usted en ello y acepte todas las condiciones. ¡Todo, todo se lo devolveré yo a usted; pero no me abandone usted ahora, por el amor de Dios! Me cuesta un gran esfuerzo irle a usted con esta súplica en las circunstancias actuales; pero usted es mi único amparo, ¡mi única esperanza!
Siga usted bien, Makar Aleksiéyevich, piense en mí y que Dios le atienda.
V. D.
* * *
4 de agosto
Varvara Aleksiéyevna, palomita mía: Mire usted, son esos golpes inesperados precisamente los que me desconciertan. ¡Esas plagas espantosas son exactamente las que dan en tierra conmigo! Esos pisaverdes insulsos y esos vejetes despreciables acabarán por llevarnos al lecho del dolor, no sólo a usted, ángel mío, con tantos sofocos como le proporcionan, sino también a mí, a quien le darán la puntilla los muy tunos. ¡Lo harán como se lo digo, hijita! ¡Pero primero me dejaría yo matar que no ayudarla a usted! Porque si yo no pudiera ayudarla, Várinka, eso sería para mí la muerte, mi verdadera muerte. Pero en cuanto la haya podido yo acorrer, huya usted de mí en seguida, Várinka, como un pajarillo, pues sólo así se verá libre de esa partida de avechuchos y aves de rapiña que ahora rondan su nido. Aunque esto, hija mía, es lo que más me atormenta. Pero yo también sufro por su culpa, Várinka. ¿Cómo puede usted ser tan cruel? ¡Cómo puede serlo! A usted atormentan, a usted la ofenden, a usted, pajarito mío, corazoncito mío, la hacen sufrir continuamente y, por consecuencia…, todavía se crea usted preocupaciones que también me traen desazonado a mí y me promete devolverme y sacarlo de su trabajo, lo cual quiere decir, en realidad, que usted, con lo delicada que está, va a ponerse a trabajar a destajo, a fin de poderme dar el dinero en el plazo convenido. ¿Ha pensado usted bien, Várinka, en lo que promete? ¿Por qué ha de coser y trabajar y torturarse su pobre cabecita con preocupaciones y estropearse la salud? ¡Ah Várinka, Várinka!
Mire usted, palomita mía: yo no valgo nada, absolutamente nada; me consta que para nada valgo, pero ya me las arreglaré de forma que algo valga. Yo venceré todas las dificultades, yo me buscaré trabajo particular, haré copias para nuestros literatos, iré a verlos, sí; iré a verlos y les pediré trabajo, pues necesitan buenos copistas, ¡me consta que los andan buscando! Pero usted es preciso evitar que de tanto trabajar se ponga enferma; ¡por nada del mundo lo consentiré!
Yo buscaré, sin duda alguna, buscaré dinero y lo hallaré; que me muera antes de no hacerlo así. Me escribe usted, palomita mía, que no me asuste por lo elevado del interés; segura puede estar de que no me asustaré por ello; ¡resueltamente no me asustaré ya por nada! Tomaré prestados cuarenta rublos, hijita. ¿No será poco, Várinka? ¿Qué le parece a usted? ¿Me prestarán a mí cuarenta rublos sin más garantía que mi palabra? Lo que yo deseo saber, hija mía, es si usted me cree capaz de inspirarle confianza a cualquiera sólo a la primera mirada. Por la expresión del semblante quiero decir, y, sobre todo…, ¿podrán formar de mí con sólo verme una opinión favorable? Piénselo usted bien, angelito mío, piénselo bien. ¿Puedo hacer yo una buena impresión en quien me ve por vez primera? ¿Soy yo un hombre así? ¿Qué le parece? Mire usted: siento, a pesar de todo, una angustia…, ¡una angustia enfermiza, verdaderamente enfermiza!
De los cuarenta rublos le daré a usted veinticinco, Várinka: dos a la patrona, y el resto me lo reservaré yo para mis gastos.
Verdaderamente, a la patrona debería yo darle más dinero; sí, debería dárselo sin remisión, pero piense usted bien hijita; haga la cuenta de las cosas que necesito más imprescindiblemente, y verá cómo no es posible que de ningún modo pueda darle más dinero… Así que no hay que preocuparse más ni hablar más del asunto, sino dar por resuelta la cuestión. Por cinco rublos me compro un par de botas. Porque le confieso, en verdad, que no sé si mañana me atreveré a presentarme en la oficina con las que llevo puestas. También me vendría muy a pelo una corbata, pues la que ahora tengo lleva ya casi un año de uso; pero como usted de un delantal viejo no sólo me hizo una pechera, sino también una corbata, no hay que pensar por ahora en comprar una nueva. De modo que tenemos ya botas y corbata. Ahora nos faltan los botones, hijita. Usted convendrá conmigo en que de los botones no puedo prescindir y a mi casaca de uniforme se le han caído ya más de la mitad. Yo tiemblo cuando pienso que pudiera suceder que Su Excelencia se fijase en semejante muestra de abandono y dijese con mucha razón… cualquier cosa. No tendría que decirme más de una, pues de fijo que me quedaba muerto en el acto, pero muero de repente, pues de vergüenza, sólo de pensarlo, creo exhalar el ánima. Sí, hija mía, no podría sobrevivir a ese bochorno… De modo que, después de satisfechas esas atenciones, me quedan sus buenos tres rublos para vivir y para comprarme una librita de tabaco, pues el tabaco para mí es la vida, y hoy hace ya nueve días que mi pipa no echa humo. Con franqueza le confieso que yo habría comprado el tabaco, aun sin decírselo a usted antes, sólo que me avergüenzo de ello ante mi conciencia. Usted es una desdichada que se priva de todo y yo voy a procurarme deleites. Así que se lo prevengo a usted para evitarme remordimientos de conciencia. Le confieso sinceramente, Várinka, que me encuentro actualmente en una situación sumamente desesperada; es decir, como nunca la había experimentado en mi vida. La patrona me desprecia; de estimación o respeto, ni pizca. Por todas partes faltas, por todas partes deudas; pero en la oficina, donde los compañeros nunca me bailaron el agua de nieve…, bueno, de la oficina más vale no hablar. Yo lo disimulo todo, procuro el primero ocultarlo todo y hasta ocultarme yo mismo; cuando entro en la oficina hago todo lo posible por pasar inadvertido y me escurro por entre los compañeros. Yo sólo tengo valor para contárselo a usted todo francamente… Pero ¿y si no me dieran el dinero?
No; es mejor, Várinka, no pensar en ello y no atormentarse con semejantes figuraciones, que ya por adelantado le quitan a uno el valor. Yo sólo le escribo a usted estas cosas para prevenirla y ponerla en guardia, a fin de que no piense en ello ni se atormente con otras ideas tristes. ¡No lo haga usted así! Pero, Dios mío, ¡qué sería de usted! Seguramente no podría mudarse de cuarto y tendría que seguir siendo mi vecina…, pero no, no podría resistir ese golpe; sencillamente, en ese caso, me metería debajo de la tierra, ¡desaparecería, sucumbiría!
Aquí tiene usted otra epístola larga, y en vez de garrapatear tanto hubiera mejor afeitándome, pues afeitado parece uno más primoroso y respetable, lo cual significa mucho y siempre ayuda no poco a allanarle a uno el camino para encontrar lo que busca. ¡Conque sea lo que Dios quiera! Yo pediré el dinero y luego… me abriré camino.
Makar Dievuschkin
* * *
5 de agosto
Querido Makar Aleksiéyevich: ¡Si usted por lo menos no desesperase! Tenemos ya sin eso tantas preocupaciones… Le envió a usted treinta copeicas, que es todo lo que puedo. Cómprese usted con ellas lo que le haga más falta para poder tirar por lo menos hasta mañana. Nosotras eso es casi lo único que tenemos… ¡Qué va a ser mañana de nosotras!… No lo sé. ¡Qué tristeza, Makar Aleksiéyevich! Pero no debe usted quebrarse la cabeza con preocupaciones. Que no le han dado a usted nada, bueno, ¡qué le vamos a hacer! Dice Fiodora que, después de todo, no estamos tan mal, que todavía podíamos seguir aquí un poco…, y que aun cuando nos trasladásemos a otro cuarto no habríamos ganado gran cosa, pues quien se lo propusiera siempre daría con nosotras. Desde luego que, a pesar de todo, no es nada agradable continuar aquí. Si no tuviera tanta pena, le escribiría a usted de otras cosas más.
Pero ¡qué carácter más raro el suyo, Makar Aleksiéyevich! Todo lo toma usted muy a pecho, por lo cual ha de ser usted el más desdichado de los hombres. Leo con toda atención sus cartas y veo por ellas que usted se preocupa y atormenta por mí hasta un punto como usted mismo nunca se preocupó ni apuró por su persona. Naturalmente, todo el mundo diría que eso es que usted tiene muy buen corazón. Pero yo digo que lo tiene demasiado bueno. Si me atreviera, le daría a usted un consejo afectuoso, Makar Aleksiéyevich. Yo le estoy a usted agradecida, muy agradecida por todo cuanto por mí ha hecho; créame que le guardo agradecimiento profundo. Pero juzgue usted mismo cómo me sentará ver que usted, después de todos esos sinsabores y contratiempos, cuya causa involuntaria he sido yo…; que usted todavía sólo para mí vive y en cierto modo sólo por mí vive, pues mis alegrías son las suyas; mis penas, sus penas, y mis sentimientos tienen más fuerza para usted que los suyos. Pero si usted toma tan a pecho los ajenos dolores y tanta compasión es capaz de sentir, ¡cuánta razón no hay para que sea usted el más desdichado de los mortales! Cuando hoy, de paso para la oficina, entró usted a saludarnos, a mí me dio verdadero susto verlo. Estaba usted tan pálido, tan decaído y postrado, tan preocupado y desesperado, que, palabra, apenas si parecía usted temía confesarme su fiasco, dándome con ello un disgusto y una inquietud. Pero al ver usted que yo tomaba la cosa a risa, respiró a sus anchas. ¡Makar Aleksiéyevich! No se preocupe usted de ese modo, no se desespere así, sea usted razonable. ¡Se lo ruego, se lo imploro! Ya verá usted cómo todo se arregla, cómo las cosas toman otro rumbo mejor. Usted se ensombrece innecesariamente la vida con tanto preocuparse y afligirse eternamente por los ajenos dolores.
Adiós, amigo mío. ¡Le suplico una vez más no se apure por mí!
V. D.
* * *
5 de agosto
Palomita mía, Várinka: ¡Bueno, angelín, bueno! Usted ha llegado a la conclusión de que no es ninguna desdicha que no me hayan querido dar el dinero. Bueno; pues yo también estoy tranquilo y contento. Hasta alegre estoy al ver que usted no abandona a este pobre viejo y se queda en el cuarto. Eso es, y si le he de decir todo, lo confesaré que se me llenó el corazón de alegría al leer las cosas tan lindas que de mí decía en su carta y los elogios que tenía para mis sentimientos. No lo digo por orgullo, sino porque veo que usted me quiere de veras cuando de ese modo se desvive por tranquilizarme el corazón. Bueno, ¿hasta cuándo se va a estar hablando de mi corazón? Mi corazón debe quedarse para mí; pero a eso dirá usted, Várinka, que no debo ser humilde. Sí, angelín mío; tiene usted razón que está de más, que realmente no hace falta alguna… la timidez, digo. Pero, entre paréntesis, hijita, ¿quiere usted decirme qué botas voy a ponerme mañana para ir a la oficina?… Ése es el quid, para que usted vea… Esa idea tiene poder para dar en tierra con un hombre, para aniquilarlo sencillamente. La raíz de todo está en que yo no me cuido de mí, ni de mí me duelo. A mí, personalmente, me da igual, y con la mayor tranquilidad del mundo iría por esas calles sin capa y sin botas; a mí me resultaría indiferente, de nada me cuidaría, pues soy un hombre sencillo y modesto. Pero ¿qué diría la gente?… ¿Qué dirían mis enemigos y todas esas malas lenguas si me ven sin capa? Se lleva capa sólo por la gente, y sólo por ella se llevan también botas. Las botas son, en este caso, corazoncito mío, hija mía, únicamente necesarias para la conservación del honor y la buena reputación de uno. Quien lleva las botas rotas pierde el uno y la otra… Créame usted lo que le digo, hijita; haga usted caso de este viejo, abandónese usted a mis largos años de experiencia, preste usted oídos a un viejo que conoce a los hombres y no a ningún petimetre.
Pero todavía no le he contado a usted al detalle, hijita, cómo está hoy todo. Yo, en esta sola mañana, he tenido que aguantar tanto, pasar por tantas torturas de espíritu, como quizá otros hombres en todo un año. Escúcheme, que le voy a referir lo que pasó.
Yo salí de casa muy tempranito con objeto de saludarla a usted y luego irme a la oficina y poder llegar a tiempo. ¡Qué lluvia hacía hoy y cuánto barro! Bueno. Me envolví en mi capita, angelín mío, y pian piano seguía mi camino en tanto pensaba para mis adentros: «¡Dios mío! ¡Perdóname todas las infracciones de tus mandamientos y haz que se cumplan mis deseos!». Al pasar por la iglesia de ***, me santigüé e hice acto de contrición de todos mis pecados, pero al mismo tiempo pensé que no estaba bien que yo conversase así con Dios Nuestro Señor. De suerte que volví a abismarme en mis pensamientos y seguí adelante, sin mirar a ningún lado, sin fijarme en el camino que llevaba, siempre adelante. Las calles estaban desiertas, y los transeúntes que de cuando en cuando me encontraba parecían preocupados y pensativos… Lo que nada tenía verdaderamente de extraño, porque ¿quién sale a paseo a esa hora y con un tiempo así? En esto, tropecéme con una pandilla de sucios obreros, los cuales me dieron un recio codazo al pasar, los insolentes. Entonces volvió a acometerme la timidez, y, para serle franco, no quería acordarme del dinero… Vayamos a la aventura, eso es: a la buena de Dios.
Precisamente al pasar por el puente Vosnesenskii se me desprendió la suela de una de las botas, de suerte que, a partir de aquel momento, no acabo de comprender con qué he ido pisando. Y precisamente en ese sitio hube de encontrarme con nuestro ordenanza Yermoleyev, el cual se paró y me siguió con la vista, como pidiéndome una propina. «Anda por Dios, hermanito —pensé yo—; una propinilla. ¿Qué es una propina?».
Yo estaba horriblemente cansado: así que me detuve con objeto de descansar un poco, y luego seguí camino adelante. Ahora lo miraba yo todo deliberadamente, con la idea de encontrar alguna cosa en la que detener el pensamiento para distraer la imaginación y recrearme; pero no la encontré; y por si era poco el no poder detener en nada el pensamiento, me había puesto de barro hasta un punto que me daba vergüenza. Por último, divisé a lo lejos una casa amarilla, de madera, con un frontispicio: una especie de villa. «Ahí es —me dije—: ésa es la casa que Yemelia Ivánovich me describió… La casa de Márkov». (Así se llama ese individuo que presta dinero a rédito). Bueno; en aquel instante acudieron a mi imaginación todos los pensamientos juntos; yo sabía que aquélla era la casa de Márkov; pero, sin embargo, preguntéle al vigilante de la Comisaría de quién era realmente esa casa; es decir, quién vivía en ella. Pero el vigilante, un grobiano, me respondió de mala gana, ni más ni menos que si estuviera disgustado conmigo, y refunfuñó entre dientes: «¡Esa casa es propiedad de un tal Márkov!». Esos guardias son todos hombres tan faltos de sentimientos…; pero a mí, después de todo, ¿qué más me daba? Sin embargo, me hizo aquello una impresión mala y desagradable. En una palabra: que la decoración cambió para mí por completo. En todo se encuentra algo que corresponde exactamente a la situación en que uno se halla o que uno siente en cierto modo relacionada con ella; siempre sucede así… Yo pasé por delante de la casa tres veces; pero cuanto más la rondaba, tanto peor. «No —pensaba—; no me va a dar nada ese hombre; decididamente, no me va a dar nada. ¡De fijo que nada me da! Yo soy para él un extraño, un individuo totalmente desconocido; el asunto es muy engorroso, y mi aspecto no es nada recomendable». «Bueno… —me decía—; que sea lo que Dios quiera; por lo menos, no tendré después que lamentarme de no haber intentado el remedio. ¡El intentarlo no me va a costar la cabeza!». Y en esos dimes y diretes conmigo mismo, abrí muy suavemente la puerta de la casa. Pero entonces me ocurrió otra desdicha: no bien había penetrado en el portal, cuando se abalanzó a mí un estúpido perrillo, que se puso a ladrar como un desesperado, con tal furia, que le atronaba a uno las orejas. Y mire usted: incidentes de tan poca trascendencia como aquél son siempre, hija mía, los que lo desconciertan a uno y vuelven a llenarlo de timidez, aniquilando en un instante toda aquella resolución que habíamos podido formarnos. Yo entré en la casa más muerto que vivo… Pero allí hube de tropezar con otra calamidad nueva, y fue que no veía bien por dónde iba, y cuando estaba parado un momento junto al umbral…, vine a tropezar inesperadamente con una mujer, puesta en cuclillas, que estaba llenando cántaros de leche, tomándola de una cuba de ordeñar, y fue tal el envite que le di, que se vertió toda la leche. La sandia de la mujer empezó a gritar y a gruñir y a apostrofarme, diciendo: «Pero ¿es que no ve usted bien por dónde va, hombre? ¿Por qué no abre bien los ojos? ¿Qué es lo que se le ha perdido a usted aquí?», y otras muchas cosas por el estilo, sin parar. Le escribo a usted todo esto, hija mía, se lo escribo a usted, porque a mí, en casos como el de marras, siempre me ocurre algún tropiezo por el estilo; se diría que me lo tiene así deparado la suerte. Siempre he de chocar con algo secundario que se me atraviesa en el camino.
A los gritos de la mujer llegó una vieja bruja, una finlandesa. Inmediatamente me volví hacia ella y le pregunté si vivía allí el señor Márkov:
—No —me contestó con malos modos; pero se quedó allí plantada, y luego, a su vez, me preguntó displicente—: ¿Para qué lo quiere usted ver?
Yo entonces se lo expliqué todo: que tal y que cual, que Yemelia Ivánovich…; en fin, que se lo conté todo… «Sintetizando; vengo para asuntos de negocios». Al oír esto, llamó la vieja a una hija suya…, la cual acudió al punto: una muchachona descalza.