—Llama a tu padre. Está con los arrendadores… Acérquese, haga el favor.
Yo me acerqué. El cuarto era…, bueno, como son, por lo general, tales cuartos: en las paredes, cuadros, en su mayoría retratos de generales; un sofá, una mesa redonda, tiestos de reseda y balsamina. Yo no hago más que pensar: «¿No debería retirarme todavía, que es tiempo?». Y en verdad lo digo, hijita, que estuve ya a punto de tomar las de Villadiego. Yo pensaba: «Será mejor que venga mañana, mañana, que hará mejor tiempo. ¡Aguardaré hasta mañana! Hoy le he vertido a esa mujer la leche, y esos generales me miran con muy malos ojos…». Y ya me encaminaba, se lo confieso, a la puerta, cuando hubo de presentarse él… Un tipo enteramente vulgar, un tío pequeñito, canoso, con unos ojillos, ¿sabe usted?, un poco atravesados, embutido en una bata pringosa, ceñida por un cordón en torno a la cintura.
Se informó de mi deseo y en qué podía servirme; y yo le hice presente, pues, que tal y cual, y que Yemelia Ivánovich…
—Total, unos cuantos rublos que me hacen falta —le dije. Pero no terminé de hablar, pues en sus ojos comprendí que había errado el golpe.
—No —me dijo él—; lo siento mucho, pero no dispongo de dinero. ¿Cuenta usted con alguna garantía?
Yo empecé a explicarle que, verdaderamente, no disponía de ninguna, pero que Yemelia Ivánovich me había dicho… En una palabra: le expliqué todo lo que había de explicar. Él me oía en silencio.
—Ya, sí —dijo—. Yemelia Ivánovich no sirve aquí de nada. No tengo dinero.
«Claro —pensé yo—: eso ya me lo sabía, ya lo veía venir, ya lo tenía tragado». En verdad, Várinka, que habría sido mejor que la tierra me hubiera tragado en ese instante, pues tenía los pies helados y me corrían escalofríos por la espalda. Yo le miraba a él y él me miraba a mí, como diciendo: «Bueno; vete ya, rico; no sé qué guardas aquí»; de suerte que, en otras circunstancias, habría yo sentido una vergüenza mortal.
—¿Y para qué quería usted ese dinero? —¡me preguntó de veras esto, Várinka! Yo abrí la boca sólo para no estar de pasmarote; pero él ni siquiera se dignó escucharme—. No —dijo—, no tengo dinero; en otro caso, tendría mucho gusto en…
Yo me puse a porfiarle, le hice presente que no era tanto el dinero que necesitaba, que estaba decidido a pagárselo religiosamente en el plazo convenido, que podía encargarme el interés que quisiese, y que yo, repetíle, estaba dispuesto a pagárselo todo. En aquel instante pensaba yo en usted, hijita, en sus contratiempos y sus apuros, y pensaba también en sus cincuenta copeicas.
—No —dijo él—. ¿Quién habla aquí de interés? Pero si tuviera usted una garantía… Yo, de momento, no dispongo de dinero; Dios es testigo de que no lo tengo; en otro caso, tendría mucho gusto en…
¡Sí hasta por Dios me lo juraba el muy bandido!
Bueno; en resumidas cuentas, hija mía, que no sé cómo salí de allí y me volví a encontrar en el puente de Vosnesenskii.
Estaba horriblemente cansado y muerto también de frío, arrecido del todo, y serían ya las diez cuando llegué a la oficina. Yo quería limpiarme algo la ropa, quitarme el barro de encima; pero el ordenanza se empeñó en negarme el cepillo, diciendo que lo iba a echar a perder y que los cepillos eran propiedad del Estado. ¡Para que vea usted, hija mía, qué trato le merezco ahora a esa gente! ¡Peor que si fuera una esterilla vieja en la que todo el mundo puede limpiarse los pies! ¿Qué es lo que así me deprime, Várinka?… No es el dinero que me falta, sino esos sinsabores y el tenerme que rozar con los hombres; todos esos chismorreos, y esas risitas y esas burletas… ¡Y diz que a cada instante puede Su Excelencia dirigirse a mí casualmente o fijarse en mi exterior! ¡Ay hijita, pasó ya mi edad de oro! Hoy he vuelto a releer todas sus cartas… ¡Qué pena, hijita! ¡Adiós, palomita mía, que Dios la guarde!
M. Dievuschkin
P. S. —Quería, hijita, contarle a usted medio en broma mis desdichas; pero veo que no se me ha logrado, quiero decir, la broma. Yo aspiraba a distraerla. Ya iré a visitarla, ya iré.
* * *
11 de agosto
¡Varvara Aleksiéyevna! ¡Palomita mía! ¡Estoy perdido, perdidos estamos los dos; irremisiblemente perdidos! Mi buena reputación, mi honor… ¡Todo perdido! ¡Yo soy la causa de la perdición, hijita! Me hace todo el mundo blanco de sus desprecios y sus burlas, y la patrona me insulta ya a gritos y delante de la gente. Hoy se puso otra vez a gritar y a alborotar y a llenarme de injurias, ¡cual si fuera yo un don nadie! Y por la tarde un individuo de la tertulia de Ratasayev se puso a leer en voz alta una de mis cartas dirigidas a usted: una carta que yo no había acabado de escribir y me guardé en el bolsillo, de donde se me debió de caer luego. Y ¡cómo les ha hecho reír esa carta, hijita! ¡Cómo nos han puesto y las cosas que decían de nosotros los muy traidores! Yo no pude contenerme, y me fui hacia ellos, y acusé a Ratasayev de desleal, y le dije que era un falso. Pero Ratasayev me contestó que el falso era yo y que no me dedicaba a otra cosa que a hacer conquistas. Según él, yo les había dado chasco a todos, porque, en el fondo, era un Don Juan. ¡Y ahora, hija mía, todo el mundo aquí me llama el Don Juan, y no hay quien me nombre de otro modo! Mire, angelín mío; mire usted… Se han enterado de lo concerniente a nosotros; están al tanto de todo, y también de todo lo suyo están enterados. ¡Pobrecita mía! ¡De todo lo que a usted se refiere!… Y hasta Faldoni se ha puesto de su parte. Yo quise mandarlo hoy a la tienda para que me trajese un trozo de salchicha, y fue y me dijo con toda frescura que no podía ir, que tenía mucho que hacer.
—Eso, sin embargo, es obligación tuya —le dije.
—Bueno, bueno… ¡Obligación mía! —murmuró—. Usted no le paga a mi ama; así que yo no tengo obligación ninguna.
Yo, hija mía, no puedo soportar tales ofensas de parte de un sujeto ignaro e insolente como ése; así que le dije:
—¡Animal!
Pero él me contestó muy tranquilo:
—Vaya una cosa. ¡Eso me lo dice aquí todo el mundo!
Yo pensé a lo primero si estaría bebido, y así se lo di a entender, preguntándole:
—Pero ¿es que estás borracho?
A lo que él me replicó:
—¿Acaso me ha dado usted para que me emborrache? ¡Cuando ni siquiera tiene usted para echarse un vaso! —y luego refunfuñó todavía—. ¡Vaya un señor!
Ya ve usted, hijita, hasta dónde hemos llegado. ¡Siente uno vergüenza de vivir, Várinka! ¡Estoy perdido, sencillamente perdido! ¡Irremisiblemente perdido!
M. D.
* * *
13 de agosto
Querido Makar Aleksiéyevich: A nosotros nos persigue la desdicha, y no sé ya qué hemos de hacer. ¿Qué va a ser de nosotras? Con mi trabajo no puedo ya contar. Hoy me he quemado con la plancha la mano izquierda; la solté inadvertidamente, y me lastimé y me quemé, ambas cosas a un tiempo. De modo que no puedo trabajar, y Fiodora lleva también tres días enferma. ¡Oh, cuántos apuros y sobresaltos!
Le envío a usted treinta copeicas; esto es casi todo cuanto tenemos. Bien sabe Dios cuánto querría poder ayudarle en sus apuros. ¡Me dan ganas de llorar!
¡Quede con Dios, amigo mío! Me proporcionaría usted una gran tranquilidad si viniese hoy a vernos.
V. D.
* * *
14 de agosto
Makar Aleksiéyevich: ¿Qué le sucede a usted? ¿Es que ha perdido ya el temor de Dios? Y a mí me hace usted perder el juicio. ¿No le da a usted vergüenza? Usted va derecho a su ruina. ¡Piense usted en su reputación! Es usted un hombre honrado, respetable, laborioso… ¿Qué dirá la gente cuando se vaya enterando? Y usted mismo, Makar Aleksiéyevich, usted mismo se morirá de vergüenza. ¿O es que no hace usted ya aprecio de sus canas? ¡Pues tema usted siquiera a Dios!
Dice Fiodora que ya no le ayudará más a usted, y tampoco yo, en esas condiciones, le enviaré más dinero. ¿Qué ha hecho usted de mí, Makar Aleksiéyevich? ¡Usted se figura que me es indiferente el que usted se conduzca tan mal!
¡No sabe usted todavía lo que por usted he soportado yo! No puedo ya asomarme a la escalera, pues todos me miran y me señalan con el dedo, y dicen unas cosas… Sí; para que usted lo sepa: dicen que yo estoy liada con un borracho. ¿Cree usted que a mí puede sentarme bien oír esas cosas? Y cuando viene usted a vernos, todo el mundo dice despectivamente: «Ya está otra vez ahí el empleado». Pero yo… Yo me abochorno mentalmente por su culpa. Le juro que me mudo del cuarto. Y aunque tenga que ponerme a servir…, ¡lo que es aquí no sigo!
Le escribí a usted diciéndole que lo esperaba; pero usted no vino. ¿Tan indiferente le son a usted, Makar Aleksiéyevich, mis llantos y mis súplicas? Pero dígame usted una cosa: ¿de dónde saca el dinero para eso? ¡Por amor de Dios, téngase usted en más! De otro modo, puede ya darse por perdido, ¡seguramente perdido! Y ¡qué bochorno, qué asco! Ayer no le dejó a usted entrar la patrona y se pasó la noche en la escalera… Estoy enterada de todo. ¡Si usted supiese qué dolor es el mío cuando me cuentan esas cosas de usted…!
Venga usted a vernos; aquí siempre lo pasará mejor; podremos leer juntos y hablar de los tiempos pasados. También Fiodora nos contará cosas de su vida, Makar Aleksiéyevich; haga usted por no perderse, que me pierde también a mí, ¡créalo! Yo sólo vivo para usted: sólo por usted continúo en esta casa. Y usted se porta de ese modo. Sea usted una persona decente, tenga carácter y genio aun en la desgracia. Usted sabe de sobra que ser pobre no es una vergüenza. Y ¿por qué entonces desesperar? Todo esto es pasajero. ¡Dios nos ayudará, y se arreglará todo con sólo que usted ponga algo de su parte!
Le envío a usted veinte copeicas; cómprese usted con ellas tabaco o lo que quiera; pero, por Dios, no las gaste usted en nada malo. Vuelva usted en sí. ¡Venga a vernos sin falta! Quizá volverá usted a sentir vergüenza, como la última vez… Pero no haga usted caso, que eso es falsa vergüenza. ¡Si usted se arrepintiese sinceramente…! Tenga confianza en Dios. Ya verá cómo todo se arregla.
V. D.
* * *
19 de agosto
Varvara Aleksiéyevna, palomita mía: Avergonzado estoy, lucerito mío, avergonzado estoy. Aunque, después de todo, ¿qué hay en ello, hijita, de particular? ¿Por qué no hemos de poder alegrarnos un poco el corazón? Mire usted: yo ya no me acuerdo para nada de las suelas de mis botas. Una suela no es nada, y nunca pasará de ser un simple suela, vulgar y sucia. ¡Ni tampoco son nada las botas! Los sabios griegos andaban descalzos. ¿Por qué nosotros nos hemos de preocupar por una cosa tan poco importante? ¿Por qué me han de ofender y menospreciar a mí por eso? ¡Ay, hijita, por fin se le ocurrió algo que escribirme!… Pero esa Fiodora dígale usted que es una loca y una sin juicio, con la cabeza a pájaros, y, por añadidura, estúpida, ¡increíblemente estúpida! Por lo que se refiere a mis canas, se equivoca usted rica, pues todavía no soy ningún viejo como usted se figura.
Yemelia le envía a usted mis saludos. Me escribe usted que al leer mi carta le entraron ganas de llorar, y yo le digo a usted que también yo me he llevado un gran disgusto y he llorado. Para terminar le deseo a usted salud completa, y soy siempre, angelín mío, con mis mejores saludos, su amigo,
Makar Dievuschkin
* * *
21 de agosto
Distinguida señorita y querida amiga Varvara Aleksiéyevna: Siento que soy culpable; siento que tiene usted que perdonarme muchas cosas; pero, a mi juicio nada se adelanta, hijita, con que yo sienta todo eso. Todo eso lo sentía yo ya ante mi conciencia, sólo que hasta ahora no me he dado cuenta cabal de mi culpa.
Hija, hijita mía, yo no soy duro de corazón ni malo. Pero para poder desgarrarle a usted su corazoncito, palomita mía, sería preciso ser un tigre sediento de sangre. Mientras que yo tengo el tierno corazón de un corderillo y, como usted debe saber, no siento inclinación alguna a hacer de fiera voraz. Por lo que, en rigor, no soy yo, angelín mío, verdaderamente culpable ante mi conciencia, como tampoco son culpables mi corazón ni mis pensamientos. Siendo esto así, yo mismo no sé a punto fijo quién es aquí el verdadero culpable. ¡Es ésta una cosa muy embrollada, hijita!
Me envió usted treinta copeicas primero, y después veinte; mi corazón vertía lágrimas, en tanto tenía yo en mis manos ese dinerillo suyo, de una huérfana. Se había usted quemado las manecitas y lastimádoselas, y no tardaría en sentir las punzadas del hambre. Y, no obstante, me escribía usted diciendo que me comprase ya, con ese dinero, tabaco. Pero dígame usted: ¿qué había de hacer yo? Sencillamente, como un bandido, y sin remordimientos de conciencia, ¿ponerme a despojarla a usted, pobre huerfanita?
A mí me faltó el valor para ello, hijita; es decir, al principio sólo sentí, involuntariamente, que no valgo para nada y que, a lo sumo, soy un poquito mejor que la suela de mi zapato. Bueno; a mí me pareció indecoroso tenerme por algo de importancia, por modesto que fuese, y comencé a descubrir en mí algo de indigno y hasta cierto punto de vulgar y vil. Bueno; pues habiendo ya perdido de ese modo la legítima propia estimación, y entregádome a la negación de mis buenas cualidades y a desmentir mi dignidad de hombre, podía ya darlo todo por perdido y podía sobrevenir la ruina, ¡lo irremediable! Pero yo no tengo la culpa de eso. Salí de casa con la sola intención de tomar un poco el aire. Pero resultó que éramos tal para cual; y es que también el tiempo estaba lluvioso y frío. Y, de pronto, vea usted, voy y me tropiezo con Yemelia. Éste se había gastado ya, Várinka, todo lo que tenía, y llevaba dos días de no probar la gracia de Dios; de modo que estaba dispuesto a empeñar cosas que no pueden venderse, porque nadie las toma.
Bueno, Várinka; que le acompañé, más por compasión a la Humanidad que por propio gusto. Y así caímos en aquella culpa, hijita. ¡Nosotros llorábamos los dos, Várinka! ¡Hablábamos de usted! Él es muy bueno, todo corazón, y muy sensible. Todo esto lo comprendía yo, hijita, y por eso precisamente ocurrió aquello; por comprenderlo yo todo.
¡Ya sé, muchas gracias, hijita, que estoy en culpa con usted! Al conocerlo, empecé yo a conocerme mejor a mí también, y a tomarle a usted cariño. Pero hasta ahora, angelín mío, yo viví siempre solo, y llevé una vida oscura, y no viví en este mundo como los demás hombres. Esos individuos malos que siempre estaban diciendo que yo tenía un aspecto ruin y se avergonzaban de llevarme a su lado, hicieron en mí tanta impresión, que yo mismo concluí por encontrarme ruin y avergonzarme de mí mismo. Decían que yo era romo de entendimiento, y yo pensaba serlo verdaderamente. Pero, desde que usted surgió en mi vida, me la llenó usted de claridad, de suerte que tanto en mi corazón como en mi alma se hizo la luz. Pude, por fin, empezar a gustar algo así como la paz del alma y a comprender que no era inferior a los demás. Que soy como soy, que no brillo por nada, que carezco de garbo y no tengo formas sociales: todo eso es la pura verdad. Pero con todo y con eso, ¡soy un hombre, todo un hombre, en cuanto a razón y pensamiento! Ahora bien: al darme cuenta de que me perseguía el sino, al permitirme yo, humillado por la suerte, rebajar mi propia dignidad de hombre; al ceder bajo el peso de mi desdicha, estaba demostrando que había perdido el valor, ¡y ésa era la verdadera desgracia!
Pero, puesto que ya lo sabe usted todo, hijita, con lágrimas en los ojos le ruego que no me pregunte nunca nada relativo a ese incidente ni me hable de ello siquiera, pues no necesito eso para tener el corazón desgarrado y para que la vida me resulte dura y amarga.
Le presento mis respetos, hijita, quedo su fiel amigo.
Makar Dievuschkin
* * *
3 de septiembre
Dejé sin terminar, Makar Aleksiéyevich, mi carta anterior, porque me costaba trabajo escribir. A veces tengo ratos en que me alegra estar sola para poder abandonarme a mis anchas, a mis penas, y saborear yo sola mi tortura; tales estados de espíritu son cada vez para mí más frecuentes. Perdura en mis recuerdos algo misterioso, que a mí, sin resistencia por mi parte, me cautiva, y verdaderamente, hasta el punto que me estoy las horas muertas insensible para cuanto me rodea, y olvidada por completo del presente, de todo lo presente. Sí: no hay en mi vida actual impresión alguna, de la clase que fuere, que no me recuerde algo semejante de mi vida anterior, sobre todo de mi infancia, de mi dorada infancia. Pero, después de tales ratos, me entra siempre una melancolía indecible. Me siento totalmente sin fuerzas, agotada por mis desvaríos, y cada vez peor de salud.
Pero esta mañanita de otoño, tan fresca, clara y brillante, como ya van siendo raras, me ha infundido hoy nueva vida y comunicado a mi alma una alegría total. ¡Oh, cómo me gustaba a mí el otoño en el campo! Claro que en aquel tiempo era yo una chiquilla: pero lo sentía y percibía todo con gran intensidad. Verdaderamente, me gustaban más las tardes de otoño que las mañanas. Me acuerdo todavía. A dos pasos no más de nuestra casa, al pie de la montaña, estaba el lago. Ese lago… A mí me parece ahora que lo estoy viendo… ¡Tan claro y puro como cristal! Estaba la tarde muy serena, todo se reflejaba en el lago. Ni una hoja se movía en los árboles de la orilla; el lago, terso e inmóvil, asemejaba un espejo. ¡Limpio y frío! En la hierba destellaba el rocío. En una choza, lejos, humeaba ya una fogata pastoril, y los pastores aguijaban el rebaño… Yo me escapaba secretamente de casa y me iba a la orilla del lago, y me ponía a mirar, y a mirar, y me olvidaba de todo, hasta de mí misma. Un montón de ramas ardía junto a los pescadores, junto a la orilla, y el fuego se prolongaba en una larga raya en el agua, en mi dirección. Azul pálido y frío se mostraba el cielo, y al Oeste, en el horizonte, extendíanse rojas bandas ígneas, que poco a poco se iban tornando más pálidas, hasta perder, finalmente, todo color. Salía la luna. El aire es tan diáfano, tan sereno y plácido… Pronto levanta un pájaro su vuelo o susurran los juncos quedamente, estremecidos por un soplo del aire… Todo, hasta el más leve rumor, se percibe claramente. Por sobre el agua azul elévase, lenta, una blanca neblina, leve y transparente. A lo lejos está oscureciendo; es decir, parece como si todo lo envolviese la niebla; pero, de cerca, ¡qué bien se ve todo!… La barca, la orilla, la isla… Un tonel viejo que quedó olvidado en el bote, apenas si hace algún gorgoteo perceptible en el agua; una rama de sauce con las hojas secas, está caída no lejos de allí, entre los juncos. Una gaviota rezagada revolotea, roza las aguas y vuelve a remontar el vuelo, hasta desaparecer en la niebla… Y yo me estaba así mirando y escuchando todo aquello, ¡tan maravilloso! ¡Y, sin embargo, era yo por aquel tiempo una chiquilla!
A mí me encantaba el otoño, sobre todo el final del otoño, cuando ya se segó el trigo, terminaron las faenas del campo y los labradores se recogen en sus chozas y se preparan ya para el invierno. Entonces se vuelven más oscuros los días, cúbrese de nubes el cielo, tórnanse amarillos los bosques, cae la hoja de los árboles, y éstos se quedan pelados y negros…, especialmente al caer la tarde cuando se levanta todavía una bruma más húmeda, y luego se dejan ver como oscuros e informes gigantes, como pavorosos espectros. Y cuando nos hemos rezagado en el paseo y nos hemos quedado detrás de los demás…, ¡qué prisa nos damos por alcanzarlos y qué miedo nos entra tan grande! Temblamos como la hoja del álamo. ¡Quién sabe si… detrás de aquel tronco de árbol… no se esconderá algún monstruo que, al pasar nosotros, se nos abalanzará! Y a todo esto, el viento corre por el bosque, y ruge, y silba, y a veces creemos oír voces que aúllan y se quejan, y las hojas revolotean por los aires y se arremolinan en el viento, y de pronto pasa, zumbando con estridente chillido, un bando entero de aves de rapiña. El miedo aumenta a pasos agigantados, y nos parece que… le oímos decir a alguien, que escuchamos una voz extraña que murmura: «¡Corre, corre, criatura; no te rezagues, que de un momento a otro va a llenarse esto de espanto; hijo mío, corre!…» y el susto se apodera de nuestro corazón, y corremos y corremos hasta llegar a casa desolados. Pero en casa encontramos la vida y la alegría; a los niños nos han encomendado una tarea: la de mondar guisantes o sacar de sus cápsulas los granos de adormidera. En el horno chispea el fuego; madre mira riendo nuestra alegre labor, y la vieja solterona, Uliana, nos cuenta historias medrosas de brujos y bandoleros. Y nosotros, los chicos, nos acercamos más unos a otros; pero la risa no se nos cae de los labios. Y de pronto todo queda en silencio… «Pero, oye: ¿pues no parece que llaman a la puerta?». ¡Ca, no! Es el ruido que hace la rueca de la tía Frolovna. ¡Y hay que ver cómo se ríen todos! Pero luego viene la noche, y el miedo no nos deja dormir, y pavorosas visiones y pesadillas ahuyentan el cansancio. Y nos despabilamos y no nos atrevemos a movernos y nos estamos despiertos y temblando hasta que apunta la aurora, con la cabeza metida bajo la sábana. Pero cuando ya el sol entra en el cuarto nos levantamos despejados y alegres, y miramos curiosamente por la ventana, y en la rastrojería reluce una argéntea banda otoñal, y todos los árboles y arbustos están llenos de escarcha. El hielo ha formado como un tenue disco cristalino sobre el lago, y los pajarillos gorjean contentos. Y el sol, por doquiera el sol, rompe cual cristal el fino hielo con sus calientes rayos. ¡Qué claridad, cuánta luz…, qué delicia!
En el horno vuelve a chispear el fuego; nos sentamos a la mesa, en la que ya murmura el samovar, y al través de la ventana mira hacia adentro nuestro negro perro Polkan, y nos mueve la cola adulador. Un campesino pasa por delante de la casa con dirección al bosque, en busca de leña. ¡Qué contentos y de buen humor están todos!… En los hórreos hay apiladas montañas de trigo, y al sol rebrilla, con destellos de un amarillo oro, la cubierta de paja de los almiares de heno… ¡Es un verdadero deleite contemplar todo eso! Y todos están tan tranquilos, tan felices; todos sienten la bendición de Dios, que los hizo partícipes de la cosecha; todos saben que en el invierno no pasarán apuros, y podrán darles a sus hijos pan para que coman de él hasta hartarse. Por eso se escuchan por la tarde las canciones de las mozas, que alegres danzan en rueda, y por eso se les ve a todos, el domingo, darle gracias a Dios en la iglesia con sus oraciones… ¡Ah, y qué maravillosa, qué maravillosa fue mi infancia!…
Aquí me tiene usted llorando como una chiquilla. Y de ese llanto tienen la culpa mis recuerdos. Lo he visto todo con tanta claridad y tanta vida delante de mí, revivía de tal modo el pasado, que ahora el presente se me aparece doblemente turbio y oscuro… ¿Cómo acabará esto?, ¿qué será de nosotros? Mire usted: tengo el raro presentimiento o, mejor dicho, la convicción, de que he de morir este otoño. Me siento enferma, muy enferma. Pienso a menudo en mi muerte; pero, verdaderamente, no quisiera morir así… No quisiera descansar en esta tierra… Quizá vuelva a caer enferma, como ya lo estuve esta primavera, pues enteramente de aquella enfermedad todavía no me he repuesto.
Fiodora salió hoy; así que estoy yo sola. Hace algún tiempo que le temo a quedarme sola; me parece siempre que hay alguien conmigo en la casa, que me habla alguien, y, especialmente, cuando me abandono a estas ensoñaciones en que se sumen los recuerdos, haciéndome olvidar la realidad; de pronto me despierto y miro en torno mío. Entonces siento la misma impresión que si hubiera algo siniestro escondido en la casa. Mire usted: por eso le escribo a usted con tanta extensión; porque cuando estoy escribiendo me olvido de todo… Quede usted con Dios, amigo mío. Ha hecho usted muy bien en darle dos rublos a la patrona; con eso, una temporada lo dejará tranquilo… Pero procure usted, sea como sea, ponerse mejor de ropa. Bueno; adiós, que estoy cansada… No me explico cómo puedo estar tan débil. El menor esfuerzo me rinde. Si Fiodora me trae labor…, ¿cómo podré trabajar? Esto es lo que me quita los ánimos.
V. D.
* * *
5 de septiembre
Palomita mía, Várinka: Hoy, angelín mío, he recibido yo muchas impresiones. Todo el día me ha dolido la cabeza. Y para ver si se me pasaba la jaqueca, decidí echarme a la calle; por lo menos, tomaría un poco el aire a lo largo de la Fontanka. Hacía una tarde nublada y húmeda. ¡Y ahora oscurece ya a las seis! No llovía; pero el cielo estaba cubierto de nubes, lo que suele ser todavía más desagradable que una lluvia franca. Corrían las nubes por el cielo en largas y anchas fajas. Había mucha gente en el muelle. Eran rostros claros, espantosos, los que yo veía; caras como para ponerlo a uno triste: tíos borrachos, mujeres finlandesas, y de narices romas, con botas de hombre y los cabellos despeinados; artesanos y cocheros, paseantes de todas edades, algún aprendiz de cerrajero con su blusa manchada, entre ellos un chico delgadito y paliducho, de cara morena y brillante de tizne y una cerradura en la mano, o algún soldado cumplido, de colosal estatura, que ofrecía a los paseantes cortaplumas y anillos falsos a bajo precio… Ése era el público.
¡Debía de ser precisamente la hora en que sólo se encuentran allí esos tipos!
Es la Fontanka un canal ancho y profundo por el que pueden navegar incluso barcos. Hay allí lanchas de transporte en tal número, que no se explica uno cómo hay sitio para tantas… Pues, al fin y al cabo, no pasa la Fontanka de ser un canal y no un río. En el puente había mujeres sentadas, unas mujerucas viejas y sucias, con alfajores mojados y manzanas podridas. ¡Ahí es nada, salir a pasear por la Fontanka! El granito húmedo; las casas, altas y oscuras; por abajo, los pies hundidos en la niebla; por arriba, niebla también sobre la cabeza… ¡Qué triste, qué turbia, qué oscura la tarde de hoy!
Al desembocar yo en la calle próxima, la Gorojovaya, ya era totalmente de noche. Empezaban a encender las luces de gas. Hacía mucho tiempo que no iba yo por la Gorojovaya…, y ojalá no lo hubiera hecho hoy. ¡Qué calle tan ancha y populosa! ¡Cuánto comercio, cuánto escaparate!… Todo muy alumbrado y brillante… Telas y trajes de sedas y flores entre cristales… Y ¡qué sombreros con cintas y lazos! Parécele a uno que todo aquello está allí para adorno de la calle; pero no, que hay hombres que compran esas cosas para regalárselas a sus mujeres. ¡Sí; hermosa calle! Tienen allí sus panaderías muchos alemanes… Debe de ser gente opulenta. Y ¡cuántos coches están continuamente pasando por allí!… ¡Cómo podrá resistirlo el pavimento! Y ¡qué lindos los tales coches, con las ventanillas como espejos, y por dentro todo de terciopelo y seda, y con los cocheros y lacayos tan orgullosos, con trencillas y galones en los uniformes y espadín al costado! Yo miraba al pasar a todos aquellos coches, y siempre veía en ellos señoras sentadas, muy lujosas y huecas. ¡Quién sabe si serían princesas y condesas! Era precisamente la hora en que se trasladan en sus coches a los bailes, comidas y saraos. Debe de ser algo muy especial eso de ver de cerca alguna vez en la vida a una señorona. Sí; debe ser una cosa muy agradable. Yo jamás vi a ninguna de cerca; lo más así, yendo ella en coche y de paso. ¡Cuánto tuve que acordarme hoy de usted, Várinka! ¡Ay palomita mía, angelín mío! ¿Es usted quizá más mala que ellas? No; usted es buena, linda, instruida. ¿Por qué le ha de haber tocado a usted esa suerte? ¿Por qué están arregladas las cosas de este mundo en forma que un hombre de bien haya de vivir pobre y miserable, en tanto a otros la felicidad se les entre ella sola por las puertas? Ya sé, ya sé, hijita, que no está bien pensar así; eso se llama librepensamiento. Pero, hablando honradamente y con franqueza, cuando reflexionamos sobre la justicia de las cosas…, ¿por qué, sí, por qué unos están destinados a ser felices ya desde el vientre mismo de su madre para toda la vida, mientras que otros pasan de la Inclusa al mundo de Dios? Y, sin embargo, así es la vida, y es lo más frecuente que la suerte le toque a un loco Ivanuschka.
«Tú, loco Ivanuschka, mete la mano cuanto quieras en el bolso de tu padre; come, bebe, refocílate. ¡Pero tú, y tú, y tú, relameos los labios, pues no habéis merecido otra cosa que ser lo que sois!».
Es pecaminoso, hijita, es pecaminoso, ya lo sé, pensar de este modo; pero, cuando se reflexiona, se le introducen a uno, sin querer, los pecados en el pensamiento. Sí; ¿por qué no habíamos de ir también nosotros, angelín mío, en un cochecito? Encopetados generales y funcionarios del Estado se disputarían una mirada benévola de sus ojos de usted…, no de los míos. No iría usted entonces vestida con un traje viejo de algodón, sino que vestiría de seda y luciría piedras preciosas en su cuerpo. No estaría usted tampoco tan delgadita y enfermucha como ahora, sino que parecería una pepona de fresca y sonrosada y sanota. Pero yo sería también dichoso con sólo poder mirar desde la calle sus ventanas iluminadas y distinguir alguna vez su sombra. Sólo de imaginármela a usted así de feliz y contenta, a usted, mi pajarita encantadora, me pongo yo también feliz y contento. Pero ahora… ¡No basta que la mala gente la haya hecho desgraciada, sino que es menester todavía que un grosero venga a insultarla! Pero, sencillamente, por ser su traje de un corte elegante y por poderla él mirar a usted con unos impertinentes de cerco de oro, sólo por esto le es permitido al muy desvergonzado todo cuanto quiera, y sólo por eso viene usted obligada a escuchar con paciencia sus insolentes palabras. ¿Dónde está, pues, la justicia? Y ¿por qué ha de ser esto? Pues porque es usted una huérfana, Várinka; porque no tiene quien la defienda; porque no cuenta usted con ningún amigo de poder, capaz de salir en su defensa y asegurarle a usted amparo y protección.
Pero ¿qué clase de hombre es ése, qué hombres son ésos que no tienen reparo alguno en ofender a una huérfana?… No son ni siquiera hombres; son hampones, sencillamente rufianes, gentecilla despreciable que sólo pesa algo junta, como un concepto, como un vago no se sabe qué, que es lo que es realmente, no valiendo nada cuando se la descompone en sus individuos… De eso no me cabe la menor duda. Mire usted: ¡eso es lo que es esa gente! Y a mi juicio, hijita, el mendigo que vi esta tarde en la Gorojovaya es más digno de estimación de los hombres que esa canalla. El tal mendigo se arrastraba por allí penosamente en busca de unas cuantas copeicas con que proveer a su manutención; pero, en el fondo, es señor de sí mismo y se busca él solo la pitanza. Ni pide, sin más ni más, limosna, sino que toca el organillo para distraer a la gente, y se está toca que toca, como una máquina a la que le han dado cuerda… Es decir, que es útil a los demás con lo que puede. Es un pobre, es un mendigo, cierto; y pobre sigue; pero es por esto mismo un hombre honrado; está cascado y decrépito, y transido de frío; pero, no obstante, trabaja y aun cuando su trabajo no sea igual al de los otros, con todo eso, trabaja. Y de esta clase hay muchos hombres honrados, hija mía, muchos que, en relación con la índole de trabajo que hacen, ganan muy poco; pero que, sin embargo, no necesitan por ello inclinarse ante nadie, ni saludar humildemente al prójimo, ni pedirle a nadie tampoco un pedazo de pan por caridad. Y como ese mendigo soy yo también; es decir, yo soy, por naturaleza, algo totalmente distinto. Pero, en sentido figurado, yo soy exactamente igual que él, pues también yo hago lo que mis fuerzas me permiten. No será mucho; pero, de todos modos, es más que nada.
Me he extendido a hablarle de aquel mendigo, hijita, porque, merced a su encuentro, sentí agravada mi pobreza. Me había quedado parado mirándole. Cruzáronme por la cabeza unos pensamientos tan peregrinos…, que me estaba allí tan embobado y lo miraba para ahuyentar aquellas ideas. Y también se habían parado allí algunos cocheros, y luego se detuvo también una mocita, y después otra, más jovencita, horriblemente sucia. El mendigo se había colocado al pie de una ventana. Y, entre la gente, hube de fijarme en un muchacho como de unos diez años, que habría sido un chico guapo de no tener aquel aspecto enfermizo, de no estar tan flaco y con aquella apariencia de famélico. Llevaba puesta algo así como una camisilla y unos pantaloncillos muy finos. Así, y descalzo por añadidura, estaba oyendo, con la boca abierta, la música… ¡Los niños son siempre niños! Al parecer, tenía concentrada toda su atención, con pueril asombro, en los muñecos que bailaban sobre el organillo del mendigo; pero tenía las manecitas y los piececitos amoratados de frío, y tiritaba con el cuerpo todo, y mascaba un jirón de la manga que retenía entre los dientes… En la otra mano tenía un papel… Pasó por allí un señor y le echó una monedilla al mendigo, que fue a caer precisamente sobre la tabla donde bailaban los muñecos. Apenas oyó el chico el retintín de la moneda, salió al punto de su ensimismamiento, miró con timidez en torno suyo, y se figuró que era yo quien había arrojado la moneda… Y, temblandito todo él, llegóse a mí corriendo, y mostrándome el papel, con vocecilla que temblaba, díjome: «¡Una limosnita, señor!».
Yo tomé el papelito, lo desdoblé y lo leí… Bueno; decía lo de siempre: «Almas caritativas, etc… Tres niños muertos de hambre, la madre a punto de morir. ¡Tened piedad de nosotros! Cuando me encuentre delante del trono de Dios, no olvidaré jamás en mis oraciones a aquellos que ayudaron a mis pobres hijos».
No hay que ponderar el caso, que es claro y corriente. ¡Pero… sí! ¿Qué iba yo a darle? Pues no le di nada. Y, sin embargo, ¡me inspiraba tanta compasión…! ¡De modo que aquel pobre chico estaba completamente amoratado de frío y con aspecto de sufrir hambre, y, sin embargo, nadie le daba nada! ¡Vive Dios, nadie lo socorría…! ¡Lo que esto es lo sé yo! Lo malo es que aquella madre no pudiese mantener a sus hijos y hubiese de echarlos a la calle a pedir, medio en cueros y con aquel frío. Seguramente su madre sería una imbécil que no sabe cumplir con su deber; quizá nadie se preocupa de ella, y así se está sentadita en su casa sin hacer nada… Pero ¡puede que también sea verdad que esté enferma! Sí; pero, de todos modos, ya podía dirigirse a una institución de Beneficencia o presentarse a la Policía, como se procede en tales casos. Quizá se trate, sencillamente, de una embaucadora que echa a la calle a un niño hambriento y enfermo para darle el timo al público, hasta que el pobre chico coja una enfermedad y reviente. Y ¿qué es lo que el chico aprende en esta vida de mendigueo? Su corazón se le volverá duro y cruel. Desde por la mañana hasta la noche no hace más que ir de acá para allá pidiendo. Muchos son los transeúntes que pasan junto a él; pero nadie repara en su personilla. La gente tiene el corazón duro y el hablar cruel.
—¡Largo, vete de aquí, golfo! —esto es todo lo que llega a escuchar, y el corazón se le encoge al pequeño, y en vano tirita el pobre, asustado, arrecido de frío. Tiene manos y pies entumecidos. Mucho tiempo aún, y, miren…, ya tose… Le rondará la enfermedad como un gusano sucio y horrible, en el pecho, y antes que pueda advertirlo se abalanzará a él la muerte, y el pobre chico irá a caer herido mortalmente en algún lóbrego, sucio y hediondo tabuco, sin cuido ni asistencia…, ¡y se habrá terminado su vida! Sí; así suele ser con frecuencia… una vida humana. ¡Ay Várinka, y qué doloroso resulta oír un «Por el amor de Dios», y no poder dar nada y tenerle que decir al hambriento: «¡Que Dios le ampare!»!
Cierto que de más de un «Por el amor de Dios» no tiene uno por qué conmoverse. (¡Hay muchas clases de «Por el amor de Dios», hijita!). Los unos son un pedigüeño rutinario, en un tono arrastrado, salmodiante, indiferente. Pasar junto a esos mendigos sin darles nada, piensa uno que no es tan malo; ése es el mendigo de profesión, que saldrá adelante siempre, pues sabe ya cómo se medra. Pero hay otros «Por el amor de Dios» que formulan voces inexpertas, atormentadas, exaltadas, y que le producen a uno un siniestro escalofrío por la espalda y por las piernas… Y así me ocurrió a mí hoy con el chico del papelito, que, por cierto, según dijo uno que estaba allí…, no se dirigía a todo el mundo… «¡Una limosnita, caballero, por el amor de Dios!»; así dijo, con una voz tan vacilante y hueca, que yo, sin querer, me estremecí… por efecto de una impresión de espanto. Y, sin embargo, no le di limosna, pues no tenía un ochavo. Y eso que hay gente rica que no quiere que los pobres se quejen de su mala suerte…, diciendo que son una vergüenza pública y unos molestos, nada más que molestos. ¿Será que el quejido de los hambrientos no deja dormir a esos hartos?
Quiero confesarle, amor mío, que si le he escrito todo esto ha sido en parte para desahogar mi corazón y en parte también, a decir verdad, en grandísima parte, para darle a usted una muestra de mi buen estilo. Pues seguramente habrá notado usted ya, hijita, que en los últimos tiempos ha ido mejorando mi estilo de un modo considerable. Pero en vez de desahogar así mi corazón, lo que me ha pasado es que me ha entrado tal pena en tanto escribía, que empiezo realmente a sentir, desde el fondo, desde el mismísimo fondo de mi corazón, piedad de mis propios pensamientos, aunque harto sé, hijita, que con esta piedad nada se consigue… ¡Pero por lo menos se hace uno a sí mismo justicia, en cierto modo!…
Sí, efectivamente, amor mío; se humilla uno a sí mismo completamente sin razón; se considera uno como si ni siquiera valiese una copeica, se estima en menos que a una simple viruta. Pero eso quizá se deba, metafóricamente hablando, a que nos asustamos y achicamos exactamente lo mismo que aquel niño que hoy me pidió limosna.
Seguiré hablándole en metáfora, hijita, poniéndole una parábola, vamos al decir. Escúcheme, pues:
Suele sucederme, cariño mío, que cuando yo me levanto por las mañanas temprano para ir a la oficina, me olvido en el trayecto, contemplando el aspecto de la ciudad, viendo cómo ésta se despierta y poco a poco se va levantando, y empieza a echar humo, a bullir, a murmurar y barbotar; me olvido, repito, de mí mismo, y ante ese espectáculo me siento todo pequeñito e insignificante, cual si alguien me hubiera dado en las curiosas narices un papirotazo… ¡Y voy y me escurro muy encogidito y sin armar ruido y sin atreverme ya ni siquiera a pensar nada! Pero considere usted una vez siquiera lo que sucede en el interior de esas grandes y renegridas casas, intente usted imaginárselo, y luego juzgue usted misma si está bien que nos tengamos a nosotros mismos en tan poco y nos dejemos acoquinar tan indignamente… No olvide usted, Várinka, que yo hablo en sentido figurado, solamente en parábola.
Pero veamos ahora qué es lo que sucede en el interior de esas casas.
Allí, en el mohoso rincón de un húmedo sótano, que sólo la necesidad pudo convertir en vivienda humana, acaba de despertarse un obrero. Todo el tiempo que estuvo dormido no hizo más que soñar con un par de botas, que ayer, por descuido, cortó de un modo defectuoso… ¡Como si un hombre sólo debiese soñar en tales pequeñeces!… Bueno…, es que ese obrero es un zapatero; en él se explica ese sueño. Tiene el tal zapatero hijos pequeñitos y una mujer famélica. Por lo demás, no crea usted, hijita, que sólo a los zapateros les ocurren esas cosas. Esto, de por sí, no sería nada y no valdría la pena detenerse en ello; pero vea usted, hija mía, lo que tiene, sin embargo, de notable. En la misma casa, sólo que en otro piso más alto y en un dormitorio lujosísimo, ha estado esa misma noche cierto caballero soñando todo el tiempo con otro par de botas, el mismo par de botas, sólo que de otra clase naturalmente, de otra hechura más elegante, pero en fin, un par de botas. Pues… según el sentido de mi parábola todos somos algo zapateros. Pero tampoco esto tendría nada de particular en sí mismo, siendo lo malo que no haya junto a ese ricacho ningún hombre, ni uno solo, que pudiera susurrarle al oído: «Déjate de eso, no pienses en ello; piensa sólo en ti mismo, en ti, que no eres un pobre zapatero y tienes a tus hijos con perfecta salud y una mujer que no se queja de hambre; mira en torno tuyo a ver si no encuentras algo distinto, algo más noble y elevado por qué preocuparte que no un par de botas».
Vea usted, Várinka: eso era lo que yo quería explicarle mediante una parábola. Puede que esto sea librepensamiento, pero a veces se le ocurre a uno esta idea y entonces se le escapa del corazón una palabra fuerte. Y por esto digo también yo que hacemos mal en apocarnos de ese modo tan sin motivo, toda vez que sólo se asusta uno de rumores y runrunes. De lo cual deduzco yo, hija mía, que usted no debe pensar que sea ninguna insinuación maligna la que aquí expongo, ni que la he copiado de ningún libro. ¡No, hijita; no es nada de eso; tranquilícese usted; yo no sé pintar con negros colores las cosas, ni tampoco cojo grillos, ni, finalmente, lo he copiado esto de libro alguno…, para que usted lo sepa!
Yo volví muy triste a casa, me senté a la mesa, puse a calentar un poco de agua, y me disponía a echar en ella una tacita de té, cuando de pronto, ¿qué es lo que veo? Pues que Gorschkov, nuestro pobre compañero de hospedaje, entra en mi cuarto. Ya me había asaltado por la mañana la sospecha de que el tal Gorschkov andaba a lo largo del pasillo, atisbando las puertas de los otros cuartos, y hasta una vez parecióme que tenía intenciones de dirigirse a mí. Dicho sea de pasada; hija mía, su situación es peor, mucho peor que la mía. ¡No es posible establecer comparación entre ambas! Él tiene mujer e hijos que mantener… Así que si yo fuera Gorschkov… Bueno… ¡No sé qué es lo que haría en su caso!… Pues como iba diciendo, entra el bueno de Gorschkov en mi cuarto, me saluda… Como de costumbre, le cuelga una lágrima del ojo… Y hace así como un ruido con la boca, pero sin articular palabra alguna. Yo le brindo una silla, por cierto rota, pues es la única que tengo. También le ofrecí té. Él se disculpó, se disculpó muy largamente, pero al cabo aceptó la taza de té. Luego empeñóse en que se lo había de tomar sin azúcar… Volvió a excusarse una vez y otra, al decirle que se lo había de tomar con azúcar… Insistió en sus pretextos y disculpas, me dio las gracias, tornó a disculparse… Echó por último el terroncito de azúcar en su taza y me aseguró que el té resultaba empalagoso de puro dulce. ¡Ya ve usted, Várinka, adónde puede la miseria conducir a un hombre!
«—Bueno, ¿y qué hay de nuevo, padrecito? —preguntéle.
—Pues tal y cual etc. Es preciso que sea usted nuestro protector, Makar Aleksiéyevich; ayúdeme usted, sea usted el amparo de una familia que se halla en la miseria. ¡Mis hijos y mi mujer…! ¡No tenemos absolutamente nada que llevarnos a la boca!… Pero yo, como padre que soy… ¡Póngase usted en mi lugar, comprenda lo que sufro!…».
Yo me disponía a contradecirle, pero él me interrumpió:
«—Yo les tengo miedo aquí a todos, Makar Aleksiéyevich; es decir, no es precisamente que les tenga miedo, pero ya lo comprende usted, me da vergüenza… ¡Son todos tan orgullosos y estirados! Tampoco a usted lo molestaría, padrecito —añadió— si no fuera… Yo sé que usted ha tenido contratiempos, y también sé que no puede usted darme gran cosa, pero quizá pueda usted, por lo menos…, prestarme alguna cantidad… Sólo esto me atrevo a suplicarle, porque conozco su buen corazón y sé que usted también sabe lo que es necesidad, que es usted también un pobre…, y por eso es capaz de sentir compasión…».
Y, por último, me rogó que le perdonase su atrevimiento y desvergüenza. Yo le respondí que con el alma y la vida estaba dispuesto a ayudarle, pero que no tenía nada que darle o poco menos que nada.
«—Padrecito Makar Aleksiéyevich —díjome—, no crea que voy a pedirle mucho —y se puso encarnado hasta la frente—, pero es que mi mujer…, mis hijos tienen hambre… ¿No tendría usted diez copeicas solamente, Makar Aleksiéyevich?…».
¡Qué iba a decirle, Várinka! El corazón me sangraba al escuchar aquella petición de las diez copeicas. ¡En comparación con él resultaba yo opulento! En realidad, sólo poseía yo veinte copeicas, con las que contaba para el otro día, a fin de ir tirando hasta el día de cobrar. Así que le contesté que realmente no podía… Y le expliqué la situación.
«—Diez copeicas, diez copeicas nada más, padrecito, que nos morimos de hambre, Makar Aleksiéyevich…».
Entonces fui yo y saqué el dinero del cajón y le entregué mis últimas veinte copeicas, hijita… Siempre era aquélla una buena obra. Sí, la miseria… ¡Quién la conoce! Luego se entabló entre nosotros una breve conversación y yo le pregunté de pasada cómo era que había venido a verse en tanto apuro, y cómo, además, vivía en un cuarto cuya renta mensual era de cinco rublos de plata, nada menos.
Entonces fue el hombre y me explicó su situación. Había tomado el cuarto por seis meses y pagado tres por adelantado. Pero luego se pusieron sus cosas tan malas, que no pudo pagar ya los otros tres meses ni tampoco reunir el dinero necesario para mudarse de habitación. Entre tanto, aguardaba inútilmente el desenlace de su expediente. ¡Pero un expediente es cosa tan complicada, Várinka! Sepa usted que nuestro hombre aparece complicado en las irregularidades de cierto comerciante que en los suministros a la Corona cometió no sé qué abusos. Estos abusos se descubrieron, y el comerciante dio con sus huesos en la cárcel, pero entonces buscó modo de complicar a Gorschkov en el asunto. Verdaderamente, sólo se puede acusar a Gorschkov, en todo caso, de cierta negligencia, de no haber inspeccionado los intereses de la Corona. Pero sea como fuere, el asunto lleva ya dos años tramitándose y todavía no se ha hecho plena luz en él, por lo que no acaban tampoco de reconocer la inocencia de Gorschkov. «Pero del deshonor que me atribuyen —dice el propio Gorschkov— y del engaño y encubrimiento no soy culpable, en absoluto». Lo cual no ha sido óbice en modo alguno para que lo dejaran cesante por esa razón, no obstante no podérsele demostrar, como ya dije, concretamente su culpabilidad. Tampoco ha podido recuperar una cantidad, no despreciable, de dinero que le pertenece y que el comerciante le reclama ahora, siendo esto tanto más de sentir cuanto que al mismo tiempo se le dilata también la hora de reconocer su inocencia.