En un rincón olvidado de la memoria, se esconde una historia que, a primera vista, podría parecer una repetición de relatos ya conocidos. Sin embargo, este cuento lleva consigo un matiz diferente. En las alturas de una torre, una princesa aguardaba, prisionera, anhelando la llegada de un salvador, un príncipe dispuesto a enfrentar al temido dragón que custodiaba su encierro. Pero este dragón no era como los demás. En lugar de devorarla, se convirtió en su protector desde que, a la tierna edad de seis años, fue confinada en aquel castillo en ruinas.
El vínculo entre la princesa y su custodio se tejió con el tiempo, transformándose en una relación que se asemejaba a la de padre e hija, a pesar de su dualidad de captora y prisionera. La joven, cuyo encanto rivalizaba con la frescura de la primavera, desconocía la maldad del mundo, sus ojos reflejaban la pureza de un alma sin mácula, y su corazón anhelaba explorar más allá de los muros que la aprisionaban.
A pesar de su cercanía con el dragón, su anhelo de libertad persistía, una libertad que solo podía alcanzar si un príncipe azul la rescataba y la desposaba. En su frustración, como una niña contrariada por la negación de un juguete, la princesa guardó silencio hacia su guardián. Sin embargo, el dragón, conmovido por su descontento, accedió a llevarla al exterior bajo tres condiciones estrictas: no alejarse, no entablar conversaciones con extraños y, lo más crucial, no revelar su identidad ni su procedencia.
Montada en el lomo del dragón, la princesa contempló un mundo nuevo, adornado con paisajes que solo había conocido a través de relatos. Sus ojos rebosaban de asombro al presenciar tal variedad y esplendor que se le había negado hasta entonces.
Desembarcaron en un poblado cercano, donde el dragón adoptó forma humana para evitar ser reconocido, desatando la curiosidad de las miradas a su alrededor. Mientras la princesa se sumergía en el encanto de lo desconocido, rompió las reglas impuestas al interactuar con los lugareños, sin percibir las reglas de intercambio social. Al ser reprendida por un tendero al intentar tocar una pelota, desconcertada por la noción de adquirir algo con un pago, se vio envuelta en un altercado que la llevó al borde de revelar su identidad.
El dragón, percibiendo el riesgo, intervino, solventando la situación y rescatándola antes de que su secreto fuera descubierto. Con la lección aprendida, abandonaron el pueblo en silencio, regresando al castillo. El dragón, más que enfadado consigo mismo por permitir tal descuido, la princesa, aún aturdida por la experiencia, se recostó con la pelota en la mano, reflexionando sobre las complejidades del mundo exterior antes de sumirse en un sueño reparador.