En el resguardo del castillo tras el incidente en el pueblo, el dragón y la princesa retornaron, reanudando el diálogo después de un merecido descanso.
"Te advertí que no te apartaras, que no conversaras con extraños ni revelaras tu identidad. Debes cumplir tu destino, princesa", recriminó el dragón con tono firme.
"No fue mi culpa. Tus reglas eran restrictivas, era obvio que iba a desafiarlas. Quiero ver el mundo, conocer a las personas reales, explorar lo que me prometiste. ¿Es demasiado pedir?" replicó la princesa, exasperada.
"No puedes hacerlo aún, debes aguardar", insistió el dragón. Pero antes de concluir, la princesa estalló: "¡Esperar qué! Pregunté al pueblo sobre príncipes y reinos cercanos, y la respuesta fue clara: no existen tales caballeros. No soy una princesa, ¡mis padres reales me abandonaron con un engaño! No tengo por qué ser protegida", espetó entre lágrimas de rabia, arrojando su corona al dragón y su relicario al río que serpentaba cerca del castillo. "Me marcho, no necesito tu cuidado, no soy una maldita princesa", sentenció.
El dragón, consciente de que la verdad eventualmente saldría a la luz, no pudo refutar las acusaciones de la princesa. Recogió los objetos lanzados y, entre una mezcla de tristeza y resignación, se transformó y partió del castillo. A su regreso, la princesa había desaparecido, dejando un vacío en el hogar que habían compartido.
Dos años transcurrieron en silencio. El dragón se aisló en el castillo, sumido en un letargo al que solo él podía dar fin. Reunió los objetos de la princesa, incluyendo una nota que ella había dejado antes de marcharse. En el mensaje, la princesa pidió perdón por su desdén, reconociendo al dragón como el padre que la había criado y protegido. Expresó su gratitud y su deseo de reconciliación, reconociendo al dragón como su caballero dragón, su protector.
El dragón, emocionado, partió con la esperanza de reencontrar a la princesa, con la determinación de continuar su historia como su fiel guardián.