En tiempos olvidados, un dragón llegó a un castillo que yacía en ruinas, consciente de que si deseaba hacerlo su hogar, debía al menos repararlo. Se embarcó en la titánica tarea de restaurar el castillo, otorgándole la majestuosidad digna de un rey. En momentos de arreglos menores, adoptaba forma humana. Su visión de un río cristalino fluía con la ilusión de un hogar en aquel lugar.
En una noche de tormenta, mientras descansaba, una pareja enmascarada se aproximó, revelando ser el rey y la reina. A su lado, una niña ajena a la situación. Imploraron al dragón que tomara a su hija y la resguardara en la torre del castillo, revelando sus razones desesperadas: su nación en guerra los obligaba a huir, temiendo por la vida de su hija. El dragón, perplejo ante la petición, accedió a resguardar a la niña, asumiendo la responsabilidad ante el incierto destino que se avecinaba para ella.
A lo largo de los años, el dragón se convirtió en su guardián, descubriendo un lazo impensado con la pequeña. Aquel castillo ruinoso se transformó en un refugio para ambos. Aunque la tristeza marcaba a la niña, el dragón procuraba alegrarla con juegos y relatos de sus viajes, brindándole vislumbres de un mundo desconocido para ella. Sin embargo, la niña anhelaba vivir esas experiencias por sí misma.
Intrigada por la historia de la princesa en la torre y el príncipe azul, la niña entusiasmada preguntó sobre su llegada y el futuro encuentro. Sin embargo, al comprender que el príncipe debería derrotar al dragón, su alegría se vio empañada por el temor de perder a su guardián. Con dulzura, el dragón le aseguró que solo fingiría su derrota para permitirle vivir su propio cuento de hadas, tranquilizándola con un abrazo.
A medida que la noche avanzaba, ambos se retiraron a descansar, continuando su singular y estrecha convivencia.