Después de cinco meses de exilio en Sicilia, Michael Corleone comprendió finalmente el carácter de su padre y su propio destino. Comprendió a hombres como Luca Brasi y el cruel caporegime Clemenza, y también la resignación y el papel pasivo de su madre. En Sicilia vio lo que habrían sido si hubiesen escogido no luchar contra su sino. Entendió por qué el Don siempre decía: «Cada hombre tiene un solo destino», así como el desprecio hacia la autoridad y el gobierno legales, el odio hacia quienes se atrevían a quebrantar la omertà, la ley del silencio.
Vestido con ropas sencillas y gorra, Michael había sido trasladado desde el barco anclado en Palermo hasta el interior de la isla, concretamente a una provincia controlada por la Mafia, donde el capomafia local debía un gran favor a su padre. En la provincia estaba la localidad de Corleone, cuyo nombre había tomado el Don al emigrar a América. Pero ya no vivía ninguno de los parientes del Don; las mujeres habían muerto a edades muy avanzadas, mientras que los hombres, o habían sido víctimas de vendette o habían emigrado a Estados Unidos, Brasil o a alguna provincia del norte de Italia. Más tarde, Michael sabría que el porcentaje de crímenes de la pequeña localidad era más alto que el de cualquier otro lugar del mundo.
Michael fue instalado, en calidad de invitado, en casa de un tío soltero del capomafia. El hombre, que tenía más de setenta años, era el médico del distrito. El capo contaba cerca de sesenta años y se llamaba Don Tommasino. Actuaba como gabellotto de las extensas propiedades de una de las más nobles familias sicilianas. (El gabellotto era una especie de controlador de las propiedades de los ricos, que se cuidaba también de que los pobres no reclamaran las tierras que no eran cultivadas ni presentaran problemas a los dueños de los latifundios. En resumen, un mafioso que por dinero protegía a los ricos de los pobres, sin importar de parte de quién estuviera la razón. Cuando algún pobre campesino trataba de hacer valer la ley que le permitía comprar tierras no cultivadas, era él quien lo amenazaba con hacerle pegar una paliza o con la muerte. Así de sencillo.)
Don Tommasino controlaba también las aguas de riego de la zona, y se encargaba de torpedear todos los proyectos de construcción de presas. Éstas hubieran arruinado el lucrativo negocio de vender el agua de los pozos artesianos que controlaba, pues al abaratarse su precio, aquel negocio que ya llevaba cientos de años se habría ido a pique. No obstante, Don Tommasino era un mafioso anticuado, que nunca se hubiera dedicado al tráfico de drogas o a la prostitución. En esto, Don Tommasino chocaba con la nueva generación de jefes de la Mafia de ciudades como Palermo, los cuales, bajo la influencia de los gángsteres norteamericanos deportados a Italia, no tenían tales escrúpulos.
El jefe de la Mafia era un hombre corpulento y majestuoso al que todos temían. Bajo su protección, Michael nada tenía que temer, pero se prefirió mantener en secreto su identidad. Por eso, Michael tuvo que permanecer dentro de los límites de la finca del doctor Taza, el tío de Don Corleone.
El doctor Taza medía un metro ochenta, por lo que era alto para tratarse de un siciliano, y tenía las mejillas coloradas y el cabello blanco. A pesar de su edad, iba a Palermo una vez a la semana para presentar sus respetos a las más jóvenes prostitutas de la ciudad. El otro vicio del doctor Taza era la lectura. Leía cuanto papel caía en sus manos, y luego hablaba de lo que había leído a sus conciudadanos, todos ellos campesinos y pastores analfabetos. Tal vez por eso, la gente decía que el doctor estaba loco. ¿Qué tenían que ver los libros con ellos?
Por las noches, el doctor Taza, Don Tommasino y Michael solían sentarse en el vasto jardín poblado de aquellas estatuas de mármol que en Sicilia parecían crecer tan mágicamente como los racimos de uvas. El doctor Taza gustaba de contar viejas historias de la Mafia, y Michael lo escuchaba con gran atención. A veces, cuando el fuerte vino y el agradable ambiente del jardín hacían efecto en él, Don Tommasino refería alguna de sus experiencias. El doctor era la leyenda; el Don, la realidad.
En el antiguo jardín Michael Corleone aprendió a conocer las raíces que habían alimentado los primeros años de su padre. Supo que la palabra «Mafia» había significado, en su origen, «lugar de refugio», y que luego que se convirtió en el nombre de una organización secreta creada para luchar contra los poderosos que durante siglos habían manejado a su antojo el país y a sus gentes. Sicilia era una tierra que había sido más maltratada que cualquier otra del mundo. La Inquisición había torturado a ricos y a pobres. Los ricos terratenientes y la numerosa secuela de sus servidores habían ejercido un poder absoluto sobre granjeros y pastores, y la policía no era sino un instrumento de aquéllos (hasta el punto de que la misma palabra «policía» aún constituía el peor insulto que un siciliano podía dirigir a otro).
Los pobres habían aprendido a no demostrar su cólera y su odio, por miedo a ser aplastados por aquella autoridad salvaje y omnipotente. Habían aprendido a no proferir amenazas, pues de hacerlo las represalias hubiesen sido inmediatas y terribles. Habían aprendido que la sociedad era su enemiga, y por ello, cuando querían justicia a causa de alguna ofensa o agravio, acudían a la organización secreta, la Mafia. Y la Mafia había cimentado su poder estableciendo la ley del silencio, la omertà. En el interior de Sicilia, si un extraño preguntaba el camino para ir a una localidad próxima, ni siquiera recibía respuesta. Y el peor crimen que un miembro de la Mafia podía cometer era el de decir a la policía el nombre de la persona que había disparado contra él o el de quien le había causado cualquier perjuicio. La omertà se convirtió en la religión de la gente. Una mujer cuyo marido había sido asesinado no diría a la policía el nombre del asesino de su esposo, ni el del que había matado a su hijo, ni tampoco el del raptor de su hija.
Las autoridades nunca les habían dado la justicia solicitada, y en consecuencia las gentes acudían a aquella especie de Robin Hood que era la Mafia. Y la Mafia seguía, hasta cierto punto, desempeñando este papel. Ante cualquier emergencia, a quien se pedía ayuda era al capomafia local. Él era su previsor social, su capitán, su protector.
Pero lo que el doctor Taza no dijo, lo que Michael aprendió por sí solo en el curso de los meses siguientes, era que la Mafia siciliana se había convertido en el brazo ilegal de los ricos, e incluso en la policía auxiliar de la estructura política y legal. Se había convertido en una degenerada estructura capitalista, anticomunista y antiliberal, que imponía sus tributos en todos los negocios, por pequeños que éstos fueran.
Michael Corleone comprendió por vez primera por qué hombres como su padre habían preferido convertirse en ladrones y asesinos, antes que en miembros de la sociedad legalmente establecida. La pobreza, el miedo y la degradación eran demasiado terribles para que un hombre enérgico pudiera soportarlos. Y algunos emigrantes sicilianos habían supuesto que en América encontrarían una autoridad igualmente cruel.
El doctor Taza se ofreció a llevar a Michael a Palermo —la visita semanal—, pero éste declinó la invitación. Su precipitado viaje a Sicilia no le había permitido hacerse curar debidamente la mandíbula, por lo que llevaba en el lado izquierdo de la cara un recuerdo del capitán McCluskey. Los huesos se habían soldado mal, dando a su rostro un aspecto siniestro. Siempre le había preocupado su aspecto, por lo que se sentía desgraciado. El dolor, en cambio, no le importaba en absoluto, sobre todo desde que el doctor Taza le había proporcionado unas píldoras calmantes. Además, se había ofrecido a operarlo, pero Michael rehusó. Llevaba allí el tiempo suficiente para saber que el doctor Taza probablemente fuera el peor médico de Sicilia. Era un hombre que leía de todo, excepto libros de medicina, de la que él mismo confesaba no entender nada en absoluto. Había aprobado sus exámenes gracias a los buenos oficios del más importante jefe mafioso de Sicilia, que había viajado especialmente a Palermo para indicar a los profesores las notas que debían poner al alumno Taza, lo que constituía una demostración más de que la Mafia era un cáncer para la sociedad siciliana. El mérito nada significaba, ni tampoco el talento o el trabajo. El Padrino mafioso le daba a uno su profesión como si de un regalo se tratara. Michael disponía de mucho tiempo para pensar. Durante el día paseaba constantemente acompañado por dos de los pastores de Don Tommasino. Los pastores de la isla eran a menudo reclutados como asesinos a sueldo, por lo que realizaban su trabajo sencillamente para ganarse la vida. Michael pensaba en la organización de su padre. Si seguía prosperando, se convertiría en un cáncer similar a la Mafia de la isla. Sicilia era ya una tierra de fantasmas; sus hombres emigraban a todos los países, en su ansia de ganarse el pan o el deseo de escapar a la muerte, pues el solo hecho de ejercer las libertades políticas y económicas bastaba para ser condenado.
Lo que más maravillaba a Michael era la sorprendente belleza del paisaje. Con frecuencia paseaba entre los naranjales, que formaban umbrosas y profundas cavernas de las que salía un agua pura y fresca, que brotaba de piedras horadadas desde hacía siglos. Había muchas casas parecidas a las antiguas villas romanas, con enormes portales de mármol y grandes habitaciones abovedadas, que estaban en ruinas o habitadas por rebaños de ovejas. En el horizonte, los verdes campos brillaban a la luz del sol crepuscular, dando al paisaje un aspecto inenarrable. Y a veces, Michael llegaba hasta la localidad de Corleone, situada al pie de una montaña, donde vivían mil ochocientas personas y en la que el año último habían sido asesinadas más de sesenta. Parecía como si la muerte se hubiese enseñoreado de Corleone. Más allá del pueblo, el bosque de Ficuzza rompía la salvaje monotonía de la llanura.
Los dos pastores guardaespaldas llevaban siempre con ellos sendas lupare especie de escopeta con el cañón recortado. Era el arma favorita de los mafiosos. El jefe de policía enviado por Mussolini para eliminar a la Mafia siciliana ordenó, como primera medida, que los muros fueran derribados hasta que tuvieran todos menos de un metro de altura, al efecto de que los asesinos no pudieran, con sus lupare, parapetarse en los mismos. La medida fue totalmente ineficaz, y la policía resolvió el problema deportando a colonias penales a todo hombre sospechoso de ser un mafioso.
Cuando la isla de Sicilia fue liberada por los ejércitos aliados, los militares americanos creyeron que cuantos habían sido encarcelados por el régimen fascista eran demócratas. En consecuencia, muchos mafiosos fueron nombrados alcaldes o intérpretes del gobierno militar de ocupación. Esto permitió a la Mafia recuperar con creces el poder perdido.
Los largos paseos nocturnos, acompañado de una botella de buen vino para digerir la sabrosa cena a base de pasta y carne, eran lo único que permitía a Michael conciliar el sueño. En la biblioteca del doctor Taza había muchos libros en italiano, y aunque Michael hablaba el siciliano y había estudiado algo de italiano, leer en esta lengua no le resultaba fácil. Al cabo de un tiempo, sin embargo, y a pesar de que nadie lo hubiera confundido con un nativo por su modo de hablar, se habría podido pensar que era un italiano de las provincias septentrionales cercanas a Suiza y Alemania.
La deformación del lado izquierdo de su cara, en cambio, sí le hacía parecer siciliano. En la isla era normal que se padecieran esas deformaciones u otras semejantes debido a la falta de cuidados médicos. Muchos niños y hombres presentaban cicatrices que en América hubieran sido fácilmente borradas con sencillos tratamientos.
Michael pensaba a menudo en Kay, en su sonrisa, en su cuerpo, y sentía una especie de remordimiento por no haberse despedido de ella. Sin embargo, las muertes de Sollozzo y el capitán McCluskey no turbaban en absoluto su conciencia. El primero había tratado de matar a su padre; el segundo le había desfigurado la cara.
El doctor Taza siempre le aconsejaba que se hiciera operar el rostro, especialmente cuando Michael le pedía algún calmante. Y es que el dolor era cada vez más frecuente e intenso. Taza le explicó que por debajo del ojo pasa un nervio muy delicado, del que a su vez emanan una serie de nervios secundarios. En realidad, la búsqueda de ese nervio era uno de los entretenimientos favoritos de los torturadores de la Mafia, que para ello empleaban un punzón para el hielo. En el caso de Michael, ese nervio había sido dañado. Bastaría con que se sometiera a una sencilla operación en un hospital de Palermo para que el dolor remitiese.
Michael se negó. Y cuando el doctor le preguntó el motivo, Michael respondió:
—Es un recuerdo de América.
En efecto, el dolor no le importaba. Consideraba que era algo que podía soportarse perfectamente la mayor parte del tiempo, y estaba convencido de que, en cierto modo, purificaba.
Cuando Michael empezó a sentirse aburrido ya habían pasado cerca de siete meses. Para entonces Don Tommasino apenas si aparecía por la villa, lo que hacía suponer que estaba muy ocupado. En realidad, el jefe mafioso empezaba a tener problemas con la nueva generación de Palermo, que ganaba mucho dinero con el auge de la construcción posterior a la guerra. Convencidos de su superioridad, trataban de imponerse a los mafiosos de antes de la contienda, a quienes consideraban unos anticuados. Don Tommasino debía dedicar todo su tiempo a defender sus dominios. Así pues, Michael tenía que pasarse sin la compañía del viejo y contentarse con las historias del doctor Taza, que comenzaban a repetirse.
Un mañana Michael decidió dar un largo paseo hasta las montañas que se elevaban más allá de Corleone. Naturalmente, tuvo que soportar la compañía de los dos pastores guardaespaldas, lo que no constituía una protección contra los enemigos de la familia Corleone, sino una simple medida de precaución, ya que si un extranjero corría peligro, un nativo… también: la región estaba infestada de bandidos, y de miembros de la Mafia que luchaban los unos contra los otros implicando, a la vez, a todo el que se atrevía a internarse en el escenario de sus luchas. Además, el caminante corría el peligro de ser confundido con un ladrón de pagliaii.
Un pagliaio era una especie de cabaña con techo de paja que servía para guardar los utensilios de los campesinos y cobijar a los trabajadores en los momentos de descanso, a la hora de la comida del mediodía, etc.; de este modo, los que trabajaban en el campo no tenían que regresar a casa hasta la noche. En Sicilia, el campesino no vivía junto a la tierra que cultivaba. Era demasiado peligroso y, además, las tierras eran pobres. Así pues, vivía en el pueblo y al clarear se traslada a los campos. El trabajador que al llegar a su pagliaio lo encontraba saqueado, sufría un grave perjuicio. Y una vez que la ley se había mostrado inoperante a la hora de resolver el asunto, intervenía la Mafia y solucionaba el problema… a su manera, por supuesto. Es decir, asesinando a varios ladrones de pagliaii sin más, con lo que resultaba inevitable que se cometieran injusticias. Era por ello por lo que había que estar prevenido: Michael podía pasar por delante de un pagliaio recientemente saqueado y ser acusado de haber cometido el robo, a menos que alguien declarara en su favor.
Así pues, una mañana, Michael Corleone salió a dar un paseo por el campo, acompañado como siempre por los dos pastores. Uno de ellos era un individuo muy tosco, silencioso e impasible. Tenía las facciones morunas, y era delgado como suelen serlo los sicilianos jóvenes. Se llamaba Calo.
El otro pastor era más locuaz. Algo más joven que su compañero, había visto un poco de mundo gracias a que había hecho la guerra en la Marina. Sin embargo, apenas si había tenido tiempo de hacer algo más que cubrirse el cuerpo de tatuajes, pues su barco no había tardado en ser hundido, y él fue hecho prisionero por los ingleses. Al acabar la guerra, sus tatuajes lo convirtieron en el hombre más famoso de su aldea, pues los sicilianos no solían llevar tatuajes —quizá no tanto porque no les gustase como porque no tenían oportunidad de hacérselos—, aunque en sus carros y tartanas solían pintar escenas rurales llenas de gracia. A pesar de ello, al regresar a su aldea natal el pastor, que se llamaba Fabrizzio, no se sentía muy orgulloso de sus tatuajes, uno de los cuales (el que llevaba en el vientre, y que tapaba una mancha roja de nacimiento) representaba una escena muy cara al «honor» siciliano; representaba a un marido apuñalando a un hombre y una mujer desnudos en actitud de estar haciéndose el amor.
En ocasiones, Fabrizzio obsequiaba a Michael con queso fresco y lo acribillaba a preguntas sobre América, pues a los guardaespaldas no habían podido ocultarles su verdadera nacionalidad. Sin embargo, ignoraban quién era. Únicamente sabían dos cosas: que había tenido que huir de América y que no convenía meterse en honduras con respecto a él.
Michael y sus dos inseparables compañeros solían dar largos paseos por los polvorientos caminos, donde de vez en cuando se cruzaban con carretas pintadas tiradas por asnos. Los campos ofrecían un aspecto magnífico, rebosantes de flores, naranjos, almendros y olivos. Precisamente, habían constituido una de las sorpresas de Michael. Convencido de la exactitud de la legendaria pobreza de los sicilianos, había esperado encontrar una tierra reseca e igualmente pobre. Y de pronto se preguntaba cómo era posible que los isleños pudieran habituarse a vivir en otra parte. Sin duda, el gran éxodo de lo que parecía ser un Edén demostraba lo malvados que algunos hombres debían de ser con los demás.
Cierto día, Michael salió con la intención de ir hasta la población costera de Mazara, para luego, al anochecer, regresar a Corleone en autobús. Pensaba que si se cansaba lograría dormir toda la noche de un tirón. Los dos pastores llevaban pan y queso para comer durante el trayecto, así como sus lupare.
Hacía una mañana maravillosa. Michael se sentía como cuando, siendo niño, salía de su casa temprano, a principios del verano, para ir a jugar a la pelota. Sicilia era una alfombra de flores, y el olor de los naranjos y los limoneros era tan penetrante que podía olerlo a pesar de que la herida que había sufrido en la cara afectaba su sentido del olfato.
A causa de la herida aún sentía molestias en el ojo izquierdo. Además, y por el mismo motivo, tenía que limpiarse continuamente la nariz, debido a lo cual siempre llevaba consigo una buena provisión de pañuelos. No obstante, últimamente, se había acostumbrado a hacer como los campesinos sicilianos, que se sonaban sin pañuelo, a pesar de que siempre le había disgustado siquiera pensarlo. Se notaba la cara «pesada». El doctor Taza le había dicho que ello se debía a la presión causada por la fractura mal curada. Se trataba, en concreto, de una fractura del arco cigomático, y si hubiese sido tratada antes de que los huesos se soldaran, la cosa se habría arreglado sin dificultad; un instrumento parecido a una cuchara, que servía para colocar el hueso en su sitio, habría bastado. En opinión del doctor, ahora tendría que someterse a una intervención quirúrgica maxilo-facial. Michael no había querido oír más. Dijo que ni hablar; aunque, a decir verdad, más que el dolor y demás molestias, lo peor era aquella sensación de pesadez en el rostro. Aquel día, Michael y su escolta no llegaron a la costa. Después de andar unos veinticinco kilómetros, se sentaron a la sombra de un naranjo para comer y beber un poco. Fabrizzio no paraba de decir que un día se iría a América… Después de comer se echaron, y cuando Fabrizzio se desabrochó la camisa, dejando al descubierto el tatuaje de su vientre, todos se rieron al ver al hombre y la mujer desnudos a quienes el marido burlado apuñalaba. Fue entonces cuando Michael sufrió el ataque de lo que los sicilianos llaman «el rayo».
Más allá del naranjal se extendían los verdes campos propiedad de un barón, y frente al mismo, al otro lado de la carretera, había una villa, de aspecto tan romano que parecía sacada de las ruinas de Pompeya. Era un pequeño palacio, de enorme pórtico de mármol y esbeltas columnas griegas. Procedente de allí, se acercaba un grupo de muchachas campesinas, acompañadas por dos robustas matronas completamente vestidas de negro. Eran del pueblo y acababan de cumplir con sus deberes para con el barón, consistentes en limpiar y barrer el palacio, preparándolo para la estancia invernal de su propietario. En ese momento se hallaban arrancando flores con las que adornar todas las habitaciones, y sin reparar en la presencia de los tres hombres, iban acercándose a éstos.
Lucían delantales multicolores, y aunque ninguna debía de tener más de veinte años, sus cuerpos estaban plenamente desarrollados. Tres o cuatro de ellas empezaron a perseguir a una que corría en dirección al naranjo debajo del cual se encontraban sentados Michael y los dos campesinos. La perseguida llevaba un racimo de uvas, y arrojaba granos a sus perseguidoras. Tenía el cabello negro y brillante, y su cuerpo parecía querer escapar de la piel que lo envolvía.
Cuando estuvo muy cerca del naranjo, se detuvo en seco al ver a Michael y sus protectores. Parecía dispuesta a echar a correr nuevamente, como si la asustase el que éstos la miraran fijamente. Toda ella era un conjunto de óvalos; sus ojos, su rostro, su figura… todo era ovalado. Su piel morena y sus enormes ojos negros, protegidos por unas largas pestañas, eran impresionantes. Su boca, sin ser excesivamente grande, era carnosa y de aspecto dulce, pero en absoluto débil. Era tan increíblemente atractiva que Fabrizzio exclamó, en broma:
—¡Acoge mi alma, Jesucristo, que me estoy muriendo!
Ella como si hubiera oído al demonio, regresó corriendo junto a sus compañeras. Al correr, sus caderas parecían querer reventar el estrecho vestido, aunque era evidente que ella no se daba cuenta de lo sensual que resultaba. Cuando llegó al lado de las otras muchachas, extendió el brazo en dirección al naranjo a cuya sombra se sentaban los tres hombres, y todas se alejaron, riendo, escoltadas por las dos matronas vestidas de negro.
Sin ser consciente de sus actos, Michael, se encontró de pie y con el corazón latiendo más deprisa de lo normal; se sentía un poco aturdido y notaba que la sangre bullía en su cuerpo. Percibía intensamente los mil perfumes de la isla; el aire olía a naranja, a limón y a flores. El cuerpo no le pesaba. Se sentía en otro mundo. Por fin, oyó la risa alegre de los dos pastores.
—¿Ha sido atacado por el rayo, eh? —dijo Fabrizzio, dándole una palmada en el hombro.
Incluso Calo comentó en tono amistoso:
—Tómeselo con calma.
Michael estaba tan anonadado que se hubiera dicho que acababa de atropellarlo un coche. Fabrizzio le pasó la botella de vino, y Michael bebió un largo trago. El vino le ayudó a aclararse las ideas.
—Pero ¿de qué demonios están ustedes hablando? —espetó a sus guardaespaldas, que se rieron.
—No puede usted ocultar que el rayo le ha dado de lleno ¿eh? —comentó Calo un momento después, con toda seriedad—. Pero no se preocupe; eso es algo que nadie puede ocultar. No se sienta avergonzado, pues no hay motivo. De hecho, muchos rezan para que el rayo los ataque. Incluso me atrevería a afirmar que es usted un hombre afortunado.
A Michael no le gustaba poner de manifiesto sus emociones. Pero lo que acababa de ocurrirle era algo nuevo para él. Sus aventuras de adolescente habían sido otra cosa, y otra cosa era también el amor que sentía hacia Kay, basado en buena medida en la dulzura de ella, en su inteligencia y su capacidad para diferenciar lo claro de lo oscuro. Lo que sentía en ese momento era un irresistible deseo de posesión, y Michael sabía que no conseguiría quitarse de la cabeza el recuerdo de la muchacha si no conseguía que fuera suya. De repente, su vida se había simplificado. Ahora todo convergía en un solo punto, haciendo lo demás indigno de atención.
Durante su exilio siempre había pensado en Kay, aunque sentía que nunca más podrían volver a ser amantes, ni siquiera amigos; después de todo, él no era sino un asesino, un mafioso. Pero ahora Kay había desaparecido de sus pensamientos.
—Iré al pueblo a informarme —dijo Fabrizzio ásperamente—. Quién sabe, tal vez sea más asequible de lo que imaginamos. Para el rayo sólo existe un remedio ¿eh, Calo?
El otro pastor hizo un grave gesto de asentimiento. Michael no pronunció una sola palabra. Se limitó a seguir a los dos pastores, que habían echado a andar hacia el cercano pueblo.
El pueblo, como muchos otros, tenía una plaza con una fuente en medio. Pasaron por una calle en la que había algunas tiendas, unas cuantas tabernas y un café delante del cual había tres o cuatro mesas. Los dos pastores se sentaron a una de las mesas, y Michael se unió a ellos. No había ni rastro de las muchachas. El pueblo parecía desierto. Sólo se veían algunos niños y un hombre que, evidentemente, no estaba en sus cabales.
El dueño del café se acercó a la mesa. Era un hombre grueso y tan bajo que semejaba un enano. Los saludó muy cordialmente y puso un plato de garbanzos encima de la mesa.
—Como ustedes son forasteros, permítanme un consejo: prueben mi vino. La uva es de mi propia viña, y lo han hecho mis hijos. Mezclan las uvas con naranjas y limones. Es el mejor vino de Italia.
Les trajo una jarra de vino, y los tres hombres estuvieron de acuerdo en que era aún mejor de lo que afirmaba el dueño del café. Era de un color casi negro y tan fuerte como el coñac. Dirigiéndose al propietario del establecimiento, Fabrizzio dijo:
—Seguramente conoce usted a todas las muchachas del pueblo. Hace un rato, por la carretera, vimos un grupo de chicas muy bonitas.
Señaló a Michael y añadió:
—Una de ellas ha impresionado a nuestro amigo.
El dueño del café miró fijamente a Michael. Su cara le había parecido muy vulgar, indigna de contemplarla por segunda vez. Pero un hombre atacado por el rayo era otra cosa.
—Será mejor que se lleve algunas botellas de mi vino a su casa. Beber le ayudará a conciliar el sueño.
Michael preguntó al hombre:
—¿Conoce usted a una muchacha de cabello rizado? Es muy morena y tiene los ojos grandes y negros. ¿Vive en este pueblo alguna muchacha como la que acabo de describir?
En tono cortés, pero gélido, el hombre respondió:
—No, no la conozco —y a continuación entró en el café.
Los tres hombres bebieron lentamente, y cuando hubieron terminado la jarra, pidieron otra. Pero el dueño del café no se presentó a servirles. Fabrizzio entró en el local. Cuando regresó hizo una mueca y dijo a Michael:
—Lo que me figuraba. Se trata de su hija. Y ahora el hombre está pensando en cómo hacernos una trastada. Me parece que lo mejor será que nos vayamos a Corleone.
A pesar de los meses que llevaba en la isla, Michael no había podido acostumbrarse a la susceptibilidad de sus pobladores en asuntos sexuales, y el caso del propietario del café era muy extremado, aun para un siciliano. Pero los dos pastores parecían considerar el asunto de forma diferente de como lo hacía Michael.
—El viejo cabrón ha dicho que tiene dos hijos —añadió Fabrizzio, que ya se había puesto de pie, así como su compañero—, dos tipos duros dispuestos a obedecer ciegamente a su padre.
Michael le dirigió una fría mirada. Hasta entonces había sido un joven tranquilo y amable, un típico americano, pero todos sabían que algo muy viril había hecho, puesto que se ocultaba en Sicilia. Ésa era la primera vez que los dos pastores veían la gélida mirada de un Corleone. Don Tommasino, que conocía la historia y la identidad de Michael, lo trató desde el primer momento como a un «hombre de respeto»; pero aquellos rústicos pastores se habían formado su propia y particular opinión sobre el «refugiado», y ésta no era muy elevada, por cierto. La frialdad de la mirada de Michael, la palidez de su cara, borraron instantáneamente la familiaridad con que ambos hombres le habían tratado hasta entonces.
Cuando vio que ambos le prestaban atención con sumo respeto, Michael les dijo:
—Decidle al dueño del café que salga.
Los dos guardaespaldas no dudaron ni por un instante. Se pusieron las armas al hombro y entraron en el local. Segundos después, reaparecían escoltando al dueño del café. El hombre no parecía nada asustado, aunque sí algo preocupado.
Michael se acomodó en su silla y lo estudió atentamente. Segundos después, con toda suavidad, dijo:
—Comprendo que lo he ofendido al hablarle de su hija, señor. Le presento mis más sinceras excusas. Soy forastero y no conozco las costumbres del país. Quiero que sepa que no era mi intención faltarle el respeto, ni a usted ni a ella.
Los dos pastores estaban profundamente sorprendidos. La voz de Michael había adquirido un tono desconocido para ellos. A pesar de que estaba disculpándose, sonaba autoritaria. El dueño del café hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero estaba más preocupado que antes, pues tenía la impresión de que aquel hombre no era como los demás.
—¿Quién es usted y qué quiere de mi hija?
—Soy americano —contestó Michael—, y he venido a Sicilia huyendo de la policía de mi país. Me llamo Michael. Si informa usted a la policía, seguro que ganará una fortuna, pero si lo hiciera, su hija, más que ganar un marido, perdería un padre. Quiero conocer a su hija. Con su permiso, señor, y bajo la atenta mirada de su familia, naturalmente. Con todo decoro y con todo respeto. Soy un hombre cabal, y en modo alguno quiero deshonrar a su hija. Quiero conocerla, hablar con ella y luego, si ambos estamos de acuerdo, nos casaremos. Si no, nunca más volverán a verme. Quizá no le caiga bien a su hija, y en tal caso no podré hacer nada. Pero si no es así, le diré de mí todo lo que el padre de una esposa debe saber.
Los dos pastores y el padre de la muchacha lo miraban con expresión de sorpresa. Fabrizzio, con temor reverente, musitó:
—Es el verdadero rayo.
El dueño del café, por vez primera, no se mostraba tan desdeñoso ni seguro de sí; su enfado parecía haberse evaporado. Finalmente, preguntó:
—¿Es usted amigo de los amigos?
Dado que un siciliano no podía pronunciar la palabra «Mafia» en voz alta, ésa era la forma en que el padre de la muchacha le preguntaba si era miembro de la misma. Así se hacía siempre, aunque no era habitual dirigirse abiertamente a la persona en cuestión.
—No. En este país soy forastero —repuso Michael.
El hombre le dirigió una mirada escrutadora, fijándose sobre todo en el lado izquierdo de su cara y en las piernas, muy largas en comparación con las de los sicilianos. Miró también a los dos pastores, que llevaban sus lupare a la vista, y recordó el tono en que, minutos antes, le habían dicho que su padrone quería hablar con él. Había respondido que lo único que deseaba era que aquel hijo de puta se marchara, pero uno de los pastores le había contestado que era mejor que no se negara a hacer lo que le pedían. Algo le dijo que le convenía salir, del mismo modo que en ese momento algo le decía que sería conveniente no mostrarse descortés con el forastero.
—Venga el domingo por la tarde. Me llamo Vitelli y mi casa está en la parte alta del pueblo… Pero venga al café; después iremos a mi casa.
Fabrizzio empezó a decir algo, pero Michael, con una mirada, lo hizo callar. A Vitelli no le pasó inadvertido aquel gesto. Por ello, cuando Michael se levantó para estrecharle la mano, el dueño del café aceptó el apretón y sonrió. Haría algunas investigaciones, y si las respuestas eran desfavorables, sus dos hijos disuadirían a Michael. Vitelli no carecía de relaciones entre los «amigos de los amigos». Pero algo le decía que la fortuna acababa de llamar a su puerta, que la belleza de su hija beneficiaría a toda la familia. Algunos de los jóvenes de la localidad comenzaban a rondarla, pero aquel forastero se encargaría de ahuyentarlos. Vitelli, en prueba de su buena voluntad, regaló a los tres hombres sendas botellas de su mejor vino. Advirtió que las consumiciones las había pagado uno de los pastores, lo que le impresionó todavía más, pues demostraba claramente que Michael era de un rango superior a los dos hombres que lo acompañaban.
Michael ya no estaba interesado en la caminata. Encontraron un garaje, alquilaron un coche y ordenaron al conductor que los llevara a Corleone.
Los dos pastores debieron de informar al doctor Taza, pues después de cenar éste dijo a Don Tommasino, mientras tomaban el fresco en el jardín:
—Hoy, nuestro amigo ha sido atacado por el rayo.
Don Tommasino no se sorprendió.
—Ojalá a esos jóvenes de Palermo les alcanzara algún rayo —se limitó a gruñir—, pero de los que llevan electricidad. Sería la única forma de poder vivir tranquilo.
Hablaba de la nueva generación de mafiosos de las grandes ciudades, que en Palermo pretendían imponerse a los viejos como él.
—Quiero que ordene a esos dos pastores que el próximo domingo me dejen a solas —pidió Michael a Tommasino—. Voy a cenar a casa de una chica y no deseo moscones a mi alrededor.
—Tu padre me hizo responsable de tu seguridad, Michael. No puedes pedirme eso. Otra cosa. Estoy enterado de lo de esa chica, y sé también que has hablado de matrimonio. No puedo permitir que el asunto siga adelante sin antes haber informado a tu padre.
Michael decidió mostrarse prudente, ya que Don Tommasino era un hombre de respeto.
—Don Tommasino, usted conoce a mi padre. Cuando alguien le dice que no, se vuelve completamente sordo y no recupera el oído hasta que la respuesta es sí. Pues bien, mi «no» lo ha oído muchas veces. Comprendo lo de los guardias; no quiero causarle a usted ningún problema y dejaré que vengan conmigo el domingo. Pero si quiero casarme, me casaré. Convendrá usted conmigo en que, si no le permito a él inmiscuirse en mi vida privada, sería insultante, insultante para mi padre quiero decir, que se lo permitiera a usted.
—Muy bien, pues —dijo el capomafia—. Pero que sea casamiento. Sé lo que es el rayo, ese rayo. Ten en cuenta que ella es una buena muchacha, y que su familia es muy respetable. Si la deshonras, su padre intentará matarte. Conozco muy bien a la familia ¿sabes?
—Tal vez la muchacha no me encuentre de su gusto. Es muy joven, y puede pensar que soy demasiado mayor para ella.
Al ver que Don Tommasino y el doctor Taza sonreían, Michael añadió:
—Otra cosa: necesitaré algún dinero para hacerle un regalo, y también me hará falta un automóvil.
—Fabrizzio se ocupará de eso —repuso Don Tommasino—. Es un muchacho muy listo; en la Marina le enseñaron mecánica. Por la mañana te daré algún dinero, y luego me ocuparé de informar a tu padre de lo que está sucediendo. Tengo la obligación de hacerlo.
Michael estaba satisfecho. Al cabo de un instante, le preguntó al doctor Taza:
—¿Tiene usted algo para evitar que de mi nariz salgan mocos continuamente? Sospecho que a la muchacha no le gustaría ver que no paro de sonarme.
—Te daré unas gotas antes de que vayas a verla. Se te adormecerá un poco la cara, pero no te preocupes; no creo que vayas a besarla en vuestra primera cita. De todos modos, el efecto será pasajero.
Dichas estas palabras, el doctor Taza y Don Tommasino esbozaron una sonrisa socarrona.
El domingo siguiente, Michael dispuso de un Alfa-Romeo, destartalado pero con el motor en buenas condiciones. Unos días antes había ido en autobús a Palermo a fin de comprar regalos para la muchacha y su familia. Se había enterado de que se llamaba Apollonia, y todas las noches soñaba con su hermosa cara y su bonito nombre. Para conciliar el sueño, Michael tenía que beber mucho vino, hasta el punto de que las criadas de la casa habían recibido órdenes de procurar que en la mesilla de noche del americano nunca faltara una botella llena. A la mañana siguiente, la botella estaba vacía.
Mientras todas las campanas de Sicilia convocaban a los fieles, Michael se puso al volante del Alfa-Romeo y se dirigió al pueblo, donde aparcó el automóvil frente al café. Calo y Fabrizzio estaban en el asiento trasero con sus lupare, y Michael les dijo que esperaran en el local, que no era necesario que lo acompañaran a la casa de la chica. El café se encontraba cerrado, pero Vitelli estaba esperándolos, apoyado contra la barandilla de la desierta terraza.
Se dieron la mano y luego Michael cogió los tres paquetes con los regalos y echó a andar colina arriba en dirección a la casa de Vitelli. Cuando él y Vitelli llegaron, se percató de que la casa era más espaciosa de lo normal en Sicilia, lo que demostraba que no se trataba de una familia pobre.
Dentro de la casa había varias imágenes de la Virgen, dentro de campanas de cristal y rodeadas de velas encendidas. Los dos hijos de Vitelli estaban esperándolos, vestidos con el traje oscuro de los días festivos. Eran muy corpulentos y tenían poco más de veinte años, aunque parecían mayores, debido al duro trabajo de la granja. La madre era una mujer tan vigorosa como su marido. De la muchacha, sin embargo, no se veía ni rastro.
Después de las presentaciones, a las que Michael no prestó la menor atención, todos pasaron a una habitación, que lo mismo podía ser una sala que un comedor. Estaba atestada de muebles de todas clases, algo propio de una familia de la clase media siciliana.
Michael dio sus regalos al señor y a la señora Vitelli. El de aquél consistía en un cortapuros de oro, y el de ésta en una pieza de tela muy fina, la más cara que Michael encontró en Palermo. Faltaba entregar el paquete que contenía el regalo para la muchacha. Los obsequios fueron recibidos con cortesía pero sin muestras de entusiasmo. Era demasiado pronto; no debería haberlos hecho hasta la segunda visita.
—No crea que somos tan poca cosa como para recibir fácilmente a forasteros en nuestra casa —le dijo el padre con rústica franqueza—. Pero Don Tommasino nos lo recomendó personalmente, y en esta provincia nadie se atrevería a dudar de su palabra. Así pues, si es usted bienvenido a nuestra casa, se debe sobre todo a la influencia de Don Tommasino. Si sus intenciones respecto a mi hija son serias, permítame decirle que deberemos saber un poco más sobre usted y su familia.
—Lo comprendo —admitió Michael con cortesía—. Responderé a todas sus preguntas al respecto.
El signor Vitelli alzó una mano.
—No me gusta adelantar las cosas. Ante todo, veamos si es necesario. Por el momento es usted bien recibido a esta casa, en tanto amigo de Don Tommasino. Lo demás, si debe llegar, llegará a su debido tiempo.
A pesar de las gotas que el doctor Taza le había puesto en la nariz, Michael olió la presencia de la muchacha en la habitación. Al volverse, vio a Apollonia en el portal que daba a la parte trasera de la casa. Olía a flores, aun cuando no llevaba ninguna prendida en su rizado pelo ni en su severo vestido negro, el cual, evidentemente, era el mejor que tenía. La muchacha le dirigió una leve sonrisa y una fugaz mirada antes de bajar los ojos e ir a sentarse al lado de su madre.
De nuevo Michael sintió que le faltaba la respiración. Lo que sentía por aquella chica era, más que deseo, un ansia loca de posesión. Por vez primera en su vida comprendió por qué el hombre italiano tenía fama de celoso. En aquel momento, Michael estaba dispuesto a matar a cualquiera que se atreviera a tocarla, que intentase arrebatársela. Deseaba poseerla, como el miserable desea poseer dinero, como el que cultiva la tierra ajena desea poseer su propia tierra. Nadie le impediría poseer a aquella muchacha, nadie le impediría mantenerla prisionera para evitar que otro hombre pudiera mirarla siquiera. Cuando ella sonrió a uno de sus hermanos, Michael dirigió a éste una mirada asesina. La familia se dio cuenta de que se trataba del clásico «rayo». Aquel joven sería, hasta que se casaran, un juguete en manos de Apollonia. Luego las cosas cambiarían, por supuesto, pero no importaba.
Michael se había comprado algo de ropa en Palermo, por lo que ya no tenía aspecto de campesino. Saltaba a la vista, pensaron todos, que aquel joven era un Don. La herida de su cara no le daba un aspecto tan desagradable como él creía. Habida cuenta de que la otra parte del rostro era muy agradable, su deformación podía incluso pasar por interesante. Además, Sicilia era una tierra en la que esa clase de defectos eran tan corrientes, que, salvo en casos exagerados, pasaban prácticamente inadvertidos.
Michael miró fijamente a la muchacha. Sus labios, ahora se daba cuenta, eran morados; tan oscura era la sangre que corría por su interior.
Sin atreverse a pronunciar su nombre, Michael dijo a Apollonia:
—El otro día te vi en el naranjal, mientras corrías. Espero no haberte asustado.
Ella lo miró por una fracción de segundo. En respuesta a la pregunta de Michael, hizo un gesto de negación con la cabeza. Michael no pudo resistir el encanto de aquella breve mirada.
—Dirige la palabra al pobre muchacho, Apollonia —la reconvino la madre con aspereza—. Ha recorrido muchos kilómetros para venir a verte.
La muchacha, sin embargo, seguía con los ojos fijos en el suelo. Entonces Michael le entregó el paquete envuelto en papel dorado, y ella se lo puso en el regazo.
—Ábrelo, muchacha —dijo el padre.
Pero las manos de Apollonia permanecieron inmóviles. Eran pequeñas y morenas, juguetonas. La madre, impaciente, tomó el paquete y lo abrió procurando no estropear el delicado papel. Al ver el estuche de fino terciopelo rojo se le cortó la respiración, pues «nunca había tenido en sus manos nada tan lujoso» y, además, no sabía cómo abrirla. Finalmente, por puro instinto, lo consiguió, y entre sus dedos apareció el regalo de Michael.
Era una cadenita de oro. La familia estaba boquiabierta, no sólo por el enorme valor de la joya, sino porque cuando un hombre regalaba un objeto de oro, demostraba que sus intenciones eran serias, muy serias. Con su obsequio, aquel joven acababa de hacer una proposición matrimonial, o, en cualquier caso, tenía intención de hacerla. Ya no existían dudas acerca de la seriedad del forastero. Su regalo no podía ser tomado a broma.
Apollonia aún no había tocado el regalo. Su madre se lo enseñó, pero ella no pareció hacerlo caso, sino que miró a Michael y dijo:
—Grazie.
Era la primera vez que él oía su voz.
Apollonia era tímida, y su timidez la hacía, a los ojos de Michael, todavía más encantadora. Él, confuso por el modo en que lo miraba la muchacha, siguió hablando con los padres. No obstante, se dio cuenta de que el vestido de Apollonia, a pesar de que no podía considerarse demasiado estrecho, parecía incapaz de contener su cuerpo. Y se fijó también en que la cara de aquélla parecía todavía más morena, debido, sin duda, a que estaba sonrojada.
Finalmente, Michael se levantó, y lo mismo hizo la familia Vitelli. Se despidieron estrechándose la mano, y él sintió escalofríos cuando la suya entró en contacto con la de ella; era una mano cálida y fuerte, una mano de campesina. El signor Vitelli lo acompañó hasta el automóvil y lo invitó a comer con la familia el domingo siguiente. Michael aceptó, sabiendo que no podría esperar toda una semana para ver nuevamente a la muchacha.
Y no esperó. Al día siguiente, sin los dos pastores, se fue al pueblo y se sentó en la terraza del café, para hablar con el signor Vitelli. Éste sintió lástima del joven y envió a buscar a su esposa y a su hija, para que acudieran al café a hacerle compañía. La muchacha se mostró menos tímida y más locuaz. Llevaba el vestido estampado de los días laborables, que le sentaba mucho mejor que el negro de los domingos.
El martes ocurrió lo mismo, sólo que Apollonia llevaba puesta la cadena de oro que él le había regalado dos días antes. Michael le sonrió, sabiendo que aquel hecho debía de tener un significado profundo. La acompañó colina arriba, unos pasos por delante de la madre de ella, pensando cuán difícil sería evitar rozar el cuerpo de Apollonia. De pronto, ésta tropezó y chocó con Michael, quien al sostenerla para que no cayese sintió que la sangre le hervía en las venas. Ninguno de los dos pudo ver la cómplice sonrisa de la madre, que sabía que su hija conocía muy bien aquel camino —por lo que era imposible que hubiera tropezado de verdad—, así como que aquella era la única manera de que se dejara tocar por su pretendiente antes de la boda.
Aquello duró unos quince días. Michael le llevaba regalos cada día, y Apollonia iba perdiendo su timidez. Pero nunca podían verse a solas. La chica era una aldeana casi analfabeta que no sabía nada del mundo; pero su ingenuidad y su alegría de vivir, sumadas a la barrera que imponía el lenguaje, la hacían aún más interesante a los ojos de Michael, que tenía mucha prisa por formalizar la relación.
Y como la muchacha no sólo se sentía fascinada por él, sino que sabía que debía de ser rico, la boda se concertó para un domingo, dos semanas más tarde.
Don Tommasino intervino. De América le habían dicho que Michael era libre de hacer lo que quisiera, pero también le advirtieron que debían tomarse una serie de precauciones. Así, pues, Don Tommasino decidió actuar como padre del novio, para asegurar la presencia de sus propios guardaespaldas. Calo y Fabrizzio también formarían parte del grupo de invitados del novio, así como el doctor Taza. El nuevo matrimonio viviría en la villa de éste, cuya tapia de piedra ofrecía bastantes garantías de seguridad.
La boda fue al estilo rural. La gente del pueblo salió a la calle para presenciar el paso del cortejo nupcial, que recorrió a pie el trayecto que separaba la iglesia de la casa de la novia, arrojando almendras garrapiñadas al público. Luego, con las almendras que quedaran, se harían montañitas sobre el lecho nupcial, algo puramente simbólico, pues los recién casados pasarían su primera noche en la villa de las afueras de Corleone. Y finalmente se celebró la fiesta, que duró hasta la medianoche. Los novios, sin embargo, se marcharon bastante antes, en el Alfa-Romeo. Michael quedó sorprendido al ver que la madre de Apollonia, a instancias de ésta, se disponía a acompañarles a la villa de Corleone. El padre le explicó que la muchacha era virgen y, por lo tanto, estaba un poco asustada. A la mañana siguiente, necesitaría a alguien con quien hablar, a alguien que la aconsejara si las cosas no iban tan bien como era de esperar. La noche de bodas podía ser muy difícil para una muchacha sin experiencia. Michael vio que Apollonia le dirigía una mirada de súplica. Sonrió a la que era ya su esposa y asintió.
Así pues, los recién casados se pusieron en marcha en dirección a Corleone, con la suegra en el asiento posterior. Sin embargo, al llegar, la señora Vitelli dio a su hija un beso, la abrazó y desapareció de la escena, dejando que los recién casados entraran solos en el enorme dormitorio que habían destinado para ellos.
Apollonia llevaba todavía el vestido y el velo nupciales. Los criados ya habían subido el baúl y la maleta. Sobre una mesita había una botella de vino y una bandeja con pasteles. La muchacha se quedó quieta en el centro de la habitación, esperando a que Michael diera el primer paso. Pero Michael, ahora que estaba a solas con ella, ahora que era legalmente suya, ahora que nada le impedía disfrutar de aquel cuerpo con el que había soñado todas las noches, no sabía qué hacer. La observó dejar el velo sobre una silla y colocar con cuidado la corona nupcial encima de una de las mesitas, cubierta de los frascos de perfumes y cremas que él había comprado en Palermo.
Michael apagó las luces, pensando que la muchacha prefería que la oscuridad ocultara su cuerpo mientras se desvestía. Pero la luna siciliana que entraba por las ventanas daba una relativa claridad al dormitorio. De modo que también cerró las ventanas, aunque no del todo, pues hacía mucho calor.
La muchacha seguía de pie junto a la mesa del centro, por lo que Michael salió de la habitación y bajó al cuarto de baño. Luego tomó un vaso de vino con el doctor Taza y Don Tommasino, en el jardín, mientras las mujeres se preparaban para acostarse.
Esperaba que, a su regreso, Apollonia estuviera metida en la cama. Le extrañaba que la madre no se hubiese quedado para ayudarla a desvestirse. Tal vez lo que Apollonia deseaba era que la ayuda partiese de él. Pero Michael estaba seguro de que era una muchacha demasiado tímida e inocente para que se le ocurriese siquiera algo así.
Al regresar al dormitorio, Michael se sorprendió de encontrarlo completamente a oscuras. Las ventanas estaban cerradas del todo. A tientas, se acercó a la cama y notó el cuerpo de Apollonia debajo de las sábanas. Se desvistió y se metió en el lecho. Alargó una mano y tocó una piel desnuda y sedosa. Era evidente que Apollonia no se había puesto el camisón, lo cual encantó a Michael. Lentamente, con sumo cuidado, puso una mano en el hombro de ella, para que se volviera hacia él. Ella giró sobre sí misma muy despacio y los dedos de él rozaron un seno suave, pleno. Michael la tomó entonces con fuerza entre sus brazos, mientras le daba un profundo y apasionado beso en la boca.
La carne y el sedoso cabello de Apollonia, que mostraba un súbito entusiasmo, lo envolvieron en un frenesí tan erótico como virginal. Cuando Michael la penetró, ella soltó un grito ahogado, permaneció quieta por un instante y a continuación empujó la pelvis contra él y le rodeó la cintura con las piernas. Cuando ambos alcanzaron el orgasmo estaban unidos con tanta fiereza, y presionaban el uno contra el otro con tanta violencia, que al separarse sintieron un temblor semejante a los espasmos que anteceden a la muerte.
En el curso de las noches y semanas que siguieron, Michael Corleone comprendió el motivo por el cual los pueblos socialmente primitivos concedían una importancia enorme a la virginidad. Fue un período de sensualidad y sentimiento de poder masculino que nunca antes había experimentado. En aquellos primeros días, Apollonia se convirtió casi en su esclava. Existiendo confianza y amor, la conversión de una muchacha virgen en «mujer» es algo tan delicioso como una fruta en su punto exacto de madurez.
Ella, por su parte, hizo que se desvaneciese un poco la atmósfera excesivamente masculina que se respiraba en la villa. Había despedido a su madre al día siguiente de la boda. La mesa de la casa, que ella presidía, tenía un nuevo encanto. Don Tommasino cenaba con la pareja todas las noches, y el doctor Taza, en el jardín, contaba una y otra vez sus viejas historias, mientras bebían unos vasos de buen vino. Las veladas, pues, eran plácidas y agradables. Luego, en su dormitorio, los recién casados pasaban horas haciendo el amor. Michael no se cansaba del escultural cuerpo de Apollonia, ni de su cutis color miel, ni de sus grandes y bellos ojos negros, unos ojos que la pasión embellecía aún más. Su carne perfumada tenía para Michael un enorme poder afrodisíaco, y su pasión virginal prolongaba el anhelo de la primera vez, por lo que en ocasiones, cuando llegaba la aurora los sorprendía exhaustos y todavía despiertos. Otras veces, y a pesar del cansancio, Michael no podía conciliar el sueño. Entonces se sentaba junto a la ventana y contemplaba durante largo rato el dormido y desnudo cuerpo de su esposa. Su rostro, más encantador si cabe cuando dormía, era perfecto; tanto, que Michael sólo había visto rostros parecidos en los libros de arte. Era un rostro de Madonna, virginal y sensual al mismo tiempo.
Durante la primera semana de su matrimonio, Michael y Apollonia salieron cada día a merendar al campo y a pasear en el Alfa-Romeo. Pero un día Don Tommasino le dijo a Michael que el matrimonio había hecho que su presencia e identidad fueran conocidos de todos en aquella parte de Sicilia, por lo que sería preciso tomar precauciones contra los enemigos de la familia Corleone, capaces de penetrar incluso en aquel refugio. Don Tommasino puso guardias alrededor de la villa y encargó a Calo y Fabrizzio que protegieran los muros de la finca. Michael y su esposa debieron conformarse, a partir de aquel momento, con permanecer dentro de los límites de ésta. Por aquellos días, además, Don Tommasino dejó de ser el hombre alegre que hasta entonces había sido, para mostrarse preocupado, según dijo el doctor Taza, por una serie de problemas provocados por el nuevo jefe de la Mafia de Palermo.
Una noche, en el jardín, una vieja sirvienta de la casa trajo a Michael un plato de olivas, y preguntó:
—¿Es cierto lo que dicen todos, que es usted el hijo de don Corleone, de Nueva York, el Padrino?
Michael advirtió que Don Tommasino hacía una mueca de disgusto. Sin embargo, a la vieja criada parecía importarle tanto conocer la verdadera identidad de Michael, que respondió que sí, que era cierto lo que todos decían.
—¿Conoce usted a mi padre? —le preguntó a la anciana.
La mujer se llamaba Filomena, tenía la cara tan arrugada y morena como un nogal, y los pocos dientes que le quedaban, amarillentos. Por vez primera desde que Michael estaba en la villa, la mujer le sonrió.
—El Padrino me salvó la vida, por no hablar de mis sesos —apuntó Filomena.
Era evidente que quería añadir algo más, por lo que Michael le dirigió una amistosa sonrisa, como para darle ánimos. Con voz temblorosa, la vieja criada inquirió:
—¿Es cierto que Luca Brasi ha muerto?
Michael asintió y quedó sorprendido al observar que la mujer soltaba un suspiro de alivio y hacía la señal de la cruz al decir:
—Dios me perdone, pero ojalá esté en lo más profundo del infierno.
Michael sintió que aquellas palabras despertaban su antigua curiosidad respecto a Brasi. De pronto intuyó que aquella mujer conocía la historia que Hagen y Sonny nunca habían querido contarle. Así pues, le sirvió a la anciana un vaso de vino y la invitó a tomar asiento.
—Hábleme de mi padre y de Luca Brasi —le pidió—. ¿Cómo se hicieron amigos y por qué Luca Brasi era tan leal a mi padre? No tema, puede hablar con toda tranquilidad.
Los negros ojos de Filomena buscaron los de Don Tommasino, quien con un leve gesto dio su permiso. Filomena, pues, procedió a contar su historia.
Treinta años antes, Filomena había sido comadrona en la ciudad de Nueva York. Prestaba sus servicios exclusivamente a la colonia italiana, y como las mujeres estaban siempre embarazadas, prosperó. Cuando los médicos trataban de interferir en algún parto difícil, Filomena les cantaba las cuarenta. Por aquel entonces, su marido era propietario de una próspera tienda de comestibles. Hacía años que había muerto, y ella rezaba por él todas las noches, a pesar de que siempre había sido muy jugador y nunca se había preocupado de ahorrar para el día de mañana.
Una maldita noche, treinta años atrás, cuando todas las personas honradas dormían, llamaron a la puerta de Filomena. Ella no se asustó, naturalmente, pues era la hora que muchos niños escogían para venir al mundo. Por lo tanto, se vistió y abrió la puerta. En el rellano estaba Luca Brasi, cuya fama era, ya entonces, siniestra. También se sabía que permanecía soltero. Al ver que se trataba de él, Filomena se asustó. Pensó que pretendía causar algún daño a su marido, debido tal vez a que éste se había negado a hacerle algún pequeño favor.
Pero no se trataba de nada de eso. Brasi le dijo a Filomena que en una casa situada a cierta distancia había una mujer que estaba a punto de dar a luz, y que, por lo tanto, debería acompañarlo. Filomena sintió de inmediato que algo no encajaba. Aquella noche, la cara de Brasi, de ordinario tan brutal, parecía la de un hombre pacífico. Para librarse de él, Filomena le dijo que sólo atendía a parturientas cuya historia conocía, pero Brasi le mostró un fajo de billetes y, en tono rudo, le ordenó que hiciera lo que le pedía. Naturalmente, ella no se atrevió a negarse.
En la calle los aguardaba un Ford. Su conductor tenía un aspecto tan amenazador como el de Brasi. En menos de treinta minutos llegaron a una casita de madera, en Long Island, poco después de pasar el puente. Evidentemente, allí vivían Luca Brasi y sus compinches, pues en la cocina Filomena vio a algunos hombres que bebían y jugaban a las cartas. Brasi condujo a la comadrona hasta un dormitorio en el piso de arriba. En la cama había una muchacha joven, con aspecto de irlandesa, muy maquillada y con el pelo de color rojo; tenía el vientre muy hinchado. Cuando vio a Brasi, la muchacha volvió la cabeza, aterrorizada ante el odio diabólico que se reflejaba en el rostro de éste. Al recordarlo, Filomena volvió a santiguarse.
Para no alargar demasiado el relato, diremos que Brasi salió de la habitación y que fueron dos de sus hombres quienes ayudaron a la comadrona. Después de nacer la niña, la madre, exhausta, se sumió en un profundo sueño. Llamaron a Brasi, y Filomena, que había envuelto a la recién nacida en una fina toalla, alargó el bulto a Luca y dijo:
—Si es usted el padre, hágase cargo. Mi trabajo ha terminado.
Brasi la miró, con aire malvado, y repuso:
—Sí, soy el padre. Pero no quiero que viva nadie de esa raza. Llévela al sótano y arrójela a la caldera.
Por un instante Filomena pensó que no había oído bien. Le extrañaba el tono con que había pronunciado la palabra «raza». ¿Se debía a que la chica no era italiana? ¿O quizá porque se trataba de una prostituta? ¿O acaso Brasi había pretendido decir que no quería que viviera nadie de su propia raza? Era imposible, debía de haber hablado en broma. Filomena, ásperamente, replicó:
—Es su hija; haga lo que quiera.
Y trató de entregarle nuevamente la niña.
En aquel momento, la madre despertó, y al ver que Luca Brasi arrojaba violentamente a la recién nacida contra el pecho de Filomena, con voz débil musitó:
—Lo siento, Luca, lo siento.
Rápidamente, Brasi se volvió hacia ella. Fue terrible, realmente terrible. Parecían dos animales salvajes. No eran humanos. El odio que se profesaban estalló con furiosa violencia. En aquellos momentos nada existía para ellos, ni siquiera la niña que acababa de llegar al mundo. Y, sin embargo, era evidente que entre ellos existía una extraña pasión. Pero nada bueno podía esperarse de una pasión como aquélla; estaba condenada. Luego, Luca Brasi miró a Filomena y masculló:
—Obedezca. Le pagaré una fortuna.
Filomena quedó muda de terror. Sacudió la cabeza y, tras un gran esfuerzo, murmuró:
—Hágalo usted, que es el padre.
Brasi no respondió. En su mano apareció un cuchillo, que acercó a la garganta de Filomena.
—Voy a cortarle la cabeza —rugió. La comadrona sufrió entonces un fuerte colapso, y casi sin darse cuenta se encontró de pronto en el sótano, con Luca. Seguía sosteniendo a la niña, que había permanecido completamente silenciosa. De haber llorado, pensaba Filomena, tal vez aquel monstruo habría sentido lástima de ella.
Uno de los hombres debía de haber abierto la puerta de la caldera, pues se veía el fuego. Brasi volvió a sacar el cuchillo… y a Filomena no le cupo duda alguna de que lo utilizaría. A un lado tenía las llamas; al otro, los ojos de Brasi, unos ojos bestiales, propios de un loco. Sintió que el hombre la empujaba, como si pretendiera arrojarla también a ella a la caldera, y…
Al llegar a este punto, Filomena calló. Juntó las manos sobre su regazo y miró fijamente a Michael. Éste, que comprendió que quería seguir hablando, preguntó:
—¿Lo hizo?
Filomena asintió, y sólo después de beber un buen sorbo de vino, de santiguarse y de musitar una plegaria, pudo continuar su relato. Brasi le dio un fajo de billetes y la condujo hasta su casa. Ella sabía que si decía una sola palabra del asunto a alguien, él la mataría. Dos días después, se enteró de que Brasi había asesinado a la muchacha irlandesa, la madre de su hija, y la policía lo había arrestado. Filomena, presa del pánico, fue a ver al Padrino y le contó la historia. Don Corleone le ordenó que no dijera nada, que él se ocuparía de arreglarlo todo. Por aquel entonces Brasi no trabajaba para Don Corleone.
Antes de que el Padrino pudiera ocuparse del asunto, Luca Brasi trató de suicidarse en su celda, cortándose la garganta con un trozo de vidrio. Lo trasladaron a la enfermería de la prisión y, mientras se recuperaba, Don Corleone lo arregló todo. La policía se encontró sin pruebas que llevar a los tribunales, y Luca Brasi fue puesto en libertad.
Aunque Don Corleone le aseguró a Filomena que nada tenía que temer de Brasi, como tampoco de la policía, ella sentía remordimientos. Sus nervios estaban destrozados y no se veía con fuerzas para seguir ejerciendo su profesión. Finalmente, consiguió persuadir a su marido de que vendiera la tienda y regresaran a Italia. Él, que era un buen hombre, estaba al corriente de todo y supo comprender. Pero era un hombre débil, y en Italia perdió el poco dinero que habían ahorrado en América. Cuando murió, ella no tuvo más remedio que colocarse de sirvienta. Filomena terminó de contar su historia. Se sirvió otro vaso de vino y añadió, dirigiéndose a Michael:
—Bendigo el nombre de su padre. Siempre que se lo pedía, me enviaba dinero, y me salvó de Brasi. Dígale que rezo por él todas las noches, y que no debe temer a la muerte.
Cuando la mujer se hubo marchado, Michael preguntó a Don Tommasino:
—¿Es verdad lo que ha contado?
El capomafia asintió con la cabeza, y Michael pensó que no era extraño que nadie hubiera querido contarle aquella historia.
A la mañana siguiente, Michael sintió deseos de hablar con Don Tommasino de lo que Filomena le había contado, pero le dijeron que había tenido que marchar urgentemente a Palermo. Cuando regresó, por la noche, se llevó aparte a Michael. Habían llegado noticias de América, explicó. Noticias malas, muy malas: Santino Corleone había sido asesinado.