NA: Esta historia es de mi autoría, todos los derechos reservados.
El sol estaba a medio ocultar, tiñendo los cielos de un tono naranja rojizo. Los pocos árboles dispersos por el terreno se convertían en sombras de la noche. El camino que solían transitar los campesinos para dirigirse al pueblo minero de Carbón Encantado, ubicado en la punta sur del continente, estaba vacío. Desde hacía unas semanas, las noches se habían vuelto peligrosas en esta ruta. Según las historias de los aterrados campesinos, un demonio acechaba el cruce de caminos, asaltando y devorando a todo aquel que pasara por allí.
Milo cabalgaba por este camino en su caballo Pacífico. Llevaba una túnica gris limpia y sin agujeros, aunque algo vieja y con algunos parches. Su pantalón estaba en las mismas condiciones. Sus botas de cuero tenían aproximadamente la mitad de su vida útil, y en la cintura llevaba una espada mellada que había comprado en la chatarra de una herrería por unas monedas de cobre. Él mismo había hecho la funda con retazos de cuero de los pequeños animales que podía cazar. Lo único de lo que podía estar orgulloso era de su caballo. Pacífico era un buen caballo que su hermano le había regalado diez años atrás por su cumpleaños número quince. Había costado cincuenta monedas de plata, el equivalente a una moneda de oro.
El motivo de recibir un regalo tan caro era que su hermano creyó que así podría impresionar a una chica. Milo necesitaba el caballo porque su propia apariencia no era buena. A pesar de su buena altura, 1,85 metros, en muchas ocasiones lo confundían con un campesino. Su piel tostada por el sol y sus rasgos normales hacían que las jóvenes damas no le prestaran atención. Por esa razón, su hermano determinó que necesitaba un caballo que llamara la atención de las mujeres por él. Sin embargo, a sus veinticinco años seguía soltero.
Milo miró el cruce de caminos cubierto por enormes rocas, la más grande de ellas alcanzando los diez metros de altura y la más pequeña unos tres metros. Nadie sabía cómo habían llegado allí, pero cubrían el cruce de caminos formando un pequeño laberinto. Siempre fue el lugar ideal para una emboscada y, debido a eso, era vigilado de cerca por los pueblos mineros de los alrededores. Milo miró hacia atrás y vio una maltrecha carreta cubierta por una lona vieja que era arrastrada por Pacífico.
Milo se aseguró de que todo estuviera en su lugar mientras entraban al cruce de caminos. En las caras de las altas rocas que daban al camino, se podían ver nombres de nobles que habían pasado por el lugar y habían decidido que sus firmas mejorarían el encanto de estas rocas. También había marcas de todo tipo, evidencia de que muchos campesinos tenían la misma idea. Milo fijó su vista en la roca más alta justo cuando una feroz criatura de tres metros de altura, con tres cabezas, saltó de entre las rocas. La cabeza del medio era de un perro, mientras que las de los lados eran de una vaca y un cocodrilo. Su cuerpo y garras eran de león y se lanzó contra la carreta aplastándola con una de sus patas delanteras. Milo hizo una mueca, su hermano lo reprendería por eso. Esa era su única carreta.
La criatura estaba complacida por su éxito, pero pronto su alegría se convirtió en molestia y luego sospecha. Sus cabezas miraron a su alrededor, temiendo una emboscada. El contenido de la carreta olía a carne fresca, pero solo encontraron rocas manchadas de sangre.
—No hay nadie más —dijo Milo. Como sospechaba, la criatura no era un demonio. Los demonios tenían apariencia quimérica, pero no eran tan grandes o poderosos. En cuanto a los señores demonios, ellos tenían forma humana.
La criatura lo ignoró y siguió mirando a su alrededor, olfateando con sus tres cabezas.
—Buenas tardes. Soy Milo Edevane, un caballero. Estoy aquí para llevarte conmigo. No puedes quedarte en este lugar, es peligroso para ti, y robar a los aldeanos está mal. Sé que eres joven y tienes hambre, pero podemos solucionarlo… —La criatura saltó a la cima de la roca más alta y lo miró con furia. Rugió y volvió a saltar, esta vez cayendo frente a Milo y mostrando los colmillos de sus tres cabezas.
—No necesitamos recurrir a la violencia —dijo Milo con calma.
La criatura golpeó una de sus pesadas patas contra el suelo para mostrar su desacuerdo y miró a Pacífico, lamiéndose la boca. Pacífico, que masticaba hierba con tranquilidad y apatía, miró a la criatura y escupió entre los ojos de la cabeza del medio. "Caballo pendenciero", pensó Milo abatido, mientras veía a la criatura hacer gestos de asco e intentar desesperadamente limpiarse la cara con sus patas delanteras.
—¡No lo hagas! —gritó Milo, pero ya era demasiado tarde.
La criatura rugió y se abalanzó para morder la cabeza de Pacífico en un ataque de furia. Sin embargo, Pacífico seguía mirando a la criatura con indiferencia. Milo saltó hacia adelante y golpeó a la criatura con su puño derecho, haciéndola volar diez metros y estrellarse contra el suelo, dando dos vueltas. Había subestimado su resistencia. Milo dejó a Pacífico y corrió hacia la criatura, que se transformó en una nube de oscuridad y disminuyó su tamaño hasta convertirse en una pequeña niña desnutrida y de cabello negro maltratado, con el rostro ligeramente deformado y los ojos desvaídos.
La niña estaba gravemente herida. Sus costillas estaban rotas y sus pulmones perforados, lo que hacía que escupiera espuma sanguinolenta por la boca. Uno de sus brazos estaba fracturado y su cráneo estaba fracturado.
—¡Lo siento mucho! —dijo Milo, sintiéndose terrible. Se apresuró a cortar su dedo índice con la uña del pulgar para extraer una gota de sangre y ofrecérsela a la niña.
La niña miró la sangre con asco y repulsión, pero Milo no pidió su opinión y vertió la gota de sangre en su boca. La niña se estremeció y tembló mientras su cuerpo se curaba y se reformaba, incluso recuperándose de su desnutrición. Su largo cabello adquirió un color negro brillante y una apariencia saludable. Sus ojos ahora eran de un azul claro y su piel era suave y lisa.
—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó Milo mientras la niña se levantaba y lo miraba con asombro. Ella no habló, simplemente saltó de la roca.
Milo hizo una mueca y saltó detrás de ella. Nunca había tenido una buena relación con los niños; todos corrían al verlo. La niña, que había saltado a la cima de una roca, pareció horrorizada al verlo allí.
—¡Por favor, cálmate! —pidió Milo.
La niña se convirtió en una nube de humo negro y se transformó en una gran serpiente blanca de ojos rojos, que medía unos treinta metros de largo y tenía el ancho de un barril de cerveza. La serpiente atacó, pero Milo no la golpeó, sino que evadió su ataque y la abrazó con fuerza. Ya no habló, porque era inútil. En cambio, saltó junto a Pacífico mientras sujetaba fuertemente a la niña convertida en serpiente, obligándola a volver a su forma humana.
Milo se quitó su capa, cubrió el cuerpo de la niña con ella y luego sacó una cuerda de sus alforjas y la amarró. La niña empezó a gritar y llorar, así que él le colocó un trapo en la boca para amordazarla. Intentar hacer amistad con ella era inútil. Milo la miró y la niña se estremeció.
—Daphne, no te preocupes, todo estará bien. Eres una bestia devoradora de magos, ¿verdad? Te llevaré con mi maestro. Él te explicará todo con calma —dijo Milo, mientras la sentaba en la silla de Pacífico y recogía los restos de la carreta, atándolos para que Pacífico los arrastrara.
Una vez que terminó de recoger los restos, Milo montó en Pacífico y dieron la vuelta para regresar al pueblo. Sabía que tomaría varias horas, así que tendrían que acampar para que la niña descansara un rato. La niña parecía triste mientras derramaba lágrimas, y Milo no pudo evitar recordar a una figura similar, con cabellos dorados y suaves bucles. Perdió el control de sus emociones y trató de respirar profundamente mientras sus propias lágrimas comenzaban a fluir.
Daphne sintió agua caer sobre ella… No, eran lágrimas. El horrible bicho que la había secuestrado estaba llorando. "Este tipo está loco", pensó Daphne, sintiéndose muy asustada. Antes de morir debido al hambre y la enfermedad, su madre le había dicho que se alejara de los humanos y se mantuviera en su refugio. Su refugio era un lugar seguro, donde los humanos de una ciudad tiraban los huesos de los animales que comían. A ellos no les servían, pero Daphne podía comerlos y eso le ayudaba a satisfacer su hambre. Las bestias mágicas que se acercaban al lugar huían aterrorizadas al verla; los animales salvajes no eran rivales para ella y los humanos solo visitaban el lugar para desechar los huesos. Era un lugar tranquilo donde vivía en relativa paz.
Daphne no tenía ningún plan de abandonar su cómodo escondite, pero desde hace unos meses había sentido un llamado. Era una sensación cálida y familiar… algo que no podía explicar. Era seguridad y comodidad. Daphne decidió confiar en ese llamado y atravesó el continente de norte a sur para encontrarse con él, pero desde hacía una semana estaba perdida. Desde que llegó a estas tierras, no sabía a dónde ir. Aquella presencia que la llamaba estaba en todas partes y a la vez en ningún lugar. Daphne empezó a sufrir el hambre y el agotamiento, sin tener forma de cazar. Las bestias mágicas huían de ella a kilómetros de distancia y los animales salvajes siempre se ocultaban. No sabía cómo cazarlos.
Un día, con el estómago rugiendo de hambre, Daphne se quedó dormida entre las rocas en un cruce de caminos. Al despertar, vio a algunos humanos acechándola. Asustada, rugió y los humanos huyeron en todas direcciones. Daphne también se preparaba para huir, pero se topó con una carreta llena de ovejas. Los humanos la habían dejado allí cuando escaparon. Había verduras y vegetales también. Daphne comió hasta saciar su estómago y descubrió que los humanos eran cobardes y que era fácil arrebatarles la comida.
Daphne decidió quedarse en el lugar mientras intentaba encontrar a esa presencia familiar, pero no encontró nada y, desafortunadamente, los humanos dejaron de pasar por allí. El hambre volvió a atacarla y hasta hubo humanos con magia que intentaron atacarla. Daphne creyó que moriría al enfrentarlos. Ella solo era una niña, no sabía pelear, y esos magos lanzaban bolas de fuego y partían enormes rocas con sus manos mientras la perseguían.
Daphne se agotó rápidamente debido al hambre y, finalmente, se levantó tambaleante para dar un último rugido desesperado. Sin embargo, los aterradores magos, al escuchar su rugido, se quedaron paralizados, como si hubieran perdido todas sus fuerzas. Daphne creyó que trataban de engañarla, pero ya no podía correr y decidió acercarse a ellos para ver de cerca.
Con mucho cuidado, Daphne se acercó y encontró a los magos en un estado miserable. Sus cuerpos temblaban en el suelo y les salía saliva de la boca. Algunos lloraban pidiendo clemencia y otros se habían orinado encima. Daphne se sintió eufórica. Les quitó toda la comida que llevaban, que no era mucha, y luego les dio una buena paliza por haber intentado cazarla.
Los magos no volvieron después de eso, hasta que apareció el bicho horroroso de ojos cristalinos. Daphne se sintió extraña al verlo. Los otros magos que habían venido a cazarla olían diferente, por lo que Daphne se sintió tentada de morderlos, pero este mago no olía a nada. Tampoco mostraba ni un poco de miedo al enfrentarse a ella, y esa bestia en la que montaba le había escupido con una saliva asquerosa. Pero lo peor de todo eran sus ojos.
Sus horribles ojos cristalinos la hacían sentir agobiada, como si se estuviera colando en su mente y se aferrara a ella como una garrapata de la que no podía liberarse. Era una sensación horrible. ¿Qué era ese bicho horroroso?¿Por qué sus rugidos, que dejaron indefensos a los otros magos, no funcionaron con él? Ahora había sido secuestrada y no sabía qué cosas crueles harían los humanos con ella. "Quiero a mi mamá, quiero un abrazo", pensó Daphne desesperanzada.
Milo se sintió terrible por la pobre niña. Ella ni siquiera sabía que era una bestia devoradora de magos y que lo que la atraía a este lugar era su sangre. Milo intentó abrazarla, pero la niña se estremeció y se echó a llorar de nuevo, así que la soltó y suspiró con pesar. Milo cabalgó durante unas horas en la oscuridad de la noche estrellada. Él no temía a las bestias mágicas, la mayoría de ellas eran amigables con él. Tampoco temía a los animales salvajes, ya que no representaban ninguna amenaza. Su visión nocturna era casi tan buena como la diurna y no se cansaba fácilmente. Podía cabalgar toda la noche, pero la niña parecía cansada y agobiada. Además, no dejaba de llorar.
Milo se detuvo a un lado del camino en un área despejada de maleza y bajó de su caballo junto a la niña. Partió algunas tablas de la carreta destruida y hizo una fogata, rodeándola con unas cuantas rocas para mantener el calor. Milo sacó su saco de dormir y lo extendió en el suelo para acostar a la niña. No le quitó la mordaza ni la soltó, ya que ella seguía tratando de escapar y llorando sin cesar. Milo desensilló a Pacífico y lo dejó cuidando de la niña mientras él cogía su arco, algunas flechas y entraba al bosque a cazar.
Media hora después, Milo regresó con una docena de conejos y cinco ardillas. Los animales grandes como venados y jabalíes estaban reservados para los nobles dueños de las tierras, y aquel que osara cazarlos se enfrentaría a la amputación de sus manos. Cuando volvió, la niña se había calmado bastante. Ella miró los conejos con incredulidad. Prefiere la compañía del caballo a la mía, pensó Milo algo abatido. Milo sacó su daga y desolló rápidamente los conejos y las ardillas. Asó un conejo y se disponía a ofrecérselo a la niña, pero esta ya se había dormido. Milo se comió dos patas de conejo y guardó el resto de la caza para entregársela a Angie cuando volviera a la tienda. A ella le gustaban más las ardillas, pero Milo las detestaba y apenas les prestaba atención, por lo que en su mayoría cazaba conejos.
Cuatro horas después, Milo le dio una gota de su sangre a Pacífico, lo ensilló y partió en busca de los restos de la carreta aplastada para atarlos a su silla.
Pacífico volteó, miró los restos de la carreta y se sintió deprimido. Él era un caballo de guerra, perteneciente a una legendaria línea de sangre de caballos de guerra. En las caballerizas donde fue criado, los niños se peleaban por verlo y los caballerizos competían por atender sus necesidades. Su dueño siempre se frotaba las manos al verlo, murmurando sobre qué gran señor o rey le compraría un caballo tan dotado y majestuoso.
Durante sus años de potro, cuando era un caballo inocente y puro cuyas únicas preocupaciones eran si sus zanahorias parecían cortadas demasiado gruesas, Pacífico recibió innumerables visitas de nobles elegantes y orgullosos. A pesar de eso, ninguno de ellos encontró motivo de queja con él. Al contrario, solo lo alababan a él y a su noble estirpe, proponiendo tratos de miles de monedas de oro para comprarlo y convertirlo en el semental de su propia caballeriza o en una montura de exhibición en torneos.
Pacífico creció brioso y lleno de orgullo y satisfacción personal. Miraba a los demás desde lo alto y nadie se atrevía a mirarlo mal. Su vida inocente fue feliz. Todo cambió en el fatídico día en que fue subastado y conoció a su nuevo dueño. Ese fatídico día, nobles de todo el continente y de más allá del mar llegaron con el único propósito de comprarlo. Su dueño estableció una oferta inicial de diez mil monedas de oro, con incrementos de mil monedas. La subasta estaba a punto de comenzar cuando llegaron dos hombres, uno que parecía un caballero bien vestido y el otro un campesino con parches en su ropa y botas deslucidas.
Ellos manifestaron su deseo de participar en la subasta. Al ver al campesino, su dueño ordenó que los echaran, pero contra toda lógica, diez minutos después no quedaba ningún otro ofertante en la subasta, y el propietario sudaba profusamente, rogando que aceptaran su documento de propiedad de forma gratuita. Los hombres se negaron y pagaron cincuenta monedas de plata, equivalente a una moneda de oro. El propietario tomó la bolsa de monedas y salió corriendo del lugar, dejando a Pacífico en manos de su nuevo dueño.
En su nueva vida, lo primero que Pacífico hizo fue probar el sabor de la sangre. Sin embargo, no era la sangre de un campo de batalla, sino la sangre de su nuevo dueño, quien se cortó el dedo y vertió una gota de sangre en su boca.
Desde ese día, Pacífico miró el mundo con otros ojos. Dejó atrás su inocencia y se hizo consciente de sí mismo y de lo que lo rodeaba. Su nuevo dueño lo llevó a un campamento de mala muerte, lleno de campesinos cubiertos de carbón, prostitutas, niños sucios y esposas que golpeaban a sus maridos con las ollas de cocina. Pacífico no podía hacer mucho para mejorar su situación, pero eso no era lo que más le dolía. No pasaba frío ni hambre, ni recibía maltrato. Su principal problema era su fuente de alimento.
La única comida que recibía de su amo era sangre. Le daban una gota de sangre por la mañana y otra por la tarde. Cuando realizaba trabajos nocturnos, Pacífico recibía dos gotas de sangre durante la noche. Si quería probar algo más, debía comer el pasto que crecía al borde del camino. En el campamento, algunos de esos niños sucios le daban zanahorias en mal estado, manzanas medio podridas e incluso deliciosa y exquisita avena a los otros caballos, pero Pacífico no recibía nada de eso, a pesar de ser el mejor caballo de los alrededores. Todo esto se debía a su amo. Nadie se atrevía a acercarse a él porque era su caballo, y si alguien se acercaba, corría el riesgo de encontrarse con él.
En los últimos meses, Pacífico había sentido un temor cada vez más persistente de que un día terminaría chupando vacas por las noches como un vulgar murciélago vampiro. Al ser alimentado con sangre, existía la posibilidad de que llegara un momento en que quisiera más y se alimentara de las pocas vacas flacas del campamento. Siempre había pensado que no podría caer más bajo que eso, pero como siempre se equivocaba. Pacífico miró los pedazos de chatarra que su amo pretendía atar a su silla. Ahora también sería una de esas bestias que arrastran chatarra por el campamento, pensó Pacífico, cayendo en la depresión.
Milo se sintió avergonzado y se acercó a Pacífico para acariciar su crin.
—En cuanto reciba el pago por este encargo, te compraré cinco sacos de avena —dijo Milo.
Pacífico abrió mucho los ojos, luego relinchó de alegría y se puso erguido. Milo ató los restos de la carreta a la silla y fue a buscar a Daphne, que aún estaba durmiendo, y la llevó al caballo para sentarla en sus piernas y acurrucarla en su pecho. Daphne se despertó y lo miró desconfiada, pero no lloró. Ya se había resignado a su destino y ahora buscaba una forma de escapar. Milo suspiró y emprendió su camino de vuelta al pueblo.
Cuando el sol empezaba a mostrar sus primeros rayos de luz en el cielo y la semioscuridad aún persistía, Milo llegó a la entrada del pueblo. Era un pueblo pequeño y sin murallas, cuyos caminos de entrada estaban custodiados por guardias.
—¡Alto ahí! —dijeron dos guardias apuntándole con sus lanzas.
Del puesto de guardia salió el viejo capitán de la guardia apresuradamente al escuchar el tono alarmado de los dos guardias. Milo siguió adelante sin detenerse. Él era el caballero del conde Damián, señor de estas tierras, y su autoridad estaba por encima de la de los guardias. La razón por la que le detenían era por la niña atada y amordazada que llevaba en sus piernas y la semioscuridad que ocultaba sus rasgos.
—¡He dicho alto! —gritó el guardia amenazante antes de ponerse rígido junto a su compañero, cuando la cara de Milo se hizo visible.
—Es él. El caballero del conde. Dicen que es un mago —murmuró el otro soldado entre dientes. Milo observó al primer guardia que dio la voz de alto. Él miraba a la niña y no parecía dispuesto a dejarlo pasar.
Loric llevaba ya tres años al servicio del conde Damián. Había sido el hijo de un campesino, pero en estas tierras mineras donde la tierra era pobre y ni siquiera la hierba del campo crecía fácilmente, las perspectivas de vida para un campesino no eran alentadoras.
A sus nueve años, Loric había decidido unirse a la guardia del conde Damián. En otros condados, unirse a la guardia era un trabajo arriesgado debido a los demonios, las bestias mágicas o los ataques de otros nobles, pero no en este pueblo. Hacía décadas que no se veía un demonio o bestias mágicas cerca del pueblo, y el conde tenía buenas relaciones con sus vecinos. Tampoco se había oído hablar de ningún conflicto en los alrededores de sus tierras.
Motivado por todas estas ventajas, Loric había entrenado día y noche para competir por uno de los muy solicitados puestos en la guardia de la ciudad, y sus esfuerzos habían dado frutos. Ahora era uno de los guardias de la ciudad y cada mes le asignaban la puerta durante una semana. Este era el mejor puesto posible, ya que numerosos y adinerados comerciantes atravesaban la entrada todos los días, y aquellos que eran clientes frecuentes y gozaban de confianza siempre daban buenas propinas para evitar las inspecciones.
Loric compartía parte de estas ganancias con los demás guardias de turno, y su vida se había vuelto muy buena cuando no estaba siendo sometido a los rigurosos entrenamientos del viejo capitán, quien no escatimaba esfuerzos en dejarles la boca ensangrentada durante cada sesión de entrenamiento.
Todo iba bien hasta este momento, pensó Loric mirando a la niña que sostenía el caballero del conde en su regazo.
La niña era tan linda, que parecía una pequeña princesa de algún cuento de hadas. Loric se sintió triste al ver sus ojos llorosos y su expresión abatida, pero lo que le hacía perder la calma era que la niña estaba envuelta en trapos viejos y parecía no llevar nada más debajo. Además estaba atada y amordazada, lo que implicaba que había sido secuestrada. Loric no sabía qué hacer. En las tabernas había escuchado historias de nobles y caballeros que violaban a las campesinas de apariencia agradable y mataban a todo el que se interponía entre ellos.
Loric estaba seguro que este era uno de esos casos. Este Engendro de ser humano de seguro había matado a los padres de esta pequeña y huido con ella para hacer cosas depravadas e indecibles. Quizás ya… Loric sacudió la cabeza, no podía pensar en algo tan espantoso. Loric afianzó su lanza y apretó los dientes. Decían que este engendro degenerado era un mago, pero todo tenía sus límites. Loric se preparó…
—¡Soldados! ¡A un lado! ¡Ahora mismo! —gritó el viejo capitán, asustado por la estupidez de sus subordinados.
Él había sido soldado toda su vida y sabía que en este mundo, un soldado que sintiera aprecio por su vida debía saber elegir a sus oponentes y un mago, por más débil que fuera, no era el oponente indicado para una victoria segura. Lo más probable era terminar herido de gravedad, lisiado o muerto.
Loric rechinó los dientes y se apartó de mala gana, pero en cuanto este degenerado se marchara, iría por más soldados y rescataría a esa pobre criatura. Estos nobles bastardos no podían matarlos y además exhibir sus crímenes como si no fueran nada. Un día, todo esto terminaría y estos bastardos, asesinos, corruptos y degenerados como este engendro que tenía en frente, pagarían el precio de las atrocidades que habían cometido, pensó Loric con furia mientras se hacía a un lado.
«Entonces soy un bastardo, asesino y degenerado», pensó Milo y dio un suspiro de pesar continuando su camino.
El viejo capitán se estremeció al ver sus ojos. Había algo que le hacía sentir escalofríos al ver esos ojos cristalinos y que le decía que este era el mago más aterrador que conocía o que conocería en toda su existencia.
Era como si este mago pudiera infiltrarse en su mente, haciéndole sentir que conocía todos sus pensamientos e incluso sus secretos más íntimos. El viejo capitán tragó saliva, rezando para que dejara de mirarlo.
Milo apartó la mirada y continuó su camino hacia la entrada de la ciudad. En las calles ya había campesinos madrugadores vendiendo verduras, frutas y hortalizas. Los empleados de los grandes almacenes limpiaban los carros de transporte y las oficinas administrativas comenzaban a abrir sus puertas. El conde Damián era una persona ambiciosa y trabajadora que no dejaría pasar ni siquiera una moneda por haberse levantado tarde.
Milo se dirigió hacia la residencia del conde en el centro de la ciudad. En el camino, algunos transeúntes miraban con preocupación a la niña atada y amordazada, pero cuando él los miraba, salían corriendo. Milo suspiró y siguió su camino. Para cuando llegó a las puertas de la residencia del conde, ya eran las siete de la mañana y el conde tenía su primera reunión de negocios, sentado en el porche de su casa admirando su amplio jardín junto a otros cuatro nobles.
Milo se detuvo frente a la casa del conde, vigilada por dos soldados con lanzas. También había un mago y una sacerdotisa, aunque no eran visibles. La valla que rodeaba la residencia del conde no era muy alta, apenas 0,5 metros, por lo que el conde pudo verlo cuando se detuvo frente a su casa. Milo, al darse cuenta de que estaba ocupado, decidió no llamarlo, pero el conde se levantó y atravesó el jardín para encontrarse con él, luciendo una sincera sonrisa en su rostro.
El conde Damián era un hombre de estatura baja y con algo de sobrepeso, inteligente y hábil en los negocios. Desde pequeño, supo que carecía de encanto y atractivo. No tenía ninguna oportunidad de competir con sus hermanos, quienes eran altos y robustos, capaces de deshacerse de él con un solo golpe. Afortunadamente para él, en el campo había hombres dispuestos a trabajar y poner sus músculos a su servicio, lo que le permitió mantener a raya a sus competidores y vivir en relativa paz.
—Buenos días, mi señor —saludó Milo haciendo una reverencia sin bajarse del caballo. Al conde Damián no le gustaba perder el tiempo en discursos.
—Buenos días, caballero. ¿Hay algo que informar? —preguntó el conde Damián sin dirigir ni siquiera una mirada a la hermosa niña que estaba en el regazo del caballero.
No era ciego ni idiota, había visto a la niña atada y amordazada apenas el caballo se acercó. Antes de fijarse en Milo, ya la había evaluado de pies a cabeza. Era evidente que debajo de esos harapos estaba desnuda, y también era evidente que el caballero la había secuestrado de algún lugar. El problema era de qué lugar había salido la niña. Era demasiado hermosa para ser una campesina o aldeana. De hecho, era demasiado hermosa incluso para ser de alguna familia noble. Los únicos niños que podían verse así eran los hijos de unos pocos sacerdotes de la Iglesia Divina, que parecían unos pequeños ángeles.
Pero si esta niña fuera hija de algún sacerdote o sacerdotisa de la Iglesia Divina, en estos momentos habría un ejército de la Inquisición cortándole la cabeza al caballero. Como no había ningún ejército de la Iglesia en los alrededores, solo podía concluir que esta niña era un gran problema. Afortunadamente, ese gran problema ya estaba atado y amordazado, así que para él no había ningún problema y, por tanto, no existía. No había llegado a ser conde buscando problemas y no iba a acercarse a este por mero capricho. Por esa razón, el conde Damián sonrió e ignoró los problemas atados y amordazados frente a él.
Milo no podía dejar de sorprenderse ante los siempre acertados pensamientos de este hombre.
—Mi señor, ya he resuelto el problema en el cruce de caminos. El lugar ya es seguro de nuevo. Se trataba de un oso herido y hambriento que merodeaba por allí, pero ya está muerto y enterrado —explicó Milo.
El conde Damián asintió sin mostrar ninguna molestia ante la obvia mentira. En realidad, el cruce de caminos no estaba dentro de su territorio. Este encargo era una petición de un noble vecino. Él había enviado a sus soldados a lidiar con la criatura, pero la bestia les había dado una paliza y estuvieron a punto de perder sus vidas.
El noble reconoció la gravedad del problema y envió a seis magos especializados en la caza de criaturas mágicas, pero regresaron en peor estado que los soldados, y parecía que algunos de ellos incluso se habían orinado encima al enfrentarse a la criatura. Los magos abandonaron el ducado ese mismo día y se negaron a colaborar en la tarea. Los demás magos que trabajaban en la zona, al escuchar la historia, tampoco quisieron aceptar el encargo, y la iglesia estaba exigiendo diez mil monedas de oro para hacerse cargo del asunto.
Desesperado, el hombre buscó ayuda entre los otros nobles de la zona, y Damián aceptó encantado el encargo. Aunque solo tenía un caballero en su ejército, este valía por un ejército de miles de caballeros y no ponía objeciones a la hora de resolver cualquier problema, desde piratas asaltando los muelles hasta plagas de insectos atacando los campos. Lo único que pedía era una recompensa justa. Damián había aceptado el encargo por dos mil monedas de oro y le ofreció a Milo mil monedas, por lo que obtendría una gran ganancia.
—Muy bien —dijo el conde sacando una bolsa con cien monedas de oro que llevaba consigo—. En esta bolsa hay cien monedas de oro. Después puedes pasar por la oficina del tesoro para recibir el resto del pago —añadió.
El caballero tomó la bolsa y la colgó de su cintura. A pesar de ganar suficiente oro como para mantener a un ejército de mil caballeros armados hasta los dientes, él seguía vistiendo como un campesino. El conde Damián se preguntaba qué hacía con el dinero, pero como de costumbre, no era partidario de inmiscuirse en los asuntos de los demás.
Milo se despidió del conde con un apretón de manos y se marchó satisfecho, sintiendo el peso del oro en su cintura. Gracias a este trabajo y a otros más, cuando su hermano regresara, él ya tendría diez mil monedas de oro para entregárselas… Tendría que tomar una para comprar otra carreta, algo de ropa y comida para Pacífico. Una moneda de oro podía cambiarse por cincuenta monedas de plata o dos mil quinientas monedas de cobre. Eso era suficiente para él. También debía apartar diez monedas para su viejo maestro y una para Angie.
Milo se detuvo en una tienda para comprar cinco sacos de avena para Pacífico y salió del pueblo en dirección al campamento minero. Ya eran las ocho de la mañana y había mucho movimiento de gente. Al notar que las miradas estaban puestas en él, Milo pensó que quizás habría sido mejor entrar de incógnito.
Esta gente no representaba una amenaza para él, pero su ya deteriorada reputación se vería aún más afectada al llevar a una niña secuestrada en su regazo. Ahora sería más difícil para él conseguir una novia. Milo solo pudo suspirar y seguir adelante.
Cuando Milo estaba a una cuadra de su tienda, una mujer se plantó frente a su caballo.
—Suelta a esa niña, malhechor —dijo la mujer con las manos en la cintura.
Carla había llegado a este campamento de personas de mala reputación hace unos días. Vivía en el pueblo vecino de Roble Seco, pero se enteró de que su marido estaba detrás de otra mujer y tuvo que venir a este lugar para recordarle sus deberes familiares. Tuvo que dejar a su atractivo amante y cargar con sus hijos, pero si no venía aquí, era probable que su despreciable esposo dejara de enviarle dinero y se fuera a vivir con la mujer con la que andaba. Sabía que este lugar era un nido de malvivientes y ladrones, pero nunca pensó que las cosas pudieran llegar tan lejos como para que un degenerado paseara impunemente por la calle con una niña secuestrada y nadie dijera nada.
En su pueblo se rumoreaba que el señor de las tierras, el conde Dabranh, era un depravado al que le gustaba abusar de las esposas de otros hombres, pero ni él era tan degenerado como para mostrarse en público…
Carla comenzó a sentirse incómoda bajo la mirada del hombre. Ahora se daba cuenta de que sus ojos eran extraños. Parecían cristalinos y eso le causó un escalofrío. Carla empezó a sentir que había cometido un grave error y buscó apoyo entre las personas que la rodeaban. Si ella gritaba, no creía que fueran tan sinvergüenzas como para no brindarle ayuda… Pero
Carla se dio cuenta de que solo había tres personas en toda la calle de tiendas. Ella, el depravado secuestrador de niñas y la niña secuestrada. Carla empezó a sentir angustia, como si el depravado estuviera allí, en su mente, junto a ella, escuchando todos sus pensamientos y no pudiera hacer nada para alejarlo.
—Por favor, déjame pasar —pidió Milo con un suspiro y la mujer salió corriendo.
«Sí, mi reputación estaba arruinada», pensó Milo mientras se dirigía a su tienda. Allí, debido a lo inesperado de su llegada, logró atrapar a un niño descuidado que correteaba por el lugar. Milo lo miró amenazadoramente para evitar que comenzara a gritar y luego le mostró cinco monedas de cobre, lo suficiente para tres raciones o una buena comida.
—Necesito que desensilles al caballo. Puedes dejar los restos de la carreta en este lugar, pero debes darle un poco de avena de esos sacos. Luego lleva todo a la parte trasera de la tienda —ordenó Milo.
—Sí, señor Milo —respondió el niño, entendiendo al ver las monedas.
Daniel seguía algo asustado por el mago, pero ya que había dinero de por medio, un poco de miedo no importaba. Su padre trabajaba diez horas en la mina por cincuenta cobres, así que si él podía ganarse cinco cobres por alimentar a un caballo, eso sería genial. Daniel levantó la vista para ver al caballo, pero se quedó paralizado al ver a la niña más linda que jamás había visto, atada y amordazada sobre el caballo. «¿Los caballeros pueden secuestrar niñas hermosas?», se preguntó Daniel. Sin duda, él quería ser caballero…
—¡Eh! —chilló Daniel cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza. Daniel volteó a ver quién le había golpeado en la cabeza y vio al mago mirándolo acusadoramente. «Dios, lo que dicen es cierto, este tipo puede leer mentes», pensó Daniel.
Milo suspiró, tomó a la niña del caballo junto con los conejos y ardillas que había cazado por la noche, y entró a la tienda. La tienda tenía seis metros de ancho por tres de largo y estaba dividida en dos secciones, ambas de tres por tres metros. La primera parte era la sala de tratamiento que su maestro y Angie utilizaban para atender a los heridos o enfermos.
Había varios armarios para medicinas y herramientas, cuatro sillas y una cama para operaciones. Cuando Milo entró, Angie ya se acercaba para averiguar por qué Daniel había gritado. Angie lo miró a él y luego a la niña. Se encontraban en la sección del consultorio de la tienda, donde su anciano maestro y Angie atendían a los enfermos o heridos del campamento.
«Dios todo poderoso», pensó Angie.
—Por favor, dime que no has paseado a esa niña por el pueblo y el campamento —Milo no supo qué decir, lo que confirmaba las sospechas de Angie. Ella se sintió deprimida. Ya no era una mujer joven. Tenía veinte años. Toda su familia había sido asesinada por demonios y ella era huérfana. Su padre adoptivo la había salvado de la muerte y también la había adoptado y cuidado, pero Angie no olvidaba su responsabilidad con su familia.
Su madre, antes de morir, le había pedido que no dejara morir el nombre de su familia, y Angie estaba decidida a cumplir con su deber. Sin embargo, este ingrato frente a ella no hacía más que arruinar su reputación, y debido a él, seguía soltera a una edad avanzada. La mayoría de las chicas ya tenían un hijo a los quince años, y más aún para una maga como ella, cuya infertilidad podría llevarla a pasar toda su vida sin tener un solo hijo. Milo suspiró.
—¡No suspires, porque es verdad! —reprendió Angie—. ¡No te basta con no conseguir una esposa para ti, sino que también quieres arrastrarme a mí! —dijo molesta—. ¿De dónde sacaste a esa niña? ¿Por qué la has amordazado? —dijo Angie mientras tomaba a la niña y limpiaba su cara para quitarle la mordaza y darle cariño—. ¿Estás bien? —preguntó con voz dulce mientras intentaba desatar las cuerdas.
Daphne estaba muy feliz. Por fin alguien la había rescatado del horrible bicho. Durante el camino, aparecieron otras personas, pero eran débiles y cobardes que huían en cuanto el horrible bicho los miraba.
—¡Estoy bien! —dijo Daphne agradecida… Daphne miró hacia el rincón oscuro del fondo. Allí estaba un lobo negro mirándola. Era un gran lobo negro, pero no parecía amenazador e incluso le daban ganas de abrazarlo.
—Él es Lobo. Le gusta acechar en los rincones oscuros, pero es un buen tipo y siempre trae sabrosos conejos para asar —presentó Angie. Daphne le dedicó una sonrisa, sintiendo algo familiar en él. Lobo abrió y cerró los ojos en señal de saludo. Al verlo, Daphne dejó de sentirse en peligro en ese lugar. Había encontrado lo que buscaba. Si esta mujer podía controlar al horrible bicho, todo estaría bien.
Él seguía llamándole "horrible bicho", pensó Milo con pesar mientras sostenía los conejos y las ardillas. No creía que fuera el momento adecuado para ir a la otra habitación. Pensaba que cuando esta niña se calmara y reflexionara, se daría cuenta de que era su sangre la que la llamaba y no la del Lobo. Pero, ¿cómo podía hacer que una niña a la que había secuestrado y amordazado cambiara su opinión sobre él? Tendría que esperar a su maestro para preguntarle.
—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu nombre? ¿Eres una maga? —preguntó Angie, quien no había pasado por alto la magia que emanaba de Daphne.
—Soy Daphne. Creo que podría ser una maga —dijo Daphne con inocencia mientras terminaban de desatar sus cuerdas.
Milo sacudió la cabeza. Era mejor aclarar esto desde el principio. Angie no era tonta y no se dejaría engañar por una niña. Lobo había logrado engañarla durante años, pero Lobo era un zorro viejo y astuto. Angie también era una mujer razonable y una vez que dejara de gritar, él estaba seguro de que se calmaría.
—Ella es una bestia devoradora de magos —dijo Milo.
—¡Qué! —exclamó Angie levantándose como un resorte y corriendo al lado de Lobo. Si no fuera porque Angie lo mataría luego, Milo se partiría de risa por sus acciones.
—¡No es cierto! —chilló Daphne sintiéndose agraviada. Ella no era una bestia devoradora de magos. Nunca se había comido a ningún mago. Quería gritar eso, pero al final vio a Lobo. La mujer parecía confiar más en él que en el bicho horroroso, porque había corrido hacia allí en busca de refugio.
—¡Él es igual a mí! —exclamó Daphne triunfante. Ella creía que todo estaría bien después de su revelación, pero la mujer miró a Lobo por varios segundos.
—¡He estado durmiendo al lado de una bestia devoradora de magos! —dijo Angie y cayó desmayada al suelo. Lobo la miró sintiéndose amargado.
"Hoy día no se puede confiar en nadie", pensó Lobo. Su vida pacífica y tranquila acababa aquí. Lobo no era un ser complicado. Ahora que su especie había sido extinguida por el hambre y la enfermedad, él solo aspiraba a pasar el resto de sus días echado en un rincón oscuro, disfrutando de algo de calidez. Por desgracia, ahora todos sus planes estaban arruinados. Esta mujer cobarde no volvería a dejar que él se quedara en la tienda cuando ella estaba sola. Esta vez no bastaría cazar unos cuantos conejos para que ella lo dejara en paz, esta era una desconfianza que duraría mucho tiempo. Milo estaba de acuerdo con él.
Daphne miró a Angie desmayada en el suelo y se echó a llorar. Se sentía tan sola y desprotegida. Hasta el lindo Lobo que había pensado abrazar, le miraba con enemistad.
Milo no sabía qué hacer ahora. Las cosas ya estaban fuera de su control. Angie yacía en el suelo, desmayada sobre las patas de Lobo, que lamentaba su destino y se había hundido en un pozo de melancolía. Daphne sujetaba su capa alrededor de su cuerpo, llorando a moco tendido, y él no tenía la más mínima idea de lo que debía hacer para consolarla. Antes ya había intentado abrazarla, pero ella lloró con más fuerza. No creía que fuera a ser diferente esta vez.
Milo siguió pensando durante otros diez minutos mientras la situación no mostraba ningún cambio. Entonces, vio la solapa de la tienda abrirse y entró un anciano delgado con un rostro amable y un caminar pausado y elegante. Tenía arrugas en la cara, el cabello y la barba blancos. Vestía una túnica larga de color beis y al entrar, miró a todos en la habitación. El anciano se acercó a Daphne, quien no detenía su llanto, y se agachó con cierta dificultad para acariciarle la cabeza.
—Ya, ya. Todo está bien ahora —dijo con voz grave y amable—. ¿Quién eres? —preguntó su maestro.
—¡Soy Daphne, una bestia devoradora de magos! —se quejó Daphne con voz aguda. Su anciano maestro sonrió y asintió.
—Veo que lo que dicen por ahí es cierto, los de tu especie son unas criaturas muy hermosas —alabó su maestro y Daphne dejó de llorar para mirarlo con esperanza. Su anciano maestro sacó un pañuelo y le limpió la cara.
—Ya, ya. Todo está bien ahora —volvió a consolar—. Soy Mael. Soy el sanador que atiende en este lugar. ¿Quieres quedarte aquí por unos días mientras decides qué hacer luego? —preguntó su maestro, y Daphne asintió rápidamente—. Bien, muy bien. Ahora debemos ir a comprar algo de ropa para ti. No es apropiado que andes por ahí envuelta en una capa —dijo su maestro mientras le tendía la mano a Daphne para que lo ayudara a levantarse.
Daphne se apresuró a ayudarlo con una mano, mientras con la otra sostenía la capa que la cubría. Luego, ambos salieron por la entrada de la tienda. Milo suspiró y se acercó a Angie para cargarla y llevarla a la otra mitad de la tienda.
La otra mitad de la tienda era donde dormían y, si estaba lloviendo, también donde cocinaban. Había tres camas allí: una para él, otra para Angie y otra para su maestro. Lobo dormía en el rincón opuesto, oculto detrás del resplandor del bracero. Milo llevó a Angie a su cama y la acostó con suavidad para cubrirla con las sábanas. Aún era temprano en la mañana y hacía algo de frío.
Milo se apartó y llevó los conejos hasta la parte trasera de la tienda, que funcionaba como su patio. Después, regresó adentro y se acostó en su cama. Se quedó dormido y se despertó cuando alguien tocó su hombro. Milo abrió los ojos y vio a un hombre de su misma altura con rasgos similares a los suyos. Sin embargo, Angie decía que Milo tenía una apariencia normal, mientras que su hermano era elegante y guapo.
Según Angie, Milo tenía una cara normal con labios normales, boca normal, barbilla normal, mejillas normales, nariz normal y frente normal. Lo único inusual eran sus ojos grises de un color muy claro que parecían cristalinos, pero a la mayoría de las personas no les gustaban. Por otro lado, Angie decía que su hermano tenía una barbilla elegante, una boca provocadora, una nariz encantadora, una frente firme y unos ojos inteligentes y sabios, lo que lo hacía muy guapo. Pero Milo aún no podía discernir nada de esa descripción.
Para Milo, su hermano se parecía a él. El problema era que las mujeres mostraban más interés en su hermano que en él, y su hermano no estaba interesado en las mujeres, sino en los hombres. Milo suspiró.
—Hola, ¿qué ha sucedido? —preguntó su hermano Halen.
—He encontrado otra bestia devoradora de magos y Angie descubrió que Lobo también es una bestia devoradora de magos —resumió Milo mientras se sentaba al lado de su hermano. Su hermano miró a Angie y negó con la cabeza.
—Ya les dije que esto pasaría algún día —dijo su hermano—. Ahora no podemos hacer nada al respecto. ¿Cómo es la bestia devoradora de magos que encontraste? ¿Por qué no está contigo o con Lobo? —preguntó Halen.
Milo empezó a preocuparse y suspiró pesadamente, lo que hizo que Halen supiera que algo escandaloso había vuelto a ocurrir.
Milo no perdió tiempo en procesar nada y le contó todo a su hermano. Su hermano sonrió con pesar. Milo se apresuró a entregarle los pagarés del oro que había reunido para él. Halen los tomó con otra sonrisa triste.
—Quizás deberíamos usar este dinero para conseguir una esposa para ti —dijo su hermano en tono serio. Milo suspiró, parecía que estaban llegando a extremos desesperados.
—¿Crees que podremos encontrar una maga dispuesta a casarse por diez mil monedas de oro? —preguntó Milo. Los magos estaban en peligro de extinción debido a los constantes asesinatos por parte de los demonios, y cada uno de ellos era valioso.
—No en este continente, pero si vamos a las islas, creo que podemos encontrar lo que buscamos —respondió su hermano.
—¿Te refieres a los de sangre mestiza? —preguntó Milo, y su hermano asintió—. ¿No nos odian a nosotros? —preguntó Milo.
—Para nada, esos son temores infundados. Solo se sienten ofendidos por la actitud de las líneas de sangre pura hacia ellos. Además, tal vez sea una mejor opción que las líneas de sangre pura. Muchas cosas han cambiado en los últimos miles de años, y mientras nosotros nos extinguimos, ellos progresan a un ritmo inimaginable —dijo su hermano con melancolía.
—¿Ha ocurrido algo importante? —preguntó Milo después de un momento. Su hermano rara vez ocultaba sus pensamientos a menos que se tratara de asuntos graves. Su hermano asintió.
—Ayer, el rey Gael Radiant llegó a uno de los castillos del duque Bruner. Durante la noche, mató a todos los nobles del castillo. Solo sobrevivieron una sacerdotisa, algunas mujeres y los niños que huyeron antes de que comenzara la masacre. No mató a los sirvientes ni a los prisioneros condenados por robo que estaban en la prisión, aunque torturó y mató a los asesinos y violadores que se encontraban allí.
»Pero lo más importante de todo, es el mensaje que llevaba la sacerdotisa que logró escapar por orden del sacerdote del castillo. Acompañando al rey Gael iba un miembro de una línea de sangre principal. Según la carta del sacerdote, era un descendiente de la Muerte —concluyó su hermano. Milo se sorprendió.
—¿No dijo la matriarca que su descendiente había muerto? —preguntó Milo.
—Para ser precisos, se dice que murió en un conflicto familiar. La actual matriarca ha afirmado que no tienen ninguna relación con este asunto y se ha negado a decir más al respecto. Sea como sea, el rey Gael ha obtenido un nuevo poder y parece dispuesto a usarlo en nuestra contra. Muchos opinan que ya ha traicionado a la humanidad y se ha unido al Engendro —dijo su hermano.
—¿No era Gael Radiant el Engendro? —preguntó Milo frunciendo el ceño.
La profecía, que se había convertido en un cuento de terror entre la gente común, decía que el Engendro nacería en las islas malditas el día de la revelación, como resultado de una violación. Sería un híbrido de un demonio y un humano, mataría a toda su familia al nacer y se convertiría en un santo oscuro. Había muchos testimonios que afirmaban que Gael Radiant era un santo oscuro e incluso tenía un aura que lo delataba. ¿No cumplía él todas las condiciones?, se preguntó Milo. Su hermano negó con la cabeza.
—Gael Radiant no cumple todas las condiciones. No es hijo de un demonio y aún tiene a un miembro de su familia con vida, su hermana Trea. Alguien ya ha investigado su origen —replicó su hermano.
Milo siguió frunciendo el ceño. Para él, eso no era evidencia suficiente. La prueba pudo haber sido falsa o errónea. Milo levantó una ceja hacia su hermano. Él debía saber algo más.
La principal misión de Halen era recolectar información para localizar a los traidores que llevaron a su familia a la extinción. La parte de Milo consistía en reunir dinero, ya que para obtener información había que pagar a sacerdotes, nobles, informantes y sobornos, entre otros gastos. Pero este tema también era importante para ellos, ya que estaba relacionado con sus vidas. El Engendro representaba una amenaza para todos aquellos que tenían sangre real en sus cuerpos, y ellos formaban parte de ese grupo. Su hermano miró a su alrededor y vio a Angie durmiendo en la cama de al lado.
—Supongo que ya es hora de que te revele esta información —dijo su hermano sacando dos amuletos. Uno era una barrera de silencio y oscuridad para que nadie pudiera verlos u oírlos mientras usaban magia. El otro no pudo identificarlo. Su hermano rompió ambos y los amuletos se deshicieron como cenizas esparcidas al viento.
—Gael Radiant no fue el único en nacer el día de la revelación y cumplir con la profecía. Hubo otro nacimiento que cumplió con todos los requisitos al pie de la letra en una región apartada del centro de las islas malditas. Al igual que con Gael Radiant, toda su familia fue asesinada.
»Algunos sirvientes que sobrevivieron contaron todo lo sucedido a los sacerdotes de la iglesia y a los miembros de otras organizaciones clandestinas que vigilaban las islas malditas en espera de la confirmación de la profecía. En el lugar de nacimiento se encontraron rastros de sangre y se pudo confirmar la existencia de un híbrido —explicó su hermano.
—Si solo había sirvientes en el lugar, ¿cómo escapó el Engendro? —preguntó Milo. Si lo hubieran identificado o capturado, no tendrían motivo para ocultarlo.
—La sangre divina tiene la capacidad de crear santos con facilidad. Por norma general, el noventa por ciento de sus descendientes de línea de sangre principal son santos de forma natural. Sin embargo, existen dos métodos para crear santos de manera artificial. Uno de ellos es utilizado para crear santos de luz, mientras que el otro es empleado para crear santos oscuros. Ambos métodos utilizan los mismos hechizos, la diferencia radica en la intención de aquellos que realizan los conjuros.
»Para crear un santo de luz, aquellos que llevan a cabo los hechizos deben sacrificarse para proteger la vida que está por nacer. Para crear un santo oscuro, quienes realizan los hechizos deben desear la muerte del ser que está por nacer. En ambos casos, todos los involucrados deben morir. Esto dará lugar al nacimiento de un santo. Sin embargo, este no es el único resultado posible de un hechizo como este, ya que también puede dar origen a un brujo. Gael Radiant lo ha demostrado al devorar a toda su familia y convertirse en un brujo desde su mismo nacimiento —concluyó su hermano.
—Entiendo. Para un brujo, no sería un problema escapar del lugar, incluso si acaba de nacer —dijo Milo y su hermano asintió.
—Milo, lo que ha sucedido puede desencadenar una guerra. Creo que este es el momento adecuado para revelar nuestra existencia. Nuestros enemigos estarán reunidos y será más fácil encontrarlos y descubrir sus identidades —dijo su hermano con expresión seria. Milo asintió y su hermano bostezó. —Creo que dormiré un poco en tu cama —dijo su hermano acostándose sin quitarse las botas.
En cuestión de segundos, ya estaba dormido. Ese amuleto desconocido parecía ser algo difícil de usar. Milo se levantó y le quitó las botas a su hermano. Milo tenía ocho años cuando su padre fue asesinado por los demonios debido a la traición de alguno de sus aliados. Recordaba muy poco de aquel tiempo, pero no olvidaba la promesa que ambos le hicieron a su padre. Milo utilizó la sábana para cubrir a su hermano.
—Hermano, cumpliré mi juramento. Encontraré una esposa y daré continuidad a nuestra sangre… Lo juro… —dijo Milo mordiéndose la lengua. Su pecho se apretó y Milo ya no podía respirar. Las lágrimas fluían mientras la imagen de una niña de cabellos dorados revoloteaba en su mente, pero su determinación no flaqueó. No permitiría que su linaje se extinguiera. Esa fue la última voluntad de su padre.