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Chapter 3 - 3. El hospital nos hizo amigos

Pasaron los días y por suerte no me volví a cruzar con Eudald en ningún sitio, me había pasado por la mente que nos podíamos encontrar en el trabajo, pero en ningún caso encontré en mi mente una forma civilizada de reaccionar ante él. En un par de ocasiones me puse nerviosa porque había altas posibilidades de cruzarnos por la universidad y ya sabes, como más quieres ignorar a alguien más te lo encuentras, tuve suerte y no me pasó. El viernes Jan me preguntó si había pasado algo entre Eudald y yo, porque habían quedado para tomar una copa el lunes, pero se retiró a último momento, justo al poco de comentar lo de la ruta de la cabra. Le contesté con ignorancia e indiferencia, como si el hecho de ignorarnos mutuamente fuera algo casual y no premeditado. Me sorprendió que Eudald también me quisiera lejos, se suponía que era yo la que estaba cabreada y no él.

Aquel fin de semana quería salir, estirar las piernas y cansarme un poco físicamente, durante la semana tuve que hacer muchas horas de oficina y necesitaba acción. La montaña no era una opción, seguía sin querer encontrarme con Eudald y sobre todo con lobos, aún veía aquellos ojos amarillos cuando me iba a dormir, eran muy inquietantes. Me decidí por la playa, la última vez que fui, había poca gente porque el verano ya había terminado, aunque el calor se resistía a marcharse. Aquella semana utilicé el coche para moverme al trabajo, así me sentía más protegida en caso de encontrarme con alguien con quien no quisiera hablar, por lo que hoy cogería la bici. Como esperaba estaba todo muy tranquilo, como a mí me gustaba: poca gente. Una hora de lectura y dos de bicicleta fueron suficientes para considerar que había hecho algo de provecho aquel fin de semana. A pesar de la calma y el ruido silencioso característico del mar, había gente caminando con sus chaquetillas porque a la tarde ya refrescaba un poco.

Alguien me saludó con un hola cariñoso, con una voz femenina, familiar y relajada. Me giré mirando por encima de mi hombro.

-          Hola –contesté al ver la cara de Ares sonriéndome. De verdad la piel de aquella mujer no era normal, es imposible que no hubiera ni una pequeña imperfección ni poro abierto—.

-          Perdona que te moleste, pero quería pedirte perdón por lo del otro día, no te quería incomodar, pero no sabes lo que cuesta localizar a Eudald a veces.

-          No te preocupes, de verdad que cuando él llegó yo ya me iba, fue una conversación corta y casual.

-          Ya lo sé, no te preocupes. También eres amiga de Jan, ¿no?

-          Si, nos conocemos de la universidad, los dos somos profesores allí.

-          Escucha, ¿has hablado últimamente con Eudald?

-          ¿Yo? –¿Por qué volvíamos al tema de Eudald? Hablar de Jan me iba mejor—no qué va, ni siquiera en la universidad –se me pasó por la cabeza el incidente del lobo otra vez, pero ella no tenía que saberlo—.

-          Vaya... creía que hablabais.

-          Escucha –quería cambiar de tema y no sabía cómo—siento... siento mucho vuestra ruptura. Me lo comentó Jan, estaba muy triste por vosotros.

-          No tienes que sentir nada –me sonrió con una dentadura más perfecta que la de Eudald, ya que a ella no le sobresalían los colmillos—nuestro matrimonio era de conveniencia. Ha sido una liberación para los dos, aunque nos hubiéramos casado no hubiera funcionado, nos conocemos y no somos compatibles para vivir juntos – se balanceó hacia atrás con aires de liberación y respirando como si el aire fuera dulce— debías creer que estaba cabreada por la escena del lago ¿no?

-          Pues... un poco sí.

-          Qué va, les ha afectado más a nuestras familias. Sabes, nos criaron juntos pensando que así nos enamoraríamos y sería más fácil juntarnos, pero no pensaron que tendríamos opiniones propias—.

-          Me alegro mucho por ti, ahora sois libres para hacer lo que queráis –le cambió la cara, palpándose la tensión en la comisura de sus labios.

-          Lo intentamos –murmuró entre dientes–.

Me dejó descolocada con ese comentario. Qué manía tiene la gente de dejar las cosas a medias, ¿no ven que no está bien? Si cuentas algo ve hasta el final, si no cállate, que la gente se queda con mal sabor de boca o en situaciones incómodas. Ahora no sabía qué decir, estas situaciones se me daban fatal, de hecho, se volvió a generar un silencio incómodo que no sabía cómo romper.

-          ¿Eres nueva en la ciudad?

-          No. Bueno, me crié aquí, pero marché por estudios y trabajo hace años, solo he vuelto a casa.

-          ¿Te estás adaptando bien a tu vuelta a casa?

-          Sí, muy bien. Me cuesta un poco el clima –me había dejado la chaqueta y ya refrescaba un poco—donde vivía el clima se mantenía bastante durante todo el día, aquí a cada hora necesitas prendas de ropa diferente y creo que me estoy resfriando con tanto cambio.

-          Sí que tienes cara de estar un poco mala.

-          Nada, solo será un resfriado. Nada que no se cure con un fin de semana en la cama –de hecho, hacía tres días que me dolía la cabeza y me estaba tomando un medicamento genérico que me dieron en la farmacia, pero no me funcionaba, a lo mejor tendría que pasar por el médico—.

-          Espero que no sea nada –dijo con su voz perfecta, con su actitud perfecta y con su sonrisa perfecta. Demasiado perfecta, demasiado falso—.

-          Será mejor que me vaya, he venido en bici y aún me queda un buen rato de vuelta a casa. Ha estado un placer –le ofrecí mi mano que me devolvió gratamente—.

Antes de perder de vista la playa me giré para asegurar que se había ido.

Tendría que haber revisado las ruedas antes de salir de casa, porque a medio camino pinché o se me petó una, no lo sé. Lo único que sé es que me tocaba andar hasta casa, se me terminaba el día y tenía frío. Pensé en llamar a Joana por si me podía echar un cable, pero al mirar el teléfono, ¡sorpresa!, no tenía batería.

A medida que andaba hacía más frío y se giró un viento que no ayudó en nada a mi dolor de cabeza. Además, se estaba poniendo el sol y la luz me cegaba. Era precioso de ver, los colores azules se apagaban dejando paso a los naranjas y ojos, que desembocaban en el negro. Ese era mi problema, que el negro cada vez estaba más cerca y no me quedaba luz. Quedaban unos diez minutos antes de que pasara y aún me quedaban unos cuarenta minutos andando, que podían ser más porque no lo calculaba muy bien a pie. Mientras pensaba en la luz que me quedaba, en el dolor de cabeza y el frío que no me dejaba sentir los dedos, un coche me pitó por detrás. Lo que me faltaba, un gracioso que quería reírse de mi situación de la forma más vulgar posible.

-          ¿Has pinchado?

Esa voz me resultaba familiar. El coche bajó la velocidad a mi altura y el vidrio bajado me permitió ver a Eudald esperando una respuesta desde su ranchera negra. Mi mente se quedó en blanco, aún estaba cabreada con él, pero me vendría muy bien su ayuda hoy.

-          Sí –dije seriamente para que notara que aún había resentimiento mientras seguía andando—.

Él se me puso al lado con el coche sin decir nada. Con poco más de seis pasas fueron suficientes para enervarme.

-          ¿Te crees que estás en una película melodramática? ¿Qué quieres? –me paré en seco—.

-          Qué directa –rio— deja que te ayude, se te hará de noche si vas andando.

-          No voy a dejar la bicicleta aquí tirada.

-          La podemos cargar detrás, tengo sitio.

La verdad es que su ranchera era muy grande y parecía espaciosa. Lo miré bien antes de tomar una decisión, él tenía cara de satisfacción porque sabía que necesitaba su ayuda y eso me hacía muy poca gracia.

-          Tranquilo, sobreviviré –seguí mi marcha como si nada. Que puedo decir, soy así—

-          ¿Estás segura? Cuando cae la noche, los animales que viven por aquí salen a pasear y a comer –reaccionó como si hubiera dicho un chiste—

Aquello me ofendió un poco, aunque que le encontrara la gracia a un asunto serio me hizo pensar que a lo mejor era humano.

-          ¿Desde cuándo eres gracioso? Ya te he dicho que estaré bien.

-          Va, por favor. Si No no dejaré de seguirte con el coche.

-          Bueno, a lo mejor alguien piensa que me estás acosando y llama a la policía. Sería divertido darles explicaciones desde mi perspectiva.

-          No sabía que eras tan malvada

-          ¡Sorpresa!

El viento aumentó de velocidad dificultándome avanzar. Eudald aceleró el coche para frenar justo delante de mí, dejándome la puerta del maletero a vista y bajando del vehículo. Con lo grande que era el coche y parecía hecho a medida para él, le había crecido el pelo lo suficiente para hacerse una pequeña moña que con el tiempo que hacía hoy le permitía tener la cara despejada.

-          Tienes cara de estar pasando frío. Te prometo que no hará falta ni que hablemos, pero deja que te lleve a casa, me haces sufrir.

Cómo me lo dijo tan bien y tenía razón, estaba helada, cedí a ser ayudada por él. Subió la bicicleta como quien coge una hoja de papel e intentó abrirme la puerta del coche, pero lo vi venir y lo pude parar a tiempo.

-          Puedo abrir mi propia puerta, gracias.

No dijo nada, solo asintió ligeramente antes de subirse a su lado del coche. Mientras me ponía el cinturón, subió los vidrios y puso la calefacción, a lo que reaccioné con un leve escalofrío de placer al notar el aire caliente sobre mi piel. Estuvimos unos cinco minutos en silencio hasta que no pudo aguantar más e intentó establecer una conversación, pero aún no había decidido si me caía bien después de todo lo sucedido.

-          ¿Estás enfadada conmigo por lo del otro día?

-          Hoy he visto a tu ex, con la que te tenías que casar. Hemos estado hablando –puñalada directa al corazón, o eso creía porque vi una pequeña sonrisa asomando por su boca—.

-          Lo sé, hace un rato me la he encontrado en la playa –se le notaba que lo estaba disfrutando—.

-          Entonces, que tú y yo nos hayamos encontrado... ¿Es una casualidad? –la ironía era evidente—.

-          No, no lo es. De hecho, hace días que te quería hablar, pero sabía que estabas cabreada y preferí esperar.

-          ¿Estaba? ¿Cómo sabes que aún no lo estoy? –es verdad que el cabreo me había desaparecido a medida que pasaban los días, pero se supone que él no lo sabía—.

-          Me lo he pensado. Dabas miedo cuando salías del bosque.

-          La próxima vez no me cojas sin permiso y mucho menos con aquel mal genio que llevabas encima.

-          Relaja, no volverá a pasar. No te quiero cabrear más, ya tuve suficiente aquel día, me asusté y todo.

-          Tú tampoco te quedaste corto—se me escapó entre dientes—por cierto, ¿cómo lo hiciste? Lo del lobo quiero decir.

-          No hice nada –se le borró la sonrisa—los animales saben cuándo se tienen que retirar, es su instinto y lo huelen.

-          ¿Cómo tú evitándome esta semana?

-          Sí –se rio—algo así. Entonces, ¿sin rencor?

-          Sin rencor, pero no lo vuelvas a hacer.

-          Lo que, ¿salvarte la vida o ponerme serio?

-          No me salvaste la vida –le mire con cara de indignación—ni se te ocurra ir diciendo por ahí que me salvaste la vida. Solo tuviste suerte y el lobo poca hambre.

-          Si tú lo dices.

Bajó la velocidad del coche. Estábamos entrando en mi barrio y ya podía ver mi casa a lo lejos.

-         No es necesario que me acompañes hasta la puerta, aquí ya está bien que hay luz por la calle.

-          Deja, por lo que me queda te llevo. La bicicleta, ¿quieres que te cambie la rueda?

-          No, tengo recambios en casa, ya lo haré yo –era mentira, pero no me quería aprovechar de su repentina buena voluntad—.

-          ¿Segura? –parecía que supiera que miento— no me cuesta nada.

-          No de verdad, es tarde y tampoco me corre prisa.

-          De acuerdo –con una ironía palpable—si insistes te dejaré hacer.

Cuando se giró de cara a mí para afirmarme que ya habíamos llegado su expresión cambió, de hecho, yo también notaba que no me encontraba demasiado bien y debió ser bastante visible porque se ensombreció su rostro.

-          Te encuentras mal, verdad. Tienes mala cara –me observaba con sus ojos críticos de médico—.

-          Me duele un poco la cabeza, nada preocupante.

-          Tienes fiebre –me confirmo al tocarme con dos dedos la frente—.

-          Es el esfuerzo de arrastrar la bici tanto rato y el mal tiempo de hoy, el viento no me sienta bien, mañana me encontraré mejor.

-          Deja que te eche un vistazo, no me cuesta nada.

-          Ya te he molestado lo suficiente, estaré bien.

-          ¿Segura? Me sabría mal que esta noche nos encontráramos en urgencias, pudiéndote atender ahora.

-          Si me tienes que atender, vendré a urgencias como cualquier otra ciudadana –ya estaba abriendo la puerta del coche cuando él se quedó refunfuñando por mi falta de responsabilidad a mi persona—.

-          Ten, mi número de teléfono –me lo dio juntamente con la bici—si te encuentras mal y estás sola, no conduzcas, me llamas y me paso cuando pueda.

Se lo cogí para no quedar mal.

Aquella noche lo pasé fatal, era consciente que al día siguiente tenía que ir a trabajar y no estaba descansando. Estuve toda la noche dando vueltas, sudando y vomitando sin poder pegar ojo, pero no quise ir al médico ni llamar a Eudald, seguro que sería un virus pasajero por ir sin chaqueta ayer o cualquier otra cosa similar. Cuando sonó el despertador me quería morir, no podía con mi alma, me sentía agotada. Intenté despejarme con una ducha semi-fría y un poco de maquillaje para esconder el malestar evidente. Almorzar fue un poco más difícil porque no me apetecía nada, también me daba miedo vomitarlo en el trabajo, así que solo comí un plátano y me llevé como dos litros de agua para pasar la mañana.

Milagrosamente, el día fue bien. El plátano me asentó el estómago y al ir hidratándome durante toda la mañana el dolor de cabeza disminuyó lo suficiente como para no cabrearme con cualquier tontería. Joana vino a mi coche a la hora de irnos a casa para preguntarme si quería quedar aquella tarde, pero me negué con la excusa de que me había encontrado mal. De hecho, quería enfundarme en el sofá viendo alguna serie de fondo hasta que estuviera obligada a salir de casa otra vez.

-          Estás viva –la voz de Eudald resonó detrás de mí—.

-          ¿Qué haces aquí? Creí que trabajabas en urgencias anoche.

-          He venido a por unas cosas que necesito antes de terminar mi jornada. También –hizo una pausa que casi rompo por pocas ganas y larga—quería ver si estabas bien, sabía que terminabas a las tres y ayer estabas con fiebre.

-          Estoy bien, solo necesitaba descansar – estaba tan agotada que ni me planteé pensar en su amabilidad–.

-          ¿Puedo? –levantó la mano para tocarme la frente al que accedí con un leve movimiento de cabeza—aún estás un poco caliente.

-          Pero me encuentro mejor. Hoy descansaré y mañana estaré perfecta. Lo siento, pero tengo que irme –me apresuré a abrir la puerta del coche para terminar con aquello—tengo tareas que corregir y me quiero tumbar un rato –me señalé la frente—adiós.

Se quedó un rato en el parking siguiendo mi coche con la mirada, lo sé porque le vi desde el retrovisor interior. Se estaba portando muy bien conmigo y creo que intentaba ligar, o eso o es que de repente tiene un carácter extremadamente afable.

Comí tranquilamente solo llegar a casa, no tenía trabajo pendiente como le dije a Eudald, era una excusa para salir de allí y retirarme a la comodidad de mi sofá. Me quedé dormida sin darme cuenta, al despertar el sol ya estaba menguando y lo volvía a notar: la temperatura corporal subía y un sabor a sangre inundó mi garganta hasta que la urgencia de ir a vomitar se apoderó de mí. Volví a pasar mala noche y por la mañana no había maquillaje que arreglara mi mal estar, el corrector parecía transparente cuando lo ponía sobre mis ojeras, mis ojos grandes y redondos se quedaban en dos media lunas transversales que apenas me dejaban ver y el arrastrar de pies y la lentitud de mis acciones delataban que ya no era un simple cambio de tiempo. Tiré para adelante el día como pude, acababa de empezar a trabajar hacía poco como para perderme horas, me sabía mal. Intenté ignorar todo lo que no fuera estrictamente profesional en la universidad, y esto incluía a Joana y Jan.

La semana continuó así día tras día, acumulando malestar y cansancio. La fiebre me llegaba a treinta nueve y medio y el esfuerzo de vomitar me tenía dolorida, por no hablar de la deshidratación que seguramente estaba sufriendo. No lo podía alargar más, tenía que ir al médico. Llegué a urgencias como pude, iba exageradamente despacio con el coche, pero no tenía otra opción para llegar al centro, era eso o andando y no estaba para andar.

En urgencias estuve una hora en la sala de espera, donde dos enfermeras diferentes me hicieron las mismas preguntas con media hora de diferencia. Estuve unos segundos mirando unos pies parados a pocos metros de mí, hasta que decidí levantar la cabeza para ver quién era. Parecía un sacrificio enorme el simple movimiento de cabeza, tenía la sensación que me caería el cráneo al suelo y se iría rodando. Su cara, aunque me costó unos segundos por la lentitud de mis pensamientos, era inconfundible. Ares me había reconocido y estaba de pie al lado de la barra de secretaria con su bata verde de enfermera. Se acercó a mí y después de ver que no tenía ánimos para hablar me hizo el favor de pasarme a una tercera enfermera con complexión de loro que me envió directamente al médico después de examinarme. Para mi deleite, el médico en cuestión no era otro que Eudald, ni se me pasó por la cabeza que podía estar trabajando después de decirme que hacía urgencias por la noche, pero allí estaba, con su bata blanca y su cara de "tenía razón" y también la de "tendrías que haber venido antes".

-          Sabía que no terminaría bien, el otro día tenías muy mala cara.

-          Enhorabuena, tenías razón –me costaba mantener los ojos abiertos y hablar era doloroso, pero para quejarme siempre había sitio—.

-          Qué síntomas tienes.

-          ¿No te sale en el ordenador? He pasado por tres enfermeras, tiene que servir para algo ¿no?

-          Es mejor que lo diga el paciente directamente.

-          Pues –una respiración de indignación se coló entre mi frase—fiebre, vómitos, agotamiento, me cuesta dormir y la cabeza me está a punto de estallar.

-          De acuerdo, –lo estaba apuntando todo en su ordenador. Me costaba aguantarme de pie, pero eso no quita que me sorprendiera la rapidez con la que escribía a pesar de sus grandes dedos—necesito auscultarte, ábrete la camisa.

-          Mm... –me estremecí un poco –perdona, está frío.

-          Lo sé, lo siento. Déjame verte los ojos. Sigue la luz –lo tenía muy cerca y olía muy bien, como a hierba recién cortada—abre la boca –me entraron arcadas – ¿Sabes si has comido algo que pudiera estar en mal estado?

-          No.

-          ¿Segura?

-          Segurísima. Sé lo que como.

-          ¿Estás cansada durante el día?

-          Mucho, pero creo que es de no dormir por las noches.

-          ¿No duermes?

-          No demasiado, es cuando me encuentro peor.

-          Está bien –se sentó delante de mí—parece ser una gripe, aunque los vómitos no son habituales. Te voy a recetar un medicamento para tomártelo cada ocho horas y te aconsejo que hagas una dieta a base de arroz, verduras, pollo y cosas así, evitando especias y salsas. Bebe mucha agua también. –se levantó para teclear el ordenador—esta noche la pasarás aquí.

-          ¿Aquí? ¿Por qué?

-          Déjame terminar. Pasarás la noche aquí porque estás muy deshidratada y muestras principio de desnutrición debido a la falta de alimentos por los vómitos. Te pondremos un gotero y mañana estarás mucho mejor.

-          No me gustan las agujas –le solté en un comentario rozando lo infantil e inmaduro—me mareo.

-          Así la próxima vez seguirás mis consejos y te harás menos la valiente.

-          ¿Siempre eres tan repelente o me doy cuenta ahora? –creo que la fiebre estaba subiendo, porque mi boca no tenía filtro—.

-          No te lo tendré en cuenta –se le relajó la cara, asomando una sonrisa que me relajó un poco—sé que las fiebres altas pueden incitar al delirio, de hecho, tú estás a cuarenta y medio, no entiendo cómo te aguantas de pie.

-          Estoy fuerte –intenté esbozar una sonrisa como la que me acababa de dedicar, pero creo que solo se quedó en un intento—.

Me acompañó hasta la habitación dónde me pondrían el suero. No sé si fue el sueño acumulado o la medicación, pero me quedé dormida de seguida. A las tres de la madrugada me desperté sobresaltada, sentía que no podía respirar, como si mi cuerpo se parara o si tuviera un peso enorme encima que me impidiera coger aire.

-          ¿Estás bien?

-          Qué haces aquí –Eudald estaba sentado en una butaca al lado de mi camilla—.

-          Estaba preocupado, la fiebre te subió más hasta que el medicamento te hizo efecto.

-          Estoy mejor, o por lo menos me siento mejor.

-          Esto es por la adrenalina del sobresalto. ¿Qué te ha pasado por cierto?

-          No lo sé, no podía respirar.

-          Intenta descansar –me miraba seriamente, como si fuera más grave de lo que me decía—.

-          ¿Tú no descansas?

-          Estoy de guardia aún, no puedo descansar.

-          ¿No tendrías que estar en tu despacho o en la consulta?

-          Solo si hay visitas. La enfermera me avisará si es el caso.

-          ¿La enfermera es Ares? Tu ex-prometida, tiene que ser incómodo.

-          Sí, es la enfermera que trabaja conmigo, pero por poco tiempo, se marcha al sud. No le gusta el frío y quiere un cambio de aires.

-          ¿Tú cómo estás?

-          ¿Perdona?

-          No te ofendas, pero he hablado con los dos y no parece que estuvierais prometidos, no os entiendo.

-          La separación ha afectado a nuestras familias más que a nosotros, nunca funcionó.

-          Siempre dais la misma respuesta, ¿lo tenéis ensayado? –le hizo gracia–.

-          Porque es la verdad.

-          Pero no hay un poco de resentimiento entre vosotros, es extraño.

-          Estás habladora.

-          ¿Si verdad? –me extrañaba a mí y todo– No sé si es lo que me habéis dado o la fiebre, pero me apetece hablar.

-          Es la fiebre –dijo riendo mientras me ponía la mano en la frente—¡estás ardiendo! Te tengo que tomar la temperatura.

-          ¿A cuánto estoy?

-          No bajas de los treinta y nueve. Te haré un par de pruebas más, ya tendrías que estar estable.

-          No me apetece que me entubéis. Si duerme seguro que se me pasa.

-          Duerme si quieres, pero esto lo tenemos que hacer bajar.

Lo siguiente que recuerdo es que me pusieron una vía en el brazo izquierdo. La luz de la habitación me molestaba a los ojos, era tan incómodo que aun queriendo dormir desistí y abrí los ojos.

-          Buenos días, ¿Cómo te encuentras? –Eudald seguía a mi lado—.

-          Con sueño, pero bien. No me noto fiebre.

-          Al final la bajamos. ¿Te había pasado alguna vez algo así tan exagerado desde que estás aquí?

-          No.

-          ¿Y antes?

-          A ver, me he puesto enferma otras veces, pero no recuerdo nada tan exagerado, no suelo ponerme enferma.

-          ¿Estás segura?

-          Creo que me acordaría – mi tono estaba subiendo un poco y al mirarle, si fuéramos dibujos animados, a él le saldría humo de la cabeza, era como si estuviera haciendo una tesis doctoral interna—.

-          Con fiebre eres más simpática.

-          ¿Qué quieres decir?

-          ¿No te acuerdas?

-          No –notaba como se sonrojaba—.

-          Me preguntaste por mi matrimonio y mi relación con Ares de una forma muy graciosa. –rio con un toque de burla—

-          ¡Qué dices! –ahora sí que estaba roja, juraría que me estaba subiendo la fiebre otra vez—lo siento, no es asunto mío, ¡no recuerdo nada!

-          No pasa nada, el medicamento y la fiebre te jugaron una mala pasada, además seguramente lo hubieras averiguado tarde o temprano, sé que somos el tema de conversación de moda para todos.

Qué vergüenza, por mucho que no le diera importancia debía pensar que era una metomentodo.

-          Entonces, ¿me puedo ir ya? Me encuentro mejor y creo que ya he abusado bastante de ti.

-          Te daré el alta –suspiró tan lentamente que se le movió todo el pecho—pero viendo cómo has pasado la noche te daré una baja de dos días y me pasaré esta tarde por tu casa para ver cómo te encuentras –me miró con cara de asustado—si te parece bien.

-          Creo que no es necesario que hagas trabajo a domicilio, si me vuelvo a encontrar mal vendré al hospital.

-          ¿Para ver cómo esperas a llegar prácticamente al coma? Ni hablar. Prefiero pasarme, me viene de camino tu casa –volvió a poner la sensación de pregunta en su voz—.

-          No me gustan los privilegios y más cuando sé que trabajas mañana, tarde y noche.

-          Esta semana no trabajo más. De hecho, –me esbozó una sonrisa un poco pícara—voy a casa de mi hermana esta tarde, que casualmente es tu vecina, por lo que me viene de camino.

-          No sé –seguía sin hacerme gracia—.

Justo en ese momento, interrumpiendo mi calentamiento de cerebro buscando la futura excusa, entró Ares por la puerta para darme los papeles del alta médica y la baja temporal. A pesar de haber vivido un semi-matrimonio, se hablaban de una manera muy profesional, nadie hubiera pensado que habían sido pareja en un pasado cercano.

Eudald me preguntó si me llevaba en coche o avisaba a un taxi. Cuando Ares vio la forma tan cercana y dulce en la que me hablaba se le quedó la cara como si hubiera visto un fantasma.

-          He venido en coche, gracias.

-          ¿Viniste en coche con la fiebre que tenías? –que Ares levantara la voz tan sorprendida me descolocó—.

-          Conducía muy despacio –me sentí mal respondiendo después de ver su cara juzgadora—y en aquel momento no estaba tan mal.

Ares mató con la mirada a Eudald antes de salir por la puerta. De verdad intentaba entenderlos, pero me costaba mucho entre tantas reacciones y comentarios extraños. Ahora que lo pienso, Eudald el día del bosque me dijo una cosa que se me había olvidado por completo, algo sobre una cosa que desconocía. De los nervios y el cabreo de aquel momento se me había pasado por alto. Quería preguntárselo, pero visto las miraditas y la gente que iba y venía constantemente, no era el momento, me esperaría un poco. Si no me había comentado nada más, no debía ser muy importante tampoco.

Conduje con precaución hasta mi casa con el beneplácito del doctor y me limité a comer una sopa con caldo casero que tenía guardado en el congelador antes de tumbarme en el sofá y dormirme con el televisor de fondo.

Sobre las siete de la tarde sonó el timbre de casa, mientras me dirigía a abrir la puerta medio somnolienta recordé que Eudald me avisó que pasaría para ver cómo estaba. Aún llevaba la misma ropa oscura del hospital, con su maletín de médico y una bolsa de plástico que por el olor supuse que era comida recién hecha.

-          Cuánta madera –se fijó más en mi entorno directo que conmigo al abrirle la puerta—.

-          Era como estaba al comprarla, además, la madera me gusta. Pasa, te presento a casa, casa Eudald. Lo que ves es lo que hay.

-          ¿Por aquí te escapaste? –señaló la puerta que daba al patio—.

-          Sí –no contesté muy convencida porque me costó saber que hablaba del día que discutimos en mi casa y después en el bosque, mi cerebro aún iba lento— ahora que lo sabes no te podré volver a engañar –bromeé un poco—.

-          Estoy seguro de que encontrarías otras formas.

Sonreí sin contestar tal evidencia.

-          ¿Necesitas alguna cosa? –pregunté al ver que dejaba el maletín sobre la mesa del comedor—.

-          Que te sientes y respondas sinceramente les preguntas que te haré a continuación.

Hice una mueca mientras me sentaba en el sofá asombrada por su contestación tan profesional y adecuada.

-          ¿Te has encontrado mal durante la tarde?

-          No.

-          ¿Estás segura? Aunque sea un dolor leve de cabeza, la garganta o incluso las articulaciones.

-          ¿Articulaciones? No me dolieron las articulaciones en ningún momento –me quedé pensando un segundo—no, no me ha dolido nada.

-          ¿Qué has hecho esta tarde? ¿Algún esfuerzo o actividad?

-          Solo comer y dormir. ¡A bueno! Y ver una película a trozos.

-          ¿Qué película?

-          ¿A caso importa?

-          Por supuesto, necesito saber si la fiebre te ha afectado tanto al cerebro que te has puesto a ver telebasura –dejó de apuntar para mirarme mientras me sonreía—.

-          No –no pude evitar sonreírle también—era una serie que ponían en la tele.

-          ¿Cuál?

-          ¡Oye! Esto no es importante.

-          Yo te contesté anoche –me levantó las cejas con aires de curiosidad—.

-          No recuerdo nada de anoche, así que no cuenta.

-          Es una lástima, porque fue divertido verte medio ida y preguntándome como si nada.

-          No fue divertido.

-          No lo sabes, no te acuerdas.

Fruncí los labios al ver que no pararía de sacar el tema siempre que pudiera.

-          ¿Me vas a contestar o no?

-          ¡Vale! –estaba un poco indignada al ver que no se rendía, pero con un toque agradable e incluso con humor—veía capítulos de Las Chicas Gilmore.

-          ¿En serio? –se le pusieron dos ojos como platos de sorpresa—no te pegan.

-          ¿Por qué te sorprendes?

-          Por nada.

-          Oye –saqué mi lado patriótico con esto—cada época del año tiene sus imprescindibles. Estamos entrando al otoño. Las Chicas Gilmore son una obligación en otoño, juntamente con las películas de terror.

-          Por curiosidad, ¿y en Navidad?

-          Todas las películas de terror que no me ha dado tiempo a ver durante el otoño.

Se le escapó una carcajada, sobre todo por la sorpresa de mi contestación, mientras afirmaba con la cabeza sin decir nada.

-          Con tantos planes televisivos, ¿te da tiempo a salir? –se volvió a enfundar en sus notas mientras me auscultaba—.

-          Sí, poco, pero salgo.

-          ¿Conoces la ciudad?

-          Parece que la gente lo suele olvidar, pero nací y crecí aquí. Han cambiado cosas, pero sigue teniendo su esencia. He visto que hay un teatro nuevo y muchos locales de ocio, pero poco a poco los iré catando todos.

-          Si necesitas compañía solo tienes que decírmelo –no levantó sus ojos del papel—.

Me quedé muy sorprendida, empezaba a creer que realmente estaba intentando ligar conmigo, pero era imposible, había dejado a su prometida por otra mujer y cuando eso pasó nosotros ni nos conocíamos, de hecho, no me quería decir ni hola en aquel tiempo.

-          Emmm... --los segundos pasaban y el silencio cada vez se hacía más pesado—no creo que lo necesite por ahora, me centraré en mi recuperación, cuando antes vuelva al trabajo mejor.

Me quité aquel peso muerto de encima como pude. Mi cabeza echaba humo del esfuerzo para encontrar la respuesta que no le causara decepción, pero que se sobreentendiera la negativa. De tanto pensar, me vino a la cabeza otra vez el comentario del bosque, justo en el momento idóneo para cambiar de tema, o eso creía yo.

-          Oye, una pregunta. El día que nos encontramos en el bosque con el lobo, comentaste algo sobre una cosa que desconocía, ¿a qué te referías?

-          Nada, una tontería –sus labios ya no se tensaban al sonreír—.

-          Pero me gustaría saberlo.

-          De veras, no era nada. En la comunidad Taruldabej tenemos algunas tradiciones y costumbres que en la ciudad ya no se hacen, vino por eso, no tienes de qué preocuparte

-          Ahora que sacas el tema, me invitaste a ir a tu comunidad, ¿te acuerdas?

-          Sí que me acuerdo, pero ahora no es un buen momento.

-          ¿Por qué?

-          Las familias de Ares y la mía están un poco molestas con la situación actual y llevar a alguien de fuera puede que no sea muy buena idea.

-          Pues suerte que me fui y no te hice caso –se me quedó mirando y le sonreí levemente—.

-          No te preocupes por eso, los hubiéramos evitado, yo también sé caminos secretos sabes –volvía a sonreír— ¡Vaya! –exclamó mientras cerraba la libreta y tapaba el bolígrafo—tienes unos ojos muy bonitos, no me había fijado.

-          Gracias –creo que me sonrojé un poco—¿necesitas algo más?

-          Sí –dijo al levantarse—una nevera para guardar todo esto o se nos pondrá malo para la hora de comer—me mostró la bolsa de plástico que olía tan bien—.

-          ¿Nos? –abrí los ojos como platos con cara de incertidumbre— ¿te quedas a comer?

-          Obviamente, si te vuelve a subir la fiebre por la noche me tengo que asegurar que no haces la misma irresponsabilidad de ayer y te esperas a último momento para ir al médico conduciendo—se cogió la libertad de ir a la concina y guardarlo el mismo, como mi casa tenía concepto abierto era evidente donde estaba la nevera—.

-          Ya te dije que no me gustan los favoritismos. Además, ¿tú no tendrías que ir a trabajar o hacer voluntariado o cualquier cosa de las muchas que haces?

-          No te acuerdas, tengo la semana libre a partir de ya.

-          ¿Y quieres pasar tu primer día de libertad aquí, comiendo sopa recalentada, mirando series que seguramente no sean ni de tu gusto?

Se quedó un rato pensando en silencio, al final volvió dónde estaba yo y mirándome a la cara creo que me dijo lo más sexy que había oído nunca hasta la fecha.

-          Me gustan las chicas Gilmore y las películas de terror. ¿Por dónde empezamos?

Noté como me subían los colores, no por lo llamativo sobre tener los mismos gustos, sino con la confianza y serenidad que lo dijo. A su lado, Luke se quedaba pequeño.

-          Entonces –no me lo acababa de creer—quieres pasar tu primer día desde... --me lo quedé mirando esperando una respuesta—

-          Desde agosto.

-          Desde agosto–dije con sorpresa, ya que estábamos a mitad septiembre—¿quieres pasar tu primer día libre en mucho tiempo con una enferma mirando series de amor maternal y terror?

-          Estoy empezando a pensar que no quieres que me quede.

-          Es que no lo entiendo.

-          ¿El que no entiendes?

-          Que te quieras quedar aquí. Tú no tienes... --le gesticulé como pude con los brazos el hecho de que todo el mundo pensaba que tenía novia, pero no lo entendió-- ¡ya sabes!

-          ¿Ya sé qué?

-          ¡Jolín! ¿No tienes a nadie más con quien pasar el día?

-          No, nadie. Tenía que ver a mi hermana, pero al final no le va bien –me miró directamente y como si de un libro abierto se tratara siguió por dónde yo quería que fuese—si te refieres a una mujer en concreto te aseguro que no tengo novia ni nada que se le parezca por ahora.

-          ¿A no?

-          ¿Por qué piensas que tengo pareja?

-          Porque todo el mundo piensa que dejaste a Ares por otra mujer –se dejó caer al sofá mientras se reía, obviamente de mí—¿qué te hace tanta gracia? –dije un poco molesta—.

-          No hay ninguna mujer, por ahora no.

-          Pues a lo mejor tendrías que aclarar los rumores que circulan, la gente no piensa lo mismo.

-          Me da igual lo que piense la gente, mientras no hablen mal de Ares. A pesar de lo que hemos pasado es una buena persona.

No acababa de entender de dónde habían salido los rumores si no eran ciertos y no había posibilidades de que lo fueran. Si lo hubieran visto con otra mujer paseando o comiendo lo podría entender, pero si asegura que no hay nadie con quien poder malinterpretar la situación... o la gente es muy mala o me falta información de algún lado.

-          ¡Bueno! –me alejó de mi ensimismamiento— con qué empezamos, ¿peli de terror o las Gilmore?

-          Terror, por supuesto –cogí de inmediato el mando del televisor, era evidente que quería cambiar de tema ya— ¿Qué te parece esta? –miramos en el catálogo de películas del género hasta que vimos la que tenía el cartel más retorcido— ¿la has visto?

-          No. Dale al play.

Comenzamos la película a un cojín de distancia, en silencio y mirando hipnotizados la pantalla.

-          ¿Pasa algo? –preguntó Eudald después de que le diera al botón de pausa— ¿te encuentras mal?

-          No, me encuentro bien, pero necesito una manta.

-          ¿Ya tienes miedo?

-          No te rías de mí, no tengo miedo –subí y bajé del dormitorio lo más rápido posible con dos mantas grandes—necesito ponerme en situación, que es diferente. ¿Quieres una?

-          No tienes que disimular por mí –me sonrió mientras me negaba con la mano—no me importa que tengas miedo.

-          Que no tengo miedo te digo –se la tiré al lado—por cierto, sé que como médico me recomendaste una dieta blanda y sana, pero no puedo mirar esto sin palomitas –ya estaba poniéndolas en el microondas cuando terminé la frase, siempre las tenía a mano—.

-          ¿Y si te encuentras mal?

-          Si me siento mal, te tengo aquí. Ya que me obligas a tener privilegios y a tomarme unos días libres en el trabajo, me aprovecharé a mi manera.

-          La que no quería doctor en casa.

-          Y continúo pensando que está mal –las palomitas ya empezaban a explotar en el micro, obligándonos a subir el tono de voz por el ruido y la distancia—pero visto que no puedo hacer nada al respeto, me aprovecharé.

-          Eres un poco rarita tú también.

-          No entiendo por qué, creo que soy bastante simple.

Para mi extrañeza, le hizo gracia mi comentario, pero no le di mucha importancia porque sonó la campana anunciando que las palomitas estaban hechas. Las puse en dos recipientes ofreciéndole uno a él antes de sentarme a su lado y taparme con la manta para seguir disfrutando de mi cine en casa.

-          No te he dicho que quería –se quedó mirando sus palomitas—.

-          Tampoco me has dicho que no quisieras –fijé mi mirada en la pantalla—tranquilo, no están envenenadas.

Supe que se quedó mirándome unos segundos antes de volver a fijarse en la pantalla, lo podía notar, pero no dije ni hice nada. No sé en qué punto de la película pasó, pero nos quedamos dormidos en el sofá, supongo que sus horas de guardia y mi enfermedad nos pasaron factura.

Por la mañana, con el sol inundando mi casa, el ruido del teléfono nos despertó. No tenía ganas de abrir los ojos.

-          Te están llamando –alguien hablaba desde el otro lado del sofá, no recordaba que Eudald estaba en mi casa—.

-          Lo sé. Me da igual. No espero a nadie y quiero dormir.

Noté por el peso que compartíamos en el mismo mueble que se estaba desplazando hacia el teléfono. Hablaba bajito y tampoco tenía intención de escuchar.

-          Te llama un tal Marc –dijo mientras me pasaba el teléfono—.

-          ¿Sí? –contesté claramente dormida—.

Eudald regresó a su lado del sofá mientras me miraba y plegaba la manta que estaba toda deshecha. Sé que era imposible, pero parecía que estuviera escuchando nuestra conversación.

-          ¿Puedo preguntar quién es Marc? –preguntó tímidamente cuando ya le había colgado—.

-          Claro, puedes preguntar lo que quieras, otra cosa es que te conteste –hice una pausa mientras fingía que le ignoraba para ver su reacción-- ¡es broma! Marc es un amigo de cuando tocaba en la orquesta, se está preparando unas oposiciones y me quería pedir mis sistemas de estudio y esquemas –le observé mientras se limitaba a bajar la mirada—que pasa, no me digas que tienes celos –dije sarcásticamente mientras me reía un poco de él—.

-          ¿Tendría que estarlo?

-          Tú y yo solo somos amigos, los amigos no tienes motivos para ponerse celosos de otros hombres, ¿y si soy lesbiana? No sabes nada sobre mí.

-          No eres lesbiana –afirmó con seguridad—.

-          ¡Y tú qué sabes! También puedo ser bisexual.

-          No, no lo eres, lo hubiera notado.

-          No sabía que tuvieras un sexto sentido.

-          Tú tampoco sabes nada de mí –sonrió al momento que imitaba la forma en que había dicho la frase anteriormente—.

Me quedé mirándolo extrañada, este aire de misterio no terminaba de gustarme. Me dices las cosas o no me las dices, pero la información a medias y las indirectas no me gustaban, no lo encontraba ético.

-          Sea como sea, no tienes motivos para estar celoso –tal como dije eso me toqué la frente, ya hacía un rato que no me encontraba del todo bien, pero no dije nada y si, ahora tenía fiebre—.

-          ¿Te vuelves a encontrar mal?

-          Creo que tengo unas décimas, pero a lo mejor son impresiones mías.

-          ¡Cuándo pensabas decírmelo! ¿Esperabas llegar a los cuarenta otra vez? –me puso la mano en la frente apresuradamente, se le escapó vigilarme y se lo tomó de una forma muy personal—.

-          No es nada, será la coletilla del virus, que aún lo arrastro.

Abrió su maletín para sacar el medicamento que prácticamente me obligó a tomar.

-          Vete a la cama a descansar.

-          No tengo sueño, me quedaré en el sofá, no pasará nada si me quedo dormida aquí.

-          Vale –le salió la palabra entre dientes, como aceptando a regañadientes mi propuesta mientras se sentaba al otro extremo con la manta—.

-          ¿Qué haces? ¿Te quedas?

-          Por supuesto, te está subiendo la fiebre otra vez, alguien tiene que vigilar que no vaya a más para no llegar a necesitar suero como el otro día. Además, si tenemos que ir al hospital, tú no puedes conducir.

-          Oye, por hoy está bien, pero no quiero que malgastes tus vacaciones así, si tienes que marcharte ve.

-          Como quieres que te diga –se me quedó mirando fijamente tan profundamente que me vino el lobo del bosque a la cabeza, naciéndome un escalofrío de la parte baja de la espalda hasta los pelos de la nuca—que no me voy hasta que te encuentres mejor y no haya peligro de fiebre.

Me quedé sin aliento hasta que sonrió, como si fuera el permiso que no necesitaba para poder respirar otra vez.

-          Tranquila, no te voy a comer. Solo deja que me quede para ver como evolucionas en las próximas horas.

-          Haz lo que quieras –aún pensaba en el lobo—pero ahora toca comedia.

-          ¿Gilmore?

Le esbocé una sonrisa forzada porque aún tenía mal cuerpo por lo de antes. ¿Cómo puede ser que alguien que parezca tan agradable y se porte tan bien conmigo de repente me despierte el instinto de supervivencia?