En lo que se apaga un incienso, la voz se había corrido de punta a punta en el reino y sus alrededores sobre la próxima gran hazaña del Príncipe Heredero.
Nadie podía dejar de hablar sobre como el sucesor al trono acabaría con el demonio que los atormentaba, trayendo paz a la nación. ¡Sin duda era digno de ser Rey!, ¡Estaba a la altura de Aston Tinop, no había otro como él!, ¡Que afortunada era su Princesa prometida!
En su Reino, la joven Princesa suspiraba oyendo las aventuras de su prometido y oraba porque volviera sano y salvo.
Obviamente ignoraban que su preciado Príncipe Heredero había pasado toda la noche en el bosque, sin dormir, excitado por su descubrimiento. Deambuló entre los árboles sin dejar de ser cauteloso, con la intención de volver a encontrarse con el demonio.
Este nuevo éxtasis le causaba dolor en el pecho que se esparciría con rapidez por todo su cuerpo. El doloroso cosquilleo y las manchitas en su campo visual le hicieron saber que algo no iba bien con él. No era la primera vez que le daban estos auras de ansiedad de repente, manifestándose en su cuerpo de diferentes maneras. Su cuerpo le estaba advirtiendo que algo andaba mal en su cabeza. Creía saber de qué se trataba, pero decidió ignorarlo. Debía seguir con su misión cueste lo que cueste.
Inhaló y exhaló profundo varias veces, disipando cualquier cosa que lo estuviese afectando.
Su padre, que antes de ser su padre es el Rey, y todos en el reino y fuera de él esperaban que él; el Príncipe Heredero dorado, que es como lo llamaban, volviera con la cabeza del demonio atada a la cintura. Esperaban que cumpliera su misión para demostrar nuevamente lo perfecto que es y llenarse las bocas hablando de él.
Si no lo hacía, definitivamente habría consecuencias.
Hacerlo o no hacerlo, ambas opciones implicaban que hablarán de él. Estaba en sus manos si serían halagos o desprecios.
Deambuló aturdido, debía callar su cabeza y volver a enfocarse para continuar.
A pesar de que ya había amanecido, la luz del sol apenas llegaba hasta ahí. Obstruida por la inmensa cantidad de árboles, la escasa luz difícilmente le permitía poder prestar atención a su alrededor.
De repente, su entorno se volvió borroso y de cabeza. Ni siquiera supo en qué momento había pisado una trampa y caído en ella. Ahora se mecía boca abajo colgado de unas cadenas que se habían amarrado dolorosamente a su tobillo.
Se maldijo así mismo por ser idiota, e intentó doblarse para llegar hasta la unión del pie. La armadura le quitaba toda flexibilidad por lo que intentó por un buen rato hasta finalmente rendirse.
—Dios... ya no quiero ser tu mejor guerrero.
Queriendo llorar por la sensibilidad que se había causado momentos antes, sorbió la nariz y miró a su alrededor. Entre las malezas, divisó un pequeño resplandor.
—Mi espada... —Musitó esperanzado.
Si lograba alcanzarla podría cortar la cadena, o su pie. En este punto comenzaba a darle igual. Nadie podía culparlo, estaba sumamente estresado.
Con trabajo comenzó a balancearse para tomar impulso, pero no era suficiente. En uno de sus vaivenes atajó una rama del suelo y la usó para acortar la distancia entre la espada y él, pero todavía no era suficiente.
Vencido e irritado, soltó un quejido acompañado de otra maldición. Arrojó la rama y dejó de intentar.
La Gran Alteza Real; el que todo lo puede... No podía salir de aquella penosa situación.
¿Qué dirían sus súbditos si lo vieran así? Perderían todo respeto por él al darse cuenta de que realmente estaba lejos de la perfección. Que frustrante.
La sangre se le había ido a la cabeza hasta que su cara se volvió igual de roja que su cabello.
Al final ¿Esta sería su muerte?, ¿Ni siquiera asesinado por el demonio? Que muerte tan humillante. Deseaba que en cuanto muriese, los animales o el demonio comieran su cuerpo para no dejar evidencia de su humillación.
Mientras se lamentaba, la cadena fue cortada de la nada y Anselin cayó al suelo como costal de papas.
Mareado y después de soltar un gruñido de dolor, levantó la mirada encontrándose con unos pies descalzos frente suyo. Alzó la cabeza con rapidez descubriendo que el demonio lo miraba con atención, con su rostro demasiado cerca del suyo. Escuchó unos snif, snif, asustándose al darse cuenta de que estaba siendo olfateado.
Entendía que vivía en el bosque aislado de todo contacto humano pero ¿¡No conocía el espacio personal!? ¡Estaba violando su espacio seguro!
El Príncipe se arrastró por el suelo como un rayo para alejarse de él. El demonio se enderezó y continuó quieto en su sitio, con la mirada pegada en el heredero
Anselin intercaló su atención entre las cadenas rotas en el suelo y el joven parado a metros de él, y llegó a una deducción. —¿Tú... me liberaste?
El joven demonio respondió con un ligero movimiento de cabeza, confirmando.
¿A caso veía a alguien más ahí?
Estaba aturdido. Había recibido ayuda de quien menos la esperó. —¿Cuál fue la razón?
Esta vez el demonio no hizo ningún gesto. Sus ojos vacíos siguieron fijos en el Príncipe Heredero estudiándolo de pies a cabeza, hasta que se dio la vuelta para marcharse.
Anselin vio que se le escapaba su sujeto de estudio y no lo iba a permitir.
—¡Oye! ¡Oye, espera!
Trató de detenerlo, pero el otro no parecía interesado en hablar con él.
De un salto se levantó del fango para seguirlo, abandonando su espada entre las malezas.
Tenía una larga lista mental de las preguntas que quería hacerle, pero temía que el demonio no fuera cooperativo. La pregunta de investigación del cuestionamiento central era; si el demonio era tan malo como se cuenta ¿Por qué no lo mato? Y ¿Por qué lo ayudó? Esta última acababa de surgir.
—¡Espera! ¡Quiero saber por qué me ayudaste! —No iba a posponer la cuestión.
Anselin corrió detrás de él hasta alcanzarlo. Cuando considero una distancia apropiada se mantuvo así.
—...No hay razón —después de una pausa volvió a hablar—. Llevabas un buen rato ahí colgado—Le contestó, todavía dándole la espalda.
El Príncipe se avergonzó.
El demonio lo había estado observando desde arriba de un árbol durante un buen rato, hasta que se aburrió al darse cuenta de que no iba a poder escapar por su propia cuenta.
—Entonces me estuviste viendo todo ese tiempo...—soltó una risita nerviosa. Ya había arruinado su primera impresión— ¿Fuiste tú quien puso esa trampa?
—No.
—¿Si no fuiste tú, quien más la podría poner en un lugar como este? No creo que muchos sean capaces de llegar.
—Esas trampas son para mí. Siempre las dejan aquí los hombres que entran al bosque —contestó el demonio con desinterés.
Para su sorpresa y por el bien de su investigación, el joven parecía hablador.
El bosque se encontraba lleno de trampas, incluso a tales distancias como en la que estaban ahora. Habían sido puestas a lo largo de los últimos diez años con la intención de atrapar al demonio mitad humano que habitaba aquí. Pero a lo largo del tiempo, el joven demonio aprendió a evadirlas o salir de ellas.
El Príncipe lo siguió y a este no pareció importarle, tampoco parecía reacio a responder algunas de sus preguntas.
—¿Cómo está tú herida?
El demonio volteó la mitad de su rostro para mirarlo sobre su hombro. Parecía no entender la pregunta.
Anselin carraspeó, algo culpable. Señaló su propio hombro y dijo—: Ya sabes, te atravesé con mi espada.
—Está bien.
Contestó simplemente y volvió a mirar al frente.
Se desplazaba con agilidad entre los árboles y malezas como si conociera al bosque como a la palma de su mano. Mientras que para el Príncipe era como estar en un entrenamiento de obstáculos y ligereza.
—Te atravesó de lado a lado, ¿cómo podría estar bien? Lo siento por eso —se disculpó con la intención de congraciar con él.
—Estoy acostumbrado. Ademas, quise matarte.
Anselin lo tomó como un "no te preocupes, yo también tuve la culpa".
—¿Y por qué ya no?
El demonio guardó silencio.
La curiosidad del Príncipe aumentaba cada vez más. Quería saber quién era exactamente el ser que habita en el bosque desde hace tanto tiempo y se había ganado mala fama por ser maligno. Quería averiguar por sí mismo si realmente era una amenaza.
Cuando la luz del sol lograba escabullirse entre los árboles, el Príncipe Heredero los aprovecho para examinar el cuerpo del demonio. Notó que en varias partes de este, donde no estaban cubiertas por harapos, había cicatrices de todo tipo. La mayoría de ellas causadas por las trampas del bosque, suponía él. Algunas eran más recientes que otras, y otras ya casi no se notaban.
Ambos caminaron en silencio, manteniendo distancia el uno del otro, hasta llegar a un pequeño claro en el bosque.
La abundante y repentina luz cegó por un momento al Príncipe.
Quién creería que toda esa oscuridad y malezas ocultaban un lugar tan bonito. Parecía sacado de esos cuentos de hadas que tanto le gustaba leer de pequeño, pero que fueron suplantados por enciclopedias y enormes textos sobre leyes y cosas de príncipes y reyes. Aburrido.
El demonio caminó hasta un árbol aislado del resto en el centro del claro y se sentó sobre el césped. Sintiendo el ambiente libre de amenaza, lo siguió queriendo imitar su acción para simpatizar con él, pero no se atrevía.
¿A qué se debía esta hospitalidad?
De la nada, el joven pronunció—: Daimon.
El Príncipe alzó las cejas al escuchar su voz tan de repente. —¿Qué?
—Tengo un nombre. Es Daimon.
Anselin se dio cuenta de que estaba respondiendo a una de las preguntas que le había hecho al principio.
El Príncipe se tomó un momento para pestañear confundido. —Oh –"¿Por qué de repente?"—. Encantado... de conocerte, Daimon —Sin olvidar sus modales como Alteza Real, se presentó—. Mi nombre es Anselin, soy el Príncipe Heredero de este reino.
—Lo sé.
—¿Ah? Entonces sabes quién soy ¿Esa... es la razón de que no me hayas hecho daño?
Suponía que su fama era de tal magnitud que incluso estando dentro del bosque sabía quién era él.
El demonio esbozó una sonrisa apagada.
No podía culpar que el primer pensamiento del Príncipe hacia él fuera que le haría daño. Como una bestia salvaje, lo único que querría era morder un trozo de carne.
Vivió toda su vida de esa manera. Y es lo que era: un monstruo asesino.
O es lo que se creía y él aceptó.
Sin embargo, y aunque ni siquiera el propio demonio lo supiera, era incapaz de hacer daño. Por más odio y rencor que guardase en su corazón, se esforzó por no ser quien en no quería convertirse.
Pero los humanos no ayudaban. Insistían en entrar al bosque para cazarlo o hacerle daño, jamás escuchaban sus suplicas. Estaba cansado.
Fue obligado por la fuerza a vivir entre la frondosidad como si fuera un animal salvaje, excluido y apartado de todo durante diez años, cuando aún apenas era un niño.
A pesar del dolor que le habían causado y las voces que no dejaban en paz a su cabeza, se negaba a ser quien todos creía que era. Aquellas palabras que se le fueron dichas en el pasado, permanecieron siempre con él. Jamás abandonó a la única persona que confío en él.
Hace diez años atrás, la realeza había salido del palacio para visitar las calles del reino. La gente se amontonaba alrededor para admirar los preciosos palanquines adornados de oro y joyas. Los dos palanquines permanecían cubiertos por unas delicadas cortinas, pero sabían que en uno viajaban sus majestades y detrás de ellos, aquella silueta pertenecía al pequeño Príncipe. La guardia real los rodeaba, impidiendo que los plebeyos se acercasen más de la cuenta.
En medio de todo ese amontonamiento y emoción, un pequeño niño se cubría la cabeza y rostro con unos trapos viejos y sucios. Intentaba abrirse paso entre la multitud queriendo admirar también a los reyes.
Se esforzó para pasar entre los adultos, recibiendo empujones y golpes al azar. Entre el jaleo y un descuido, los trapos de su cabeza se deslizaron hasta caer, dejando a la vista los pequeños cuernos en su cabeza y las escamas que crecían en su rostro. Los que estaban cerca lo vieron y bramaron horrorizados, llamando la atención de los demás que comenzaron a gritar:
—¡¡Es el demonio!!
—¡Que espanto! ¡Es una abominación!
—¡Aléjense de él!
—¡No te me acerques! —un pueblerino cerca de él vociferó mientras lo pateaba con fuerza.
El niño perdió el equilibrio y cayó duramente contra el suelo de piedra. Se sentía mareado, no por la golpiza ni por la caída, sino por el dolor que le causaban las palabras crueles que constantemente recibía cada vez que se mostraba.
Como reflejo, sus manitos temblorosas y lastimadas volvieron a cubrir su cabeza y rostro como acto de protección, mientras las lágrimas comenzaban a querer escaparse.
"No quiero que me vean. No me vean."
Al sentirse vulnerable, no se había dado cuenta de que había sido empujado en medio de la calle.
¡Iba a ser aplastado por la caballería real si no se movía!
Un niño tan pequeño y escuálido como él no sobrevira a algo que un adulto sano con suerte sí.
Pero el pequeño estaba tan asustado que de lo único que era capaz, era de escuchar las palabras de odio que aún le gritaban, aturdiéndolo.
La vocecita en su cabeza le dijo que estaba bien. Que podía morir allí si era lo que todos querían.
Oyó el relinchar de un caballo y esperó su muerte aterrado. Pero nada pasó.
Cuando el pequeño se animó a abrir los ojos, descubrió frente a él un niño tapado de pies a cabezas con una capa celeste. Se había parado delante con los brazos extendidos de lado a lado, anteponiéndose como si fuera un escudo.
Los caballos se asustaron por su repentina aparición y se detuvieron abruptamente.
—¡Mocoso!, ¿Cómo te atreves a detener la marcha real? —El guardia escupió después de calmar a su corcel.
Antes de que pudieran hacer algo, el niño de la capa tomó la mano del pequeño demonio y lo arrastró con él entre la multitud.
Cuando se apartaron lo suficiente se detuvieron agitados.
El pequeño demonio no lograba entender lo que estaba sucediendo. Miró su mano que todavía estaba siendo sostenida y a pesar de sentir miedo, le gustó sentir esa calidez.
El pequeño de la capa apenas recobró el aliento volteó a mirarlo.
—¿Te encuentras bien? —Le preguntó y sin esperar respuesta continuó—: ¿Eres tonto? ¡Casi te mueres!
El pequeño demonio se sintió mal por la reprimenda. —N, no importa —balbuceó.
El otro niño frunció las cejas debajo de la capa. —¿Cómo no iba a importar?, ¡Aunque te desprecien, tú vida importa, tonto!
El niño de la capa había llegado en el momento exacto en el que estaba por ser aplastado por los caballos. Había oído los insultos, pero era ajeno a la razón.
El pequeño demonio se soltó de la mano del otro, y se aferró a los trapos en su cabeza queriendo ocultarse.
—¿Cuál es tú nombre? —le preguntó el pequeño mientras acomodaba un mechón de cabello rojizo debajo de la capa.
El demonio, que no tenía familia y vivía mendigando en las calles del pueblo, solo era llamado de una forma por quienes lo veían.
—D, Demonio... —habló bajito, temiendo ser escuchado.
—¿Demonio?, ¿Ese es tú nombre?
Estaba confundido, nunca había escuchado un nombre tan semejante. Pero recordaba haber leído un libro sobre demonología, uno que su tío le había traído de un viaje a un país lejano. En él había todo tipo de información en donde también se referían a ellos como "Daimons".
El pequeño sonrió como si hubiera descubierto algo emocionante.
—¡Daimon, entonces!
Era lo mismo, pero con una intención diferente.
Al pequeño demonio le brillaron los ojos, encantado.
—Yo soy Anselin —el pequeño miró en todas las direcciones antes de bajar la capucha de su capa y terminar diciendo en voz baja—: pero todos me dicen Príncipe.
La expresión del pequeño demonio cambió a una de desesperación. No sabía mucho sobre el tema, pero algo que tenía muy en claro era que cada vez que una majestad se hiciera presente, el plebeyo debía mostrarle respeto o sería castigado. Así que rápidamente se lanzó al suelo de rodillas y agachando la cabeza.
—S, su A, alteza —tembló.
El Principito se exaltó y se apresuró a colocarse nuevamente la capucha y a levantar al niño, fijándose de que nadie más los haya visto.
—¡Shhh! ¡Nadie puede saber que estoy aquí! —Le tapó la boca— Me salí sin permiso. Mi mejor amigo está ocupando mi lugar en el palanquín.
Daimon tenía los ojos bien abiertos por el asombro. Ese niño, el Príncipe, se acercaba a él con total naturalidad. No podía ver sus cuernos, pero parecía no asustarle los desperfectos en su cara.
Anselin se separó lentamente de él, asegurándose de que el niño no abriría la boca de nuevo, y le prestó atención a su apariencia.
Era fácil saber que era un indigente. Sus ropas estaban rotas y le quedaban pequeñas. A pesar del frío, lo único que lo resguardaba eran los trapos sucios en su cabeza. Su cabello estaba todo enmarañado.
Anselin había aprendido que el cabello era una parte muy importante en las personas, nos unía espiritualmente a nuestra familia. Siempre debía de ser cuidado, cepillado y peinado.
Estiró su mano hasta un mechón negro que se escapaba desde los trapos de Daimon y el pequeño demonio hizo un movimiento como si fuera a retroceder, pero se quedó allí.
—Mi madre dice que siempre debemos estar bien peinados —sus manos comenzaron a moverse, separando el mechón en tres mechones—. Porque nuestro cabello es el lazo que nos une con nuestra familia. Madre, padre e hijo —dijo a la vez que unía esas tres partes hasta formar una trenza—. Así aunque ellos estén lejos, estarán unidos. Así —Al terminar, le enseñó orgulloso su creación.
Daimon tomó con cuidado la trenza que le había hecho y la contempló.
—¿Yo... también tengo padres? —preguntó susurrante.
—¡Por supuesto que sí!, todos tenemos. Aunque no estén a tu lado, los tienes.
Él no había tenido la oportunidad de saber si tenía padres. Siempre observó a los niños del pueblo junto a sus familias y le hacía preguntarse por qué no la tenía. ¿Era por haber nacido así de feo?
—¿Y por qué no están a mi lado? —preguntó con vergüenza— ¿Es porque nací mal?
El Príncipe guardó silencio por un momento, sin estar muy seguro de qué decir. Entonces pensó qué diría su madre en este momento.
—Estoy seguro de que eso no tiene nada que ver. Tal vez... ellos no puedan estar contigo de una forma que puedas ver, pero están aquí —con su dedo indice, pinchó el pecho del pequeño demonio—. En tú corazón o en algún lado de tu cuerpo.
"¿Aun así ellos no estén a mi lado, esto los mantendrá cerca?, ¿No estaré solo?"
—Entonces... ¿Ellos están conmigo? —la mirada suplicante del niño le dio lastima al Principito.
—Así es —asintió Anselin con una sonrisa—. Es por eso que mi madre dice que el cabello nos une con quienes queremos. Así que estoy seguro de que aunque no estén contigo, están unidos a ti y nunca podrán dejarte.
La seguridad y alegría con la que hablaba el pequeño Príncipe reconfortaba el corazón del pequeño demonio, ayudándolo a sonreír después de mucho tiempo.
Ambos niños se sonrieron. Anselin volvió a tomar la mano de Daimon, pidiéndole que lo siga.
—¡Vamos a jugar!
Todos los lugareños estaban amontonados cuales hormigas alrededor por las calles, dejando el resto de la ciudad desierta.
Los dos niños corrieron, Daimon siendo arrastrado por el Príncipe, admirando su silueta mientras lo escuchaba reír de una forma tan contagiosa que sin darse cuenta ya lo estaba imitando.
Recorrían la ciudad vacía mientras el Príncipe ocasionalmente le mostraba los trucos que sabía hacer, como pararse de cabeza y caminar con las manos o hacer una vertical. El pequeño demonio intentaba imitarlo causando risas.
Al cabo de un tiempo, el paseo real estaba por llegar a su fin y Anselin debía volver antes de eso si no quería meterse en problemas. Se sentía un poco triste, no quería despedirse de Daimon, le gustaba jugar con él.
La tarde en el parque donde los dos estaban sentados comenzaba a enfriarse. El Príncipe lo vio tiritar de frío, entonces se quitó su capa y se la entregó.
—Es mi favorita, te la presto.
Daimon lo miró sorprendido y negó varias veces con la cabeza. Anselin se rió, era muy gracioso.
—Te la estoy prestando, cuando vuelva para jugar contigo me la llevaré.
El rostro del pequeño Daimon se iluminó, y preguntó esperanzado:
—¿Volveremos a jugar... juntos?
Anselin alzó los brazos al aire, exclamando:
—¡Por supuestooo que sí!, ¡Me divertí mucho! ¿Tú te divertiste?
Daimon sonrió con todo su rostro, expresando su felicidad.
—¡Sí!
—¡Entonces es una promesa! —Puso su dedo meñique frente a él— ¡Volveremos a jugar juntos!
El pequeño demonio no entendía lo que quería hacer el Príncipe, entonces cansado de esperar Anselin tomó su mano e hizo que sus meñiques se entrelazaran sellando su promesa de volverse a ver.
Anselin se levantó del césped y se sacudió un poco la ropa, mientras era observado por el otro niño.
—Me tengo que ir antes de que mis papás me descubran, ¡Nos vemos!
Echó a correr sin darle la oportunidad a Daimon de despedirse de él. Se puso de pie, no queriendo que se vaya. Entonces, Anselin se detuvo de golpe, volteo para mirarlo y con una sonrisa le dijo:
—Daimon, no dejes que los demás decidan por ti quien eres tú. No estoy muy seguro de qué significa, pero mi mamá me lo dice a menudo —agitó su mano, despidiéndose— ¡Volveré!
El pequeño demonio imitó su acción, aferrándose a la capa con una mano mientras con la otra lo despedía.
Sin embargo, poco después de eso fue perseguido por la gente furiosa del pueblo, acusado de haber matado las gallinas de una granja, y obligado a huir hacia los más frío y oscuro del bosque. Nunca pudo cumplir su promesa con el pequeño Príncipe y jamás supo si él volvió como había prometido. Pero pensó que probablemente estaría enojado con él por haberse llevado su capa favorita.
No extrañó cosas como un lugar cómodo donde dormir o una comida caliente porque no las tuvo. Pero sí añoraba el deseo que lo mantenía caliente todas las noches de heladas durmiendo en la intemperie en un suelo de tierra; tener un hogar y una vida como la de los demás niños. Había abandonado esa ilusión desde hace mucho tiempo, y extrañaba la felicidad que le daba imaginarlo.
Ahora, prefería la forma en la que estaba viviendo. Lejos de los ojos y las voces de los demás. Pese a que siempre recordaría la primera vez que habían ido a buscarlo, su mente ingenua y esperanzada había creído que estaban allí para perdonarlo. Aunque continuara durmiendo en las calles y recogiendo basura para comer, quería volver. Le daba miedo estar en el bosque. Le daba miedo la soledad que parecía acecharlo con la intensión de hacerle daño.
Lamentablemente entendió que no recibiría el perdón, en cambió consiguió una enorme y profunda cicatriz en su espalda que tardó mucho tiempo en curarse sola.
Su cordura pendía de un hilo, sujetado por el recuerdo y las palabras del Príncipe.
Jamás lo había olvidado.
El joven demonio observó desde el rabillo del ojo al Príncipe que todavía estaba de pie a pocos metros de él.
Los rayos del sol chocaban contra su armadura haciéndolo brillar como si él fuera la fuente de luz del claro y no el sol.
Al darse cuenta de que estaba siendo observado, con cautela se acercó y se sentó a un lado.
—¿Siempre has vivido en el bosque? —Anselin preguntó después de un rato en silencio.
—No. No siempre.
Habló con mucha calma, pero la tristeza era notable en su voz.
—¿Cuántos años tienes?
El Príncipe tenía curiosidad ya que no parecía mayor que él y tampoco demasiado menor. Tenía un aire juvenil a pesar de su altura.
—No lo sé, para mí todos los años son iguales. No... diferencio cuando termina un tiempo y comienza el otro —se expresó con dificultad.
Anselin le encontró sentido a sus palabras. Vivía como un ermitaño sin tener noción sobre el mundo que lo rodea. Probablemente su mundo se resuma en este bosque.
Ahora con la luz del día sobre ellos, podía investigar la apariencia del demonio con más certeza. A pesar de que sus ropas estaban desalineadas y sucias, y su cabello estaba algo enmarañado con una trenza mal hecha al costado de su oreja y de tener un aspecto deplorable, pensaba que debajo de esa capa de suciedad podía encontrar un bello joven con aires nobles.
El joven era alto, realmente alto, probablemente le pasaba dos cabezas sin contar los cuernos. Su piel era pálida semejante a la porcelana, contrastando con su largo cabello negro y las escamas en su mejilla. Su rostro tenía facciones delicadas, demasiado para ser un demonio y sus ojos eran grandes y alargados. El Príncipe descubrió que tenía heterocromía; siendo uno de sus ojos de un color tan rojo como la sangre y el otro semejante a un día nublado de invierno. Era maravilloso.
No tenía cómo registrarlo, pero se aseguró de memorizar cada parte de él que sea visible para dibujarlo en el futuro.
El joven demonio sintió la mirada persistente y curiosa del Príncipe, removiéndose en el lugar incómodo. Nunca disfrutó de ser visto por demasiado tiempo. Se levantó tratando de evitar sus ojos sin saber que le estaba dando una mejor visión de su anatomía.
—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó de repente a Anselin, tomándolo por sorpresa.
Anselin se quedó callado por un momento, pensando cuidadosamente lo que diría a continuación.
—¿No puedo estar aquí? –soltó.
Daimon volteó la mitad de su cuerpo para mirarlo y frunció el ceño.
—¿Por qué querrías estar en este lugar? —cuestionó.
—¿Por qué no estarlo? Después de todo este bosque sigue perteneciendo a mi reino, por lo que puedo pasearme por aquí como se me plazca.
—Morirás. Este bosque no es como tú reino.
—Agradezco tu preocupación, pero no soy fácil de asesinar.
Anselin hizo una expresión algo soberbia y Daimon ni siquiera se tomó las molestias de recordarle que apenas unos momentos antes, estaba colgado de cabeza decidido a dejarse morir.
—Como sea, Su Alteza. No debería estar en un lugar como este y con alguien como yo.
La expresión de Daimon se volvió fría y feroz. Anselin sintió que estaba siendo echado.
"Amigo, ¿No entiendes que si me voy, tengo que hacerlo con tú cabeza?, ¿No quieres vivir un poco más?"
—Como sea, demonio. No puedo irme. Tengo asuntos aquí —ante la mirada indagadora del demonio, mintió:— Fui... enviado a... ¡Buscar un tipo de hiervas curativas! No puedo irme sin ellas.
—¿Cuáles hiervas? —cuestionó.
—Son unas muy peculiares, sin duda. Desconozco el nombre, pero las reconoceré cuando las vea.
—¿Cómo se ven?
"¿Por qué de repente eres tú quien hace las preguntas?"
—Sabré cuales son cuando las vea, no te molestes en preguntar.
Daimon lo miró durante los próximos segundos soltando un largo suspiro que pasó por desapercibido.
—En cuanto las hayas encontrado, vete.
Antes de que el Príncipe pudiera decir algo, desapareció de un salto entre las copas de los árboles.
Anselin simplemente continuó allí sentado, sabiendo que no sería capaz de seguirle el paso. Alzando la cabeza para mirar el cielo pensó: "Ah, debí traer lápiz y papel."