Año 421 a.C., Atenas.
Las calles de Atenas, una vez bulliciosas y llenas de vida, ahora resonaban con los ecos de la desesperación y la pérdida. La guerra del Peloponeso había dejado su huella en la ciudad, y aunque las murallas seguían en pie, las grietas en la sociedad ateniense eran evidentes para todos los que se atrevían a mirar.
Adrian, con su eternidad y su indiferencia hacia los asuntos de los mortales, observaba desde las sombras, sus ojos rojos brillando con una mezcla de curiosidad y desdén. La muerte y la destrucción, aunque familiares para él, siempre habían sido herramientas, medios para un fin. Pero para los ciudadanos de Atenas, eran plagas que se llevaban a sus hijos, sus esposas, sus futuros.
Clio, su figura etérea moviéndose silenciosamente a su lado, observaba la ciudad con una expresión de tristeza tranquila. Aunque había aceptado su destino y su lugar junto a Adrian, las penas del mundo mortal aún la tocaban, sus ecos de dolor resonando en su ser inmortal.
"Amo," comenzó, su voz apenas un susurro en la noche, "¿alguna vez terminará? ¿Esta destrucción, esta pérdida?"
Adrian, su mirada fija en las llamas que bailaban en lo lejos, respondió con una voz que era tan fría como la noche. "Todo termina, Clio. Incluso las ciudades más grandes caen, y las civilizaciones más avanzadas se desvanecen en el polvo del olvido."
Clio, su mano rozando suavemente la de él, buscó alguna señal de emoción en su rostro inmutable. "Pero tú permaneces, amo. A través de las edades y las eras, permaneces."
Adrian, girando hacia ella, sus ojos encontrando los de ella, asintió lentamente. "Sí, permanezco. Pero no soy inmune al cambio, Clio. Incluso los inmortales deben adaptarse, evolucionar."
En las semanas que siguieron, Atenas se sumió más profundamente en la desesperación. La hambruna, alimentada por los bloqueos y las derrotas en el mar, se arrastró por las calles, y la muerte, siempre presente, se llevó a los jóvenes y a los viejos por igual.
Adrian, aunque distante, no estaba completamente desconectado de esta realidad. Las sombras que se movían a través de su mansión, las mujeres que habían sacrificado su libertad por un susurro de seguridad, eran un recordatorio constante de la fragilidad de la vida mortal.
Y Clio, aunque tocada por la oscuridad, mantenía una luz intrínseca, un resplandor que, aunque no comprendía completamente, Adrian no deseaba extinguir.
En las sombras de la mansión, mientras Atenas lloraba, Adrian y Clio encontraron un tipo de coexistencia tranquila, un entendimiento mutuo que trascendía palabras y gestos. Aunque el mundo exterior se desmoronaba, en los oscuros pasillos y las habitaciones silenciosas, dos seres, unidos por la oscuridad y la eternidad, compartían momentos de comprensión y aceptación, aunque siempre desde una distancia emocional, especialmente por parte de Adrian.
Pero incluso en la eternidad, las certezas pueden desmoronarse en un instante. En el núcleo de Adrian, una inquietud comenzó a crecer, sus raíces extendiéndose a través de la oscuridad, buscando, siempre buscando, algo que ni él mismo podía nombrar.