Año: 1500 a.C.
Adrian, el vampiro que una vez se movió con propósito y determinación, ahora vagaba sin rumbo por las vastas extensiones de tierras desconocidas. La pérdida de Lysara había dejado un vacío en su ser que ni la sangre ni la compañía efímera de mortales podían llenar. Sus pasos, aunque firmes y decididos, carecían de dirección, y sus ojos, una vez llenos de una mezcla de furia y curiosidad, ahora reflejaban una profunda melancolía.
Las ciudades y pueblos por los que pasaba se convertían en meras manchas borrosas en su memoria, los rostros y las voces de la gente se desvanecían tan pronto como se alejaba. No buscaba conexiones, ni siquiera buscaba alimento con el vigor que una vez tuvo. La sangre se había convertido en una necesidad, no en un deseo, y las mujeres, aunque seguían siendo un consuelo temporal, no podían acercarse a la profundidad de su dolor.
En sus viajes, Adrian se encontró con otros de su especie, vampiros que, al igual que él, se movían en las sombras de la existencia. Pero, a diferencia de él, se deleitaban en su naturaleza, se regodeaban en la sangre y el caos que creaban. Adrian los evitaba cuando podía, y cuando no podía, se movía con una violencia fría y eficiente para asegurarse de que no representaran una amenaza para él.
En una pequeña aldea, enclavada entre las montañas y el mar, Adrian encontró un momento de paz. La gente era sencilla, sus vidas estaban dedicadas al trabajo y a la familia, y aunque eran cautelosos con este extraño que llegaba en la oscuridad, no lo rechazaron. Adrian, a su vez, se contuvo, alimentándose solo lo suficiente para sobrevivir y nunca del mismo individuo dos veces.
En la quietud de la noche, mientras observaba las olas romper contra la orilla rocosa, Adrian permitió que los recuerdos de Lysara llenaran su mente. Su risa, su toque, la forma en que lo miraba con amor y frustración a partes iguales. En su soledad, Adrian habló con ella, susurrando palabras de amor y pérdida en el viento, imaginando que de alguna manera, ella lo escucharía.
Pero incluso en este lugar de relativa paz, Adrian no podía escapar de lo que era, y eventualmente, los susurros comenzaron. Susurros de una criatura de la noche que nunca envejecía, que se movía entre ellos con una gracia y una fuerza sobrenaturales. Y así, antes de que las antorchas y los gritos de ira pudieran encontrarlo, Adrian se deslizó de nuevo en la oscuridad, dejando atrás otro lugar que podría haber sido un hogar.
Los años pasaron, las décadas se convirtieron en siglos, y Adrian se movió a través de ellos como un fantasma, una sombra que apenas tocaba el mundo que lo rodeaba. La tristeza se convirtió en apatía, y la apatía en una existencia sin sentido, donde los días y las noches se mezclaban en una amalgama interminable de momentos olvidados.
Y en esa interminable oscuridad, Adrian continuó, sin saber que incluso en la eternidad, el cambio es inevitable, y que incluso el corazón más roto puede encontrar una forma de sanar.