La luna, un espejo pálido y distante, derramaba su luz plateada sobre Pi-Ramsés, iluminando las calles con un resplandor etéreo. Adrian, sus ojos acostumbrados a la oscuridad, se movía como una sombra entre las sombras, su figura apenas perceptible en la penumbra. La noche estaba tranquila, pero una tensión subyacente vibraba en el aire, una presencia inquietante que hacía que los mortales se encerraran en sus hogares y las criaturas de la noche se movieran con cautela.
Adrian, con su oído sobrenatural, captó los sonidos de la desesperación y el miedo, gritos ahogados y súplicas que se extinguían en la noche. Su corazón, aunque inmóvil, sintió una punzada de ira al reconocer los sonidos de los vampiros salvajes, aquellos que habían jurado no volver a Pi-Ramsés.
Con una velocidad que desafiaba la comprensión mortal, Adrian se movió hacia el origen del caos, sus ojos dorados ardiendo con una furia fría y calculada. Al llegar, la escena que se desplegó ante él fue una de horror puro: los vampiros salvajes, sus bocas manchadas con la sangre de sus víctimas, se deleitaban en su frenesí, indiferentes al sufrimiento que causaban.
Adrian no dudó. Su figura se lanzó hacia el grupo de vampiros, sus manos, ahora garras, se movían con una precisión letal. El primero de los vampiros salvajes cayó antes de siquiera ser consciente de su presencia, su vida apagada con un movimiento rápido y brutal.
Los otros, alertados por la caída de su compañero, se volvieron hacia Adrian, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y rabia. Pero Adrian, el primer vampiro, era una tormenta de venganza y violencia, su poder y velocidad eclipsando a los de los vampiros más jóvenes.
Uno a uno, los vampiros salvajes cayeron ante él, sus cuerpos desplomándose al suelo con un sonido sordo. Algunos intentaron huir, el miedo superando su sed de sangre, pero Adrian los persiguió, su determinación inquebrantable.
La persecución lo llevó fuera de los límites de la ciudad, a través de campos y desiertos, hasta que finalmente, el último de los vampiros salvajes cayó a sus pies, su vida extinguida en el desierto solitario.
Adrian, envuelto en sangre e intestinos, permaneció allí, su figura imponente y solitaria contra el paisaje desolado. No había satisfacción en su mirada, solo la resolución fría de un deber cumplido. Sin una palabra, sin un segundo vistazo a los restos de los que había destruido, Adrian dio media vuelta y comenzó el camino de regreso a Pi-Ramsés, su figura desapareciendo en la vastedad de la noche.
Lysara, que había sentido la tormenta de emociones de Adrian a través de su vínculo, esperaba, su corazón lleno de preocupación y amor por el vampiro que había aceptado como su compañero en esta vida eterna. La noche se cernía sobre ella, y en la oscuridad, esperaba el retorno de Adrian, y con él, la continuación de su existencia en las sombras.