Era un invierno del 2003, la llegada de la Nochebuena era notoria gracias a las luces de colores que decoraban el frente de todas las casas junto con las diversas fogatas llenas de carne y rodeadas de personas de la cuadra, y por último, las risas de los niños en las calles, tan alegres y despreocupadas.
Un suéter gris con cuello y unos pantalones blancos eran el atuendo de un pequeño niño de unos 10 años, quien se echó a correr hacia la casa de al lado, casa donde vivía su amigo y vecino.
Llegó a la puerta vecina, vociferando el nombre de quien buscaba con tristeza que fácil pasaba desapercibida —¡Tao!
Al no escuchar sonido alguno, llamó también a la hermana —¡Nao! ¿Están aquí?
Se quedó allí, esperando respuesta frente a la puerta.
Aquel niño de cabello negro no era para nada impaciente, pero en ese momento la inquietud que se posaba en su pequeño pecho, no le permitió esperar más, resignandose a ir devuelta a casa.
Bajando los escalones, sus ojos se dirigieron momentáneamente a una gran luna que iluminaba con luz amarillenta las calles.
Dos enanas figuras que corrían a lo lejos llamaron la atención del menor.
—¡Noah!— ambas siluetas se acercaron, chillando su nombre.
El nombrado reconoció al segundo quienes le llamaban, respondiendo con alegría.
—¡Tao, Nao! ¿Dónde estaban?— interrogó Noah, mientras abrazaba a los hermanos, ambos de tez clara y mechones blancos que destacaban entre sus cabelleras castañas, por culpa de una enfermedad llamada Poliosis presente en ambos.
Tao y Noah eran amigos desde que tenían conciencia gracias a que sus padres se conocían, y Nao a pesar de ser la mayor, se unió a sus travesuras tiempo después.
—Creíamos que estabas en la fiesta con los demás— aclaró Nao, apartándose del abrazo —¿Y tú porqué estás aquí solo?
Sin pensarlo, Noah respondió como si fuera lo más obvio —Demasiadas personas, demasiado ruido.
Los otros dos se encogieron de hombros, no podían opinar cuando sabían que la familia de Noah estaba llena de bebés gritones, quienes no podían caminar ni mucho menos jugar con él.
—Entonces, ¿Qué haremos?— lo único que preocupaba a Tao era pasarse la navidad mirando la fiesta de lejos.
Otra cosa que le molestaba:
¿Para qué siquiera su mamá lo había vestido tan bien? Era un desperdicio ponerse su camisa blanca y pantalones negros favoritos si sólo iba a jugar y ensuciarse.
—Vayamos al parque— sugirió Noah, emocionado.
—Buena idea, antes de irnos avisaré a mamá— declaró la mayor, se sentía responsable de los otros dos.
—¡Espera!— chilló Tao agarrando la muñeca de su hermana —No nos darán el permiso— especuló desanimado.
—Es verdad, todos están reunidos y ya es de noche— agregó Noah, ahora inseguro de su idea.
Ambos chicos se hallaban grises, deprimidos por el aburrimiento.
Nao exhaló, lamentándose de lo que propondría a continuación.
—Está bien, vayamos un rato y regresamos antes de que lo noten— anunció, no muy convencida.
Como lo sospechaba, no le gustaba mucho la situación, sin embargo era mejor que ver a los revoltosos irse sin compañía.
Los chicos volvieron a sonreír, impacientes por ir a jugar. Además, aunque no lo supieran, el marcharse a escondidas le agregaba el toque de adrenalina perfecto.
Sin pensarlo mucho, los tres niños empezaron a correr por las calles animadas, con personas cenando a la intemperie.
Sus corazones se aceleraban por cada paso que daban, lo percibían como si estuvieran corriendo hacia la orilla del mundo, juntos.
Creían que habían pasado horas, que a ese paso llegarían al bosque, por ende se sorprendieron cuando por fin sus ojos enfocaron al dichoso parque.
—¡Llegamos!— vociferó Tao, apenas podía respirar sin toser.
Los más jóvenes se lanzaron al arenero a recuperar el aliento, al tiempo que Nao corría a los columpios.
La fresca brisa de la noche calmaba las preocupaciones de Nao, quien se mecía en los columpios.
A pesar del ruido que hacían los otros al jugar, disfrutó el mirar al cielo y contemplar sus estrellas.
Así se quedó unos minutos, en su propio mundo disfrutando de cómo el viento la arrullaba y sin notarlo, cerró los ojos.
Sin prestarle mucha atención, los aullidos del viento eran lo único que podía escuchar.
La niña se sentía bien, hasta que una imagen se plasmó abruptamente en su mente.
El arenero completamente desolado.
Sus ojos se abrieron inmediatamente, con la esperanza de que todo fuera parte de su imaginación consecuencia del repentino silencio.
Un terror inundó su pecho, percibió cómo su corazón se detenía del susto, Nao fue cayendo en desesperación en cuanto confirmó lo que temía.
—No están.