Marchó despacio a través de la gruta repleta de peñascos, que estaban helados, gracias a las bajas temperaturas. La soledad fue una constante indeseable en ese hoyo, lo aprisionaba e intimidaba, algo que jamás admitiría con palabras, mas era la inconsistencia y recelo de sus pasos lo que le delataba.
Cristales sobresalían de las rocas fulgurando con viveza, apaciguando con su luz brillante y azulina esa aprensión que la insondable oscuridad cavernosa encajaba en sus acciones.
La posibilidad de despertar en un sitio más amigable siempre anduvo por ahí, fastidiando su razonamiento, a lo mejor podría haber estado en un lugar distinto sin demasiadas preocupaciones.
Pero esas ilusiones no tenían cabida y algo era claro; debía salir. Sus huesos aún estaban empapados, frescos por la gelidez del lago, el cual sin que lo esperase le hizo emerger, además, un inexplicable malestar hostigaba su cuerpo sin descanso, haciéndole débil y lento, coordinar sus propios pasos fue una tarea ardua.
Apoyándose de las rocas emprendió rumbo, entonces volvió a mirar sus brazos, no había dudas, estos podían ser descritos de las mil y una maneras, menos humanos.
No sabía si así tenía que ser, o si a lo mejor su aspecto fue obra de alguna hechicería prohibida, al final buscar culpables era un sin sentido. Mientras avanzaba la cueva se ensanchaba, pequeñas criaturas voladoras iban de aquí para allá, consternado, examinó el espacio con precaución.
Había cierta escarcha visible en los muros escarpados, el ambiente estaba en su punto más álgido, los diminutos animales e insectos que se cruzaban en su senda parecían haberse acondicionado sin problemas. Desde bichos totalmente blancos y cubiertos por diminutos bellos hasta curiosos ratones repletos de abundante pelaje.
Inclusive las crías de murciélagos cabeza témpano, una especie de guiverno común en las zonas más frías, estaban allí, dormitando boca abajo en las estalactitas. Sus enormes nidos, difíciles de hallar, solían verse en las profundidades cavernosas.
Sería así siempre y cuando la temperatura fuese bajo cero. Las crías, una vez salían del cascarón, se dividían en grupos para aumentar las posibilidades de supervivencia, aunque apenas un puñado lo conseguiría.
Todo lo que se asomaba ante él era nuevo, pero no impresionante, había una contradicción, como si con anterioridad hubiese sido testigo de todas aquellas «sorpresas», pero su embotellada retentiva no conseguía dar con las memorias, transformando sus intentos de rememorar en frustración.
Y el panorama sí que fracasó en apagar ese sentimiento. Hacían horas desde su despertar y todo lo que vio fueron rocas, además de distintos tonos que distraían su enfoque, el cual no era de admirar a causa del malestar que acosaba sus restos.
Pero, lo que más acaparó su atención, fueron esos cristales que brotaban del subsuelo, puesto que su belleza deslumbraba, muy diferente de él, que estaba bañado en suciedad.
A primera vista lucían como un enorme cristal de hielo cincelado para atraer las vistas, y cualquiera podría suponerlo gracias al frío que impregnaba hasta el alma, pero no era así.
Cuando sus dedos se posaron sobre la superficie transparente y lisa, pudo sentirlo, la fuente de la vida circulaba en el interior del objeto; el maná se trenzaba dentro suyo. No podía explicar cómo lo sabía, sólo fue de esa forma. Ante su tacto, el maná respondió, manifestándose a su alrededor, enredándose en torno a sus huesos como una soga al cuello.
No fue amenazante, al contrario, transmitía una vibra positiva que le instó a mantener el contacto. La impresión de ser protegido por algo mayor, quizá fuese eso lo que irradiaba el inmenso cristal.
Sin embargo, por más cerca que estuviese, parecía que la distancia entre uno y otro sólo tendía a subrayarse, no a reducirse. Y pese a que no podía percatarse de los cambios de temperatura, lo que percibió una vez se apegó al inmenso cristal podría describirse como calidez.
Tal interpretación posiblemente era inconcebible, ya que el mundo gélido donde fue dado a luz no daba acogida a tan reconfortantes emociones, pero así fue.
El maná se propagaba en delgadas hebras, recorriendo cada pedrusco y ser vivo que se topaba en su ruta. No obstante, si bien él era envuelto por su abrazo, el maná no profundizaba, como si le repudiase. Le pareció chocante, pero no pudo intuir el porqué de esa reacción, los cristales de maná se mostraron indiferentes ante su presencia.
Una vez se separó, la sensación de vacío retornó, como si faltase un elemento crucial en sí mismo. Pudo haber atribuido esa incómoda emoción a su carencia de órganos, pero no había que darle muchas vueltas para entender que por ahí no iba la flecha.
Es así como decidió continuar su caminata, ya que, para su extrañeza, las fuerzas que le faltaban se recomponían de a poco, a lo mejor se debía a la preciosidad que sin muchas ganas dejó atrás, nadie podría afirmárselo, pero tampoco negarlo.
Las rutas a seguir en la caverna no se limitaban a una, existían un sinnúmero de aberturas que se daban a mostrar con cada paso, y mientras más investigaba, más obvio se hacía que estaba perdido.
A comparación de antes, los muros rocosos se estrechaban, temía quedar atrapado, pues aún peor que la idea de un camino sin retorno, era la de ser sepultado entre peñascos toda una eternidad.
Pasadizos largos y angostos seguían hasta un punto en el que no podía ver lo que había más allá. En las paredes de piedra antorchas estaban sujetas, apagadas desde hacía mucho tiempo.
No había dudas, aunque no sabía para qué, la mano humana hurgó ese lugar, deformando el abrupto espacio a conveniencia.
Si lo resumía podía compararlo con un hormiguero, las grutas aparecían de repente y si bien no todas ellas eran naturales, igual perderse sería una cuestión de pocos parpadeos. Su sentido de la orientación tampoco era de alabar, dio vueltas en círculos por horas.
Por suerte con tiempo de sobra y un cuerpo incansable, el paso de días, meses o incluso décadas quedaba de último en su lista de preocupaciones.
Forzó sus huesos por una brecha apretada, ahí notó una emoción claustrofóbica, un indicio de pavor tocó las puertas de su corazón ilusorio. Dio por hecho que las paredes caerían encima suyo, que sería aplastado y que la cueva se lo tragaría.
Toscamente, sin dar rienda suelta a más de esas desagradables especulaciones, salió de allí como pudo. No fue sino cuando cruzó por una esquina que se detuvo en seco, balanceó el cuerpo con ligereza y su contorno se encogió, estaba decepcionado, pero motivos no le faltaban.
Dio pasos pesados hasta llegar al final de la gruta que había recorrido. Un camino sin salida, para su rotunda desilusión, eso fue lo que halló.
La enorme pared de adoquín no daba paso más allá, era rugosa e imponente, como si le gritase: «¡date vuelta imbécil!».
Para sus adentros maldijo la suerte que le llevó hasta allí y si hubiese podido suspirar lo habría hecho, mas no emitió queja. Amargado retrocedió, hasta que una sombra cruzó por su lado, ocasionando que se voltease de golpe. Se sobresaltó al dar la vuelta y casi cae de espaldas, todo por una cría de cabeza témpano que batía sus alas.
El murciélago ladeó la cabeza, parecía tener interés por el esqueleto. Ambos se miraron por unos segundos, así fue hasta que el huesudo decidió pasarlo por alto, no tenía motivos para andar dándole bola a esa alimaña. Pero, agitando con rapidez las alas, el animal se quedó quieto ante ese desinterés, hasta que en un abrir y cerrar de ojos fue tras sus huesos, mordisqueándole el fémur.
El esqueleto sacudió su pierna en direcciones absurdas para quitarse a la bola de pelo plateada de encima, cuando de una fuerte sacudida lo arrojó lejos de él. El cabeza témpano retomó su vuelo y emitió un bramido en protesta, sacudiendo su cabeza de lado a lado.
—Tú… ¿qué quieres? —habló por primera vez, su tono era distorsionado, algo loable dada su condición, pero hasta él quedó atónito por ello y, tras un silencio, retomó el hilo—. Yo… no… no soy tu comida, déjame en paz, anda a… chupar sangre a alguna bestia. —Movió las manos para espantarlo.
Sin entender, el cabeza témpano se echó para atrás, infló su pequeño pecho y otro gruñido nació de sus fauces, como si refunfuñase para obtener atención.
No tenía pintas de querer rendirse, sus ojos color sangre resplandecían en determinación para alcanzar un fin desconocido.
Así fue como, sin desperdiciar ese afán, dio vueltas en torno al esqueleto una y otra vez a altas velocidades, hasta que de golpe se arrojó en una dirección concreta, como una lanza furiosa en busca de algún infortunado objetivo.
Él se quedó ahí parado, extrañado por lo que recién había sucedido. Por sí mismo se tacharía de loco si siguiese a esa bestia hasta quien sabía dónde, pero su intriga era superior a él, así que sin mejores opciones se animó a perseguir al murciélago a donde sea que fuese.
Intentó no perderle la pista, ya que iba rápido, volando a través de los túneles como si fuesen su hogar, aunque en realidad así era.
Algunas veces, en un chispazo de inteligencia, el murciélago paraba el vuelo y torcía su cuello, así le miraba a través del cráneo de hielo el cual hacía valer su nombre.
El motivo de ello fue uno sólo; asegurarse de que estuviese siendo seguido por el esqueleto. Tal astucia era inusual en uno de su especie, debido a ello resultó inevitable que su acompañante tuviese sospechas.
Pero no hubo mucho tiempo para meditarlo, porque, en medio del camino, un montón de rocas amontonadas unas sobre las otras les bloquearon el paso, parándoles en seco a ambos.
Su compañero también frenó allí, y el esqueleto sintió una punzada de pena por haberle dado una oportunidad al animal.
—Un derrumbe —dijo mientras tocaba el pedregoso obstáculo—, no puedo salir por aquí, me has guiado a otro callejón sin salida.
Ostentando sus diminutos colmillos en una mueca burlona, el murciélago lo rebasó. Sin detenerse, rodeó un punto en concreto del suelo, captando la mirada del huesudo, que al agacharse se topó con un estrecho acceso a través del montón de rocas.
—Debe ser un chiste —dijo al inclinarse—. No sé cómo lo has logrado, pero admito que estoy sorprendido.
Una vez puso pecho en tierra, trozos de rocas se colaron por su caja toráxica, pero lo ignoró. Al rodearse de suciedad aprendió algo sobre sí mismo; lo mucho que odiaba la mugre y los espacios cerrados, algo que tendría muy en cuenta.
Arrastrándose tal cual el más miserable de los gusanos, se dirigió al otro extremo del túnel, con paciencia aferró los dedos a la tierra que por alguna razón era más blanda, hasta que con un último esfuerzo salió sin pensarlo dos veces.
Se enderezó y lo primero que alcanzó a oír fue un gruñido, así toda su concentración se dirigió al fondo de la gruta que se revelaba ante él, pero lo que absorbió a su visión fue la oscuridad.
La figura del cabeza témpano apareció en su periferia, alzó vuelo al nivel de su cráneo y se quedó estático batiendo alas, por lo visto la guía llegaba hasta aquel punto, el resto quedaba en sus esqueléticas manos.
Sin flaquear continuó la caminata, tenso por los gemidos que se hacían más ruidosos y dolorosos. Algo andaba a rastras más allá, entre las sombras.
Intentó forzar su visión, para dejar ver lo que la tenebrosidad le deparaba, pero fue inútil. Debido a la escasez de luz, el cabeza témpano sacudió su cráneo de hielo, el cual de repente desprendió un fulgor azulino. Ese era el regalo de la selección natural para una bestia que no tenía los mejores ojos, pero que, sin embargo, sobresaltó por un momento al esqueleto.
Estuvo a punto de protestar, pero no pudo hacerlo, porque sus dientes rozaron unos con otros al observar de frente a la criatura que le daba cara.
Su par de abismos chocó con otro par idéntico, y no pudo romper el contacto con el cadáver, ya que ambos eran tal para cual, sin piel sobre los huesos. Iba forrado con un abrigo mugriento y rasgado que llegaba a los tobillos, en el interior, la silueta de una hoja se vislumbraba.
—¿Qué es esto? —Cerró la mano en un puño y retrocedió—. ¿Puedes oírme? —dijo con un tono más bajo.
La respuesta nunca llegó, sólo lamentos que de a poco se hacían más quebradizos y silenciosos. Deseoso de información avanzó hacia el monstruo, la luminosidad que regalaba su acompañante lo siguió. Le dio una palmada al cadáver, luego lo zarandeó y por último lo empujó al suelo, pero pese a las ansias de escuchar una palabra, no hubo ni una mísera reacción.
Había un maná repugnante que velaba al infortunado cadáver, mismo maná que sobre sus propios huesos pululaba. Esa cosa era títere de algo más, y al mirarse a sí mismo, especuló que una vez él también debió ser así, pese a ello, sin explicación, esa penitencia había terminado, lo que agradeció para sus adentros.
—He aprendido algo. —Miró al muerto desde su altura—. No eres mi semejante, apenas puedes ser llamado monstruo, estás vacío, incluso más que yo mismo —dijo.
Llegar a esa conclusión lo hizo sentirse fuerte, diferente. Dispuesto a adquirir conocimiento en la medida de lo posible, tomó el arma que el esqueleto ocultaba, era una espada corta. La detalló unos segundos, estaba oxidada por el paso del tiempo, pero imaginaba que sería útil, aunque no recordase haber usado una.
—Esto será rápido.
Estrujando con brío el arma, cortó repetidas veces al nivel del cúbito, hasta que con un brusco tajo fracturó el hueso. Paciente, mantuvo el agarre y esperó, entonces, de un suspiro, una cadena etérea surgió, clavándose en la extremidad arrebatada.
La manifestación labrada a base de maná era aún más roja que la sangre fresca y enviaba espasmos por todo su cuerpo muerto, ya que podía afirmar, sin miedo a equivocarse, que esos grilletes carmesíes establecían el sello del pacto que lo ataba a su deplorable condición.
Parecía estar viva, pues con su propia voluntad, el vínculo rojizo atrajo la fracción amputada de vuelta a su lugar de origen, juntando y sellando el hueso, como si jamás hubiese sido quebrado en primer lugar.
No satisfecho, hizo lo mismo con su cuerpo, cortando a la altura del radio, el cual cedió tras unos cuantos golpes carentes de técnica. Pese a que recordaba el significado del «dolor», él mismo no lo experimentó, así que miró el hueso roto intrigado, forzándose a recordar cómo era esa experiencia tan insoportable, pero no lo logró.
Y tal como esperaba, la misma cadena roja devolvió la parte rebanada a su posición original, dándole a entender que, sin importar el daño, se recuperaría.
—Macabro. —Al son de su palabra el acero que blandía se quebró—. El tiempo hizo su trabajo, o quizá un mal augurio —dijo.
Curioso, dio una ojeada al mango de la espada destrozada, había un emblema grabado en forma de rombo, seccionado en cuatro colores: rojo, blanco, azul y amarillo. De golpe su visión se nubló, se mareó y cayó apoyado en una rodilla.
El cabeza témpano inquieto voló en torno al esqueleto, que yacía aturdido, como si pasase por la peor migraña. Rasgó con ahínco la tierra, su visión parpadeaba, como si hubiese sido cegado por la luz más brillante, hasta que simplemente se detuvo.
—Debo salir de aquí —dijo levantándose.
Se tapó con las prendas del esqueleto que se revolcaba sin gracia en el suelo, y le dio un vistazo afirmativo al murciélago que hacía de antorcha.
Todas las preguntas que lo atosigaban hervían en su interior. No sabía cómo paró en esa cripta, ni cómo seguía en pie y, sobre todo, temía de quien pudiese estar manipulando los hilos; estaba estancado, sin embargo, eso no lo detendría.
Conforme progresó la escarcha se transformó en hielo y el espacio se abrió en una enorme galería. Escuchó una corriente de aire soplar entre las estalagmitas, la salida estaba cerca.
Deseaba decir adiós a ese sitio perdido, no había quien le hiciese extrañar el agujero del que nació, pero cuando dio un paso, otra silueta que se alzaba lo recibió, balanceándose.
Todo el metal oxidado que le cubría traqueteaba, la culpa recaía en el espacio vacío que la carencia de carne dejó entre las placas de acero y el esqueleto. Era otro manojo de huesos, al principio fue el único en pie, pero pronto uno pasó a ser dos, luego diez, y para su sorpresa, hubo un punto donde no pudo contarlos.
La cantidad de maná aglomerado era tremenda y repulsiva, parecía una cámara de la desdicha, pero sin dedicarles un vistazo pasó a través. Ecos penosos repercutían, opacando el sonido de sus pasos, que eran pesados ante la presión que la muerte ejercía.
No los reconocía como iguales, pero sabía que algo lo conectaba a ellos, y en honor a ese vínculo olvidado, dijo:
—Habrá justicia para mí y para ustedes.
La simple idea de vengar a quienes no recordaba le pareció tonta, pero al menos quería atarse a algo, incluso si no lo necesitaban, incluso si fuese una promesa hipócrita.
Con esa resolución cruzó la boca rocosa que daba contacto al exterior, y lo que admiró fue un mundo rociado por la nieve, el gozoso gruñido del murciélago recalcó lo obvio; habían logrado salir.