Nada, eso era todo lo que podía sentir, no había preocupaciones, ni pensamientos, tampoco conciencia sobre sí mismo y menos percepción del entorno, fue tal cual antes de adquirir un pensamiento racional; oscuridad absoluta. Si alguien solicitase una frase más precisa que puntualizara la situación, sin dudar, Askell lo habría comparado con la muerte.
Pero nada dura para siempre y así sería también con ese manto de sombras que lo atrapaba, pues, una pequeña señal de luz nació, luego otro punto radiante y después otro, hasta que, de repente, la vista antes negra se llenó de brillo.
El resplandor se volvió borroso mientras poco a poco recobraba la visión. Ya no percibía esa blanda presión de la nieve que se hundía, en cambio, fue acogido por piedras tan duras como rústicas.
Una incomodidad ante la incertidumbre de su estado le dio la bienvenida, confirmándole que retornó al mundo lúcido del que había sido expulsado contra su voluntad, todo debido a una mujer bella pero despiadada.
Se preocupó al no sentir nada del cuello para abajo, pero al recordar que había sido decapitado se calmó, por más extraño que se escuchase, al menos no estaba muerto.
De manera torpe trató con todas sus fuerzas echar un vistazo para abajo, tras varios intentos lo logró y para su sorpresa, parecía estar formándose despacio. Por el rabillo de sus cuencas, apenas podía observar las vértebras cervicales germinar, como si fuesen algún tipo de retoño o raíz.
—Debería ser más rápido que esto. —Miró los interiores—. ¿Cuánto llevo aquí? —dijo.
Cada pared estaba construida a base de pedruscos, el espacio era reducido y grilletes colgaban de los muros junto a una antorcha lejana, cuyo fuego oscilaba. Las barras de metal que cerrarían la celda no estaban, sólo unas puntas resaltaban del piso donde fueron incrustadas.
Tampoco había ventanas, pero eso era de esperar, sin ellas, no pudo adivinar si aún había luz afuera o no, a lo mejor llevaba allí días, quizás semanas, tal vez horas. Se le hizo sencillo entender que la chica lo había aislado, si era suertudo, ella estaría recapacitando qué hacer con él, y si, por el contrario, su suerte era pésima, entonces de seguro había sido abandonado a su suerte.
La idea de su cráneo moviéndose de un lado a otro le cruzó por la cabeza, y por más absurdo que pudiese ser, intentó rodar, al igual que una pelota elaborada de trapos o cuero.
Terminó siendo un fallo rotundo, como cabía esperar, pero nadie podía recriminarle por no darle un intento. Tragado por la impotencia, recordó a Chiro, esa peliblanca no lo había matado, más bien lo detuvo evitando herirlo, todavía le preocupaba, pero a diferencia suya, de seguro el murciélago preservaba las extremidades, tema del cual no podía jactarse.
—Ella era fuerte, si me hiciese arder, tal vez no sería capaz de volver como ahora —dijo en soledad—, tampoco lo quiero comprobar.
Fue imposible sacarse de la cabeza ese encuentro, pese a que no tenía intenciones de luchar o herirla, se sintió vivo, como si hubiese nacido para ello. Quizá el propósito de su existencia se resumiese en eso, ser un instrumento para la batalla, mas incluso si así fuese, no tenía ganas de seguir un propósito tan brutal.
Por primera vez, ante una situación desesperada, el maná le tendió una mano, y si bien no lo entendió del todo, al menos ocurrió de un modo u otro, pero aun con su ayuda, el resultado era lamentable.
Vencido, así acabó, un hecho imborrable, sin importar que lo tomasen de sorpresa, pudo ser aniquilado por ir a la ligera, al tanto de ello, juró que tal error no ocurriría de nuevo, prefería mantener su cabeza unida al cuello.
Impaciente por salir, condensó cada gramo de concentración en otro experimento, esta vez más factible. Justo como cuando luchó, intentó deformar su cráneo, no en una hoja o un escudo, quería crear algo que le permitiese moverse. La lógica detrás de la alteración yacía en el propio maná, sus huesos estaban bañados con este y, al jugar con su naturaleza, era capaz de reformarlos.
A pesar del esfuerzo, dar forma a algo tan complejo no era sencillo, de su mandíbula surgieron diminutos picos y nada más, quiso alargarlos, pero el tejido óseo a mano era escaso, tan sólo el cráneo. Probó a moverlos como si fuesen brazos, pero les faltaba articulaciones, sumado a ello, nunca había movido extremidades desde su rostro, cuestión que no tomó en cuenta.
—Dios, debo ser el mayor genio de la historia —dijo riéndose—, si mis piernas no vuelven pronto estoy jodido. —Retrajo las agujas de hueso.
No obstante, aunque las extremidades eran inútiles, la gestión del maná que efectuó para hacerlas crecer, provocó un cambio minúsculo pero notable en su recuperación. Y fue entre tanta estupidez que una idea lógica vino a él, en vez de usar su maná para deformar, tal vez podía usarlo para acelerar la reparación.
Hizo hincapié en el maná que marcaba sus huesos, enfocándose justo donde la regeneración se requería, cuando estuvo en la cueva, la extraña cadena roja ensambló su extremidad, pero sin pedazos que pegar, al parecer esa unión era inservible. Su capacidad regenerativa recaía sobre el maná que lo envolvía, así que aumentó la intensidad de este, haciéndolo borbotear para sanar.
Cada hueso tomó forma pronto, empezando por las clavículas, escápulas, esternón y costillas, las piezas que lo constituían se reconstruían como si nunca hubiesen desaparecido, el milagro que la inmortalidad irradiaba podía ser considerado extraordinario, aunque él opinaba diferente.
Sin duda la recomposición era más veloz si la orientaba con maná, un consejo que le pudo venir muy bien antes, cuando su brazo derecho había sido carbonizado.
Escuchó una reja rechinar al abrirse, sobresaltado se detuvo de golpe, los pasos daban un eco encerrado que rebotaba en las paredes, la tensión lo invadió.
Por un lado, al menos no lo habían dejado tirado, por otro, tal vez estaba a punto de ser destruido. Si iba a ser erradicado, pelearía hasta con los dientes de ser necesario, apenas abrió sus ojos al mundo, nadie podía esperar que se fuese en silencio, así como así.
Lo primero que abarcó su visión fue el grueso abrigo blanco, moteado con algo de negro y tonos grisáceos, no necesitaba alzar la mirada para saber de quién se trataba, aun así, lo hizo. Detalló su rostro, era la misma piel morena y esos mismos ojos azules, encogidos entre un par de párpados entrecerrados, un poco rojizos por el viento frío del exterior, el cual no daba tregua.
Fue un incómodo instante de silencio, aunque el contacto visual se mantuvo, ninguno de los dos intercambió palabras, así que, tras hacer girar los engranajes de su mente, apurados por la presión silenciosa que ella ejercía, Askell se adelantó y dijo:
—Bonito día.
Hubo un tic en el ojo izquierdo de la peliblanca, la escena de un esqueleto parlante no era algo del día a día, en realidad nunca había oído de un caso similar.
—Afuera está fatal, la ventisca no parece que vaya a detenerse pronto —dijo devuelta.
—Ya… claro, entonces…
—¿Qué eres? —Se adelantó—. Me abstuve de matarte porque no parecías ser como los de tu calaña —dijo.
—De seguro lo hiciste. —Si tuviese ojos los habría virado—. Perdona si luzco irritado, pero desperté siendo una cabeza. —Casi gruñó.
Después de oír la queja ella se inclinó en cuclillas al nivel del esqueleto que, sin piernas ni caderas, parecía un títere con las cuerdas rotas. Los labios de la morena se cerraban en una línea recta e inexpresiva, respiró con suavidad ordenando en su mente las palabras a decir, se notaba calma, nada del ímpetu de antes seguía allí.
—Te corté el cuello cada cierto tiempo, si no lo hacía crecía —dijo sin cambiar de expresión—, lo mismo con el agujero de tu cabeza, si lo dejaba cerrar ibas a despertar.
»Preguntaré de nuevo ya que evadiste mi pregunta, ¿qué eres?, ¿quieres matarnos?, ¿de dónde vienes?, ¿qué haces aquí?
Dudó sobre qué decir, la mayoría de esos temas iban a tener respuestas vagas e incapaces de sobreponerse al tanteo que hacían sobre él.
—Vengo desde todavía más al norte, no sé que soy, llegué hasta acá a pie. En realidad, estoy aquí de casualidad y no voy a matarlos —dijo
Se sinceró, aunque despertar sin cabeza lo puso de mal humor, todavía entendía que reacciones como la de ella sobrarían, crear enemistades por ello estando tan solo en el mundo no concluiría bien, viese por donde lo viese.
La mujer no apartó sus dos diamantes del par de abismos, luchaba por adivinar sus ideas, distinguir la verdad de la mentira, tomar una decisión correcta. Un segundo después, frunció el entrecejo y cerró los ojos, la verdadera preocupación que escondía se dejó ver en su rostro.
—En serio me aterras. —Mordió sus labios—. Allá afuera muchos como tú maldicen el norte, no sé si mientes o no, sólo quiero que respondas, ¿eres uno de ellos? —dijo.
Creyó entender a lo que se refería, los había visto, monstruos como él, y aunque no sabía con exactitud qué eran, ni cuán agresivos podían ser, sí comprendía lo antinatural de su presencia.
—Antes te lo dije, no soy tu enemigo —dijo.
La mujer abrió un poco sus labios, parecía a punto de decir algo, pero luego los cerró. Se puso en pie, sacudiendo el abrigo que cubría su figura esbelta, su expresión se miraba conflictiva, pero pronto rompió el corto silencio.
—A las aberraciones como tú, les decimos «inmortales». —Acomodó su postura—. Salen por ahí, arrastrando muerte donde sea —dijo.
—Suena como una pesadilla, pero déjame repetirlo; no soy ellos.
—Es difícil creerte cuando te ves tal cual. —Calentó sus manos en el abrigo—. No creo en ti, pero charlamos y eso por lo menos es real, lo quiera o no admitir.
»Tengo a dos personas conmigo, a ambos los amo como hermanos y si algo les pasa por ti, yo, Mireya Corvusguard, juro que te haré arder. —Parecía a punto de matarlo.
Clavó sus ojos en él, se asemejaban a un par de dagas frías, ese aviso fue la más pura intención de la muchacha, que mermó su propia ansiedad a base de promesas vengativas. Askell apretó los dientes, dispuesto a aceptar la amenaza como una garantía para ella, claro que eso no pasaría.
—Me parece más que justo, gracias —dijo.
—Tu gratitud no me corresponde. —dijo en tono monótono—, dale las gracias a Aragor, él me convenció de esto, si fuese por mí, sería diferente. —Se dio media vuelta.
—Aun así, allá afuera no me liquidaste.
—Por ahora. —Lo miró de reojo—. No tientes a tu suerte, te veo arriba —dijo
—¡Espera! —Casi atropelló las palabras—. Chiro, ¿está bien? —Necesitaba saberlo.
—Sí, lo está.
Dio pasos ligeros mientras de a poco se alejaba, y fue cuando la reja chilló, que él no pudo oírla más. Estuvo unos minutos procesando lo ocurrido, había cierto alivio, su pecho se notaba menos cargado. No sólo podía descartar un horrendo final en esa celda, el camarada que estuvo junto a él desde el principio yacía a salvo.
—Al menos salió bien… —Observó su cuerpo hecho pedazos—… hora de salir —dijo.
Una vez más hizo su maná hervir para curar, precisaba ponerse en pie cuanto antes. De esa manera los huesos crecieron, culminando la cadera, luego los fémures, después las falanges; cada pieza se juntó y cruzó metódicamente, coordinando un verdadero espectáculo.
Cuando acabó se levantó, estiró su cuerpo y algunos huesos crujieron, el abrigo que llevaba consigo no estaba por ningún lado, supuso que lo tendrían ellos.
Marchó por el estrecho pasillo y subió unos escalones hasta llegar a la reja, estaba nervioso, no se atrevía a negarlo, pero iría de todas maneras. Al otro lado, el piso de piedra se volvió de tablones, rústicos también pero más cálidos.
Una mesa larga atravesaba el centro de la nueva sala, algunas velas fueron puestas encima, aunque apagadas. En una esquina Mireya se paraba junto con un joven más alto.
Askell no pudo evitar centrarse en él, ya que a pesar del frío que hacía afuera, su piel escurría sudor, como si hubiese estado corriendo por horas. Tenía las pestañas congeladas y el pelo escarchado, además de una clara mueca de rechazo en la cara, el esqueleto lo supo al toque, no podía esperar una bienvenida decente, al menos no por parte de él.
—Debemos estar locos si aceptamos esto. —Estudió al esqueleto de arriba para abajo—. ¿Segura de que esa cosa no nos matará mientras dormimos? —Dio cara a Mireya.
—No, ¿pero qué opción nos queda? —Sonaba fastidiada.
—Abandonarlo e irnos, ¡por ejemplo! —Señaló una habitación—. Aragor está empeorando, lo sabes, si no nos vamos pronto…
—Tienes razón, lo sé. —Cruzó los brazos—. Pero este es un caso extraordinario, el mismo Aragor me pidió quedarnos —dijo.
—¿Y tú piensas que está en condiciones para dar órdenes? —Parecía a punto de gritar—. ¡Si sus caprichos lo llevan al borde, es nuestro deber detenerlo! —No se contuvo.
—Aragor no va a morir, saldremos de esta, pero no podemos partir hoy —dijo.
—¿Saldremos? —Miró al saco de huesos—. ¿Estas incluyendo a esa maldita cosa? —Señaló a Askell.
—Sí, también viene. —Bajó la mirada.
—Ni lo pienses. —Dio unos pasos para atrás—. Matemos a los caballos, tendremos comida para irnos los tres —dijo.
—Para ya. —Mantuvo la calma—. Aun si lo unimos con lo poco que hay aquí, el pueblo más cercano está a tres días, Aragor está herido, a pie iremos más lento, no lo lograremos —dijo.
—¿Qué pretendes Mireya? —Frunció los labios—. ¿Acaso quieres dormir hoy y amanecer muerta mañana? Porque esa cosa, tenlo por seguro, lo hará.
—No. —Vio directo a sus ojos—. Casi anochece, mañana iremos a cazar algo, entonces pensaremos en partir —dijo.
—Maldita sea, de verdad, esto es una locura. ¿Desde cuándo metemos a los muertos en nuestras casas?, viviste lo que hacen, ¿cómo puedes…?
Askell tosió, rompiendo a la fuerza esa tensión que entre los dos alimentaban. Ambos dirigieron una mirada confusa al esqueleto, que casi prefería volver a su celda ante la presión que los dos ejercían sobre él.
—Sigo aquí. —Agitó las manos—. Pero no sé, si quieren puedo ir a dar un paseo —dijo.
El tipo tembló al escuchar el timbre de su voz, que parecía sacado de alguna oscura grieta en lo profundo del infierno. Chasqueó la lengua y escupió en el suelo, a los pies de Askell.
—Maldito demonio —dijo sin perder de vista al esqueleto—. Me voy, necesitamos comida si es que pensamos sobrevivir a cosas como… eso. Volveré antes del anochecer.
—Percival, espera…
El estruendoso golpe de la puerta al abrirse la calló, al otro lado, la ventisca soplaba y las luces anaranjadas del atardecer se filtraban con suavidad, Askell pudo observar parte de la muralla, lo que afirmó sus sospechas, estaban en el interior de la torre central del fortín. Percival subió la capucha de su abrigo claro y tras una brisa desapareció, como si fuese uno con la mismísima nieve.
Detrás suyo, sólo quedó la puerta que se agitaba al son del viento gélido. Askell miró el escupitajo, pensó que con seguridad esa sería una de las más positivas reacciones que recibiría, las otras terminarían en intentos de asesinato.
Otro portazo lo sacó del trance, Mireya empujó la puerta con ambas manos y la sostuvo, hasta que un «¡clack!», sugirió que había cerrado sin problemas, se recostó en la entrada y frotó su ceño con los dedos.
Parecían estar en un problema grande, si fuese por él mismo, cosas como el hambre, cansancio, frío, heridas o distancias no lo detendrían, pero los de carne y hueso eran diferente.
—Dijiste que es como tu hermano —Apoyó la mano sobre la mesa—, se nota —dijo.
Mireya alzó la vista y arqueó una ceja, casi incrédula por las palabras que el montón de despojos decidió usar.
—¿Sarcasmo?
—No, los hermanos no suelen llevarse bien, ¿verdad?
Esa respuesta la tomó por sorpresa, sonó demasiado comprensiva para venir de un inmortal. Si bien jamás platicó con uno antes de él, ya que era absurdo debido a que estaban muertos, todavía le parecía irrazonable.
—Deja de hablar —dijo.
Tras esas cortas palabras caminó hasta un cuarto conjunto, el cual era más cercano a las escaleras que el resto, las tablas en el piso hicieron ruido mientras andaba.
Se tomó su tiempo, había un sonido indistinguible, Askell no quiso ir a mirar, capaz lo volvían a decapitar por hacer algo «extraño». Entonces escuchó un gruñido y sus sentidos parecieron revitalizarse, pues la familiaridad de este le llegó.
Cuando cruzó de nuevo por la puerta, la morena trajo consigo una jaula y un manto blanco que tiró sobre la mesa. Dentro de la pequeña celda, Chiro revoloteaba de un lado a otro buscando una vía de escape, una vez notó al esqueleto, se agitó aun más, casi destrozando las delgadas barras de metal.
Al ser abierta su diminuta prisión, la cría de cabeza témpano emprendió vuelo alrededor de Askell, casi de modo hiperactivo iba y venía repetidas veces, dando suaves contactos con las alas y cabezazos duros, pero nada importaba la tosquedad de esto último. Poco después se detuvo, parando justo encima de la clavícula del huesudo. Sus ojos detrás del casco de hielo que era su cabeza, apenas podían ser vistos, pese a ello, parecían desprender cierto brillo.
—También me alegro de verte. —Acarició su ala.
—Cámbiate. —dijo Mireya—. Es espantoso verte así. —Se apoyó de un muro.
Askell se dio un vistazo, con seguridad nadie querría ver un montón de huesos viejos moverse de un lado a otro, la imagen debió ser muy bizarra.
—Lo que tenía desapareció —dijo
—Yo lo quemé. —Palpó su espada sobre la cadera.
Askell se turbó un poco al ver el arma, había sido decapitado por ella, no pudo sentir el corte, pero ver su cuerpo desde una tercera persona no fue algo agradable.
—Vaya, quién lo diría, tengo miedo de un trozo de acero —dijo poniendo una mano sobre su cuello.
Mireya lo observó, comprendía por completo a qué se refería. Ella metió la mano detrás del abrigo que vestía, hurgó un poco hasta que sacó una especie de daga, la hoja era blanca, como la nieve.
—Te decapité con esto, no con mi espada. —La hizo girar.
—Gracias, es consolador saberlo —dijo al instante—, y por si no lo captaste, eso sí fue sarcasmo.
—Cállate y ponte eso. —Apuntó al abrigo sobre la mesa—. Protege del frío y si aplicas maná, camufla sobre la nieve. —Guardó el arma.
—Imagino que me emboscaste con esto —dijo recordando el momento—, pero es inútil. —Agarró la prenda.
—¿Qué? —Hizo una mueca.
—No sufro de frío ni calor, tampoco puedo manipular maná, aunque igual lo usaré.
—Vi lo que hiciste. —Se enderezó—. Usaste maná para luchar, no intentes verme la cara —dijo.
—El maná ambiental no me responde, sólo puedo moldear el que ya tengo.
Ella estuvo a punto de replicar, pero un fuerte y doloroso quejido llegó desde una de las habitaciones. Askell volteó al escucharlo, al igual que Chiro, pero Mireya corrió sin pensarlo hasta la recámara de donde provino el sonido, cuya puerta estaba a medio abrir.
Había sangre, un hombre mayor estaba recostado entre un montón de cojines viejos, con una venda amarrada sobre el muñón donde antes debió estar su brazo. Mireya revisó su cuerpo y le ofreció un poco de agua, que estaba sobre un recipiente en el piso.
Curioso, Askell se acercó un poco a la entrada, pero a pasos de llegar al marco, la daga de antes de repente se clavó en el suelo, marcando un límite.
—¡Fuera! —dijo Mireya con una mirada fulminante—, no pongas un pie aquí.
—¿Qué le pasó? —Retrocedió.
—Los tuyos, eso le pasó.