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Chapter 3 - Parte II

Las ruinas habían estado allí por cientos de años, sepultadas entre cúmulos de blanca nieve, la cual con facilidad se convertía en un desafío poco agradable de enfrentar, e incluso una trampa mortal para quienes la subestimasen. El murciélago descendiente de guivernos batió las alas, y con elegancia se posó sobre un borde de roca, guijarros cayeron de la antigua torre mientras sacudía su pelaje, salpicado por la nevada que se precipitaba.

Vestigios de ladrillo, piedra o madera, yacían desperdigados por doquier, erigiendo formas que trazaban un bosquejo de lo que antes pudo haber sido parte de una civilización.

No obstante, lo que más destacó, fue el alto torreón que sobresalía de entre las defensas reventadas, pues era inmenso, tanto como para ser visto desde el bosque, prendiendo la mecha de curiosidad del ser que se avecinaba a paso lento entre las ramas.

—¡Ven aquí! —dijo.

Al oír su grito, el murciélago descendió desde la torre, hasta posarse sobre el hombro del encapuchado, cuyo abrigo casi tocaba sus esqueléticos pies desnudos que, al andar, dejaban un rastro inusual. Con asombro, el individuo carente de carne o sangre, miró al guiverno y dijo:

—Ni siquiera te he entrenado, pero vienes directo, como un soldado listo para matar, das escalofríos.

Pensó en retractarse de esas palabras, ya que sabía que su propia presencia era aún más terrible que la del murciélago, pero eligió no hacerlo.

Alrededor había restos de un pasado desconocido, no sabía dónde estaba, por ende, aunque interesante, no encontró correlación entre esos escombros y su situación. Saltaba a simple vista que había sido una fortaleza, las altas torres y los gruesos muros de piedra que pretendían preservar el calor, lo gritaban.

La nieve alrededor dejaba ver algo de basura dejada atrás entre sus bultos y el instinto le advertía que, más que una antigua reliquia, aquel fuerte era una muy vieja lápida.

Y sí, sabía muy bien que el tiempo podía ser despiadado, pero no era ingenuo, pasear en torno a los despojos hacía sencillo intuirlo; si bien el tiempo era poderoso, no podía abrir enormes brechas en las murallas de roca sólida, los hombres sí.

Observó el cielo azul, el sol estaba alto, brillando entre las nubes que lo opacaban. Atrás de sí mismo y más allá había un frondoso bosque, repleto de altos árboles con ramas torcidas, una vista algo simple, pero bella para el ojo, aunque él no tenía ninguno.

—La vista es decente, odiaría joderla con guerra, ¿no lo crees querido amigo? —dijo y el guiverno chilló—. Por lo que recuerdo estos casos son bastante típicos, casi como una maldita tradición. —Recogió una punta de espada y después la tiró.

Haber encontrado por fin algo distinto a nieve, árboles y más nieve era un alivio, una distracción que por lo menos le permitiría matar un poco de su incierto tiempo, ya que no tenía un plan, ni un destino al que dirigirse, otra vez erraba. Antes, cuando salió triunfante del agujero que nunca llamaría hogar y cruzó a través de una horda de posibles primos descerebrados, esos logros, por mucho o poco que fuesen, avivaron una flama de fe, pero lentamente sentía como se congelaba esa llama.

—No te voy a mentir, ser de puro hueso es lo peor —dijo al murciélago—, no siento la nieve bajo los pies, y menos tus garras sobre mi hombro.

»Tampoco es como que recuerde las sensaciones, pero bueno, ya sabes… inseguridades de esqueletos.

»Iré al sur, confío en que si camino mucho conseguiré algo.

A punto de emprender rumbo hacia la frondosidad del bosque, un trozo de tela que sobresalía de la gruesa capa de nieve lo detuvo, estaba aplastado bajo una madera, evitando que el viento helado la arrastrara consigo.

Tomó el cacho de harapo entre sus dedos huesudos, estaba manchado, de sangre. Entonces se dio vuelta hacia la fortaleza y le echó una ojeada a la entrada en forma de arco, la detalló con cuidado, el rastrillo no estaba y varias áreas del portentoso muro fueron destruidas, un resultado desafortunado para tan imponente estructura.

Pero, en contraste, un emblema bailaba con el viento encima del mirador, era una luna blanca ornamentada, sin una mísera rasgadura encima.

Quiso pensar en el significado del estandarte, hasta que la insoportable migraña tocó su conciencia, y le hizo rendirse tan rápido, que el intento apenas contó como uno. Alternó su peso de una pierna a otra tras el fracaso; no era el más inteligente, ni el más estúpido, deseaba asumir que era promedio, siendo así, juzgó que había un aura extraña con la gran fortificación de piedra, la cual desconocía si le gustaba o no.

—Creo que tengo frío. —El murciélago ladeó la cabeza—. Miento, pero sígueme el juego —dijo y se encaminó hacia la estructura.

Dejó el trapo en la nieve, la cual crujía bajo sus pies, el guiverno, siempre astuto, anduvo atento del entorno, desconfiado hasta la médula. Extendió las alas, su pequeño cuerpo aparentó ser más grande y de sopetón alzó vuelo, superando con facilidad la altura de las torres.

Se movía a una velocidad que no era de menospreciar, pues en menos de lo que un lobo aúlla desapareció, el esqueleto no pudo seguirlo con la vista, así de rápido fue.

Había sido escoltado por esa bestia desde el subsuelo, no sabía la razón de su agudeza, aún menos el motivo del apego, pero agradecía la compañía. Ahí cayó en cuenta, se cuidaban el uno al otro, pero no tenían nombres por los que llamarse.

—Será más tarde —dijo.

Una vez llegó al gran arco de piedra que definía la entrada, se fijó de nuevo en el emblema sobre la roca congelada, se notaba más grandioso de cerca, emitía una sensación extraña. Era una medialuna con extremos elegantes, cruzada por una espada en vertical y decorada con un montón de adornos en los bordes.

Cadenas colgaban en los miradores, donde se suponía los soldados montaban vigilancia, el viento helado las hacía mecerse contra la piedra, provocando un chirriar característico e irritante.

Siete torreones unificaban las murallas, y en el interior de la fortificación se erigía la torre del homenaje, más alta que los propios muros. Caminó un poco, familiarizándose con la estructura, entonces vio a través de una gran perforación en las defensas, la cual daba vista al páramo helado.

—Debió ser magia poderosa. —Ojeó los pedazos de piedra oscurecida—. Fuego, más que suficiente para volar todo en pedazos —dijo.

Sabía sobre el maná y los hechizos, pero olvidó cómo esgrimirlo, había agua por doquier, pero por más que lo intentase, ni un delgado chorro salía de sus manos.

El entendía la lógica básica detrás del maná, el cual circulaba en el agua, el aire y la tierra, otorgando la energía al usuario para emitir magia en forma de hechizo. Sublime, fantástica, excitante, los maestros así describirían el poder de la magia, maquillando la destrucción que impulsaba con historias de leyenda, entre otras palabras bonitas. Un día él también debió usarla, no tendría lógica que supiese de su existencia si no, pero como fuese, nada estaba claro. Lo que sí recordaba, era la innegable reacción de rechazo que los cristales de maná tuvieron antes, bajo tierra, eso le dio una idea del porqué no podía usarla, mas no lo hizo llegar a ningún tipo de conclusión.

Abandonando las conjeturas, se acercó a la caballeriza, no quedaba nada, vacía y vieja serían las palabras más certeras para describirla, con algo de paja y apenas algunos bebederos medio llenos.

Hubiese sido excelente para él tener un caballo, caminar no le venía bien cuando se trataba de eficiencia y tiempo, pero encontrar eso allí, más que una opción viable, era un simple sueño. El patio de armas rebosaba de nieve, y aunque se notaba amplio, le ratificó que el fuerte no pudo ser el central en el territorio, no con esas dimensiones.

Dio unos pasos hacia la torre del homenaje, siendo la torre central, tuvo que alzar bastante el mentón para observar su final. Su mayor tamaño no le pescó desprevenido, pero su recelo le impedía entrar, nada encajaba.

—Sangre reciente, estandartes nuevos, paja y agua todavía en los corrales, hay alguien aquí.

De la nada, una punta filosa acarició su espalda, y se enderezó aún más, casi podía palpar las repentinas ganas de matar que le fueron dedicadas.

—Aquí estoy —dijo una voz femenina.

Intentó mirarla de reojo, mas la espada amenazante en su retaguardia le recordó su posición, presionando más contra el abrigo, lista para atravesarlo. No tenía miedo, pero debía ser cuidadoso, un rastro de maná brotaba de ella y del arma, no podía arriesgarse.

—No soy un enemigo —dijo.

—Yo decido eso, no vistes como nosotros, ¿quién eres? —Apretó la empuñadura—. Habla o te dolerá, ¿vienes del sur? —dijo.

—Créeme, también me gustaría saberlo. —Se removió.

—¡Permanece quieto!, o… —Tragó fuerte—… voy a quemarte hasta las cenizas —dijo.

—¿Fuiste tú quien hizo todo esto?

—¡Sin preguntas, manos arriba! —dijo.

—Pero…

—¡Manos arriba, ya! —Penetró la gabardina, pero no había sangre—. ¿Qué? —dijo.

Sin prisa alzó las manos, y sus mangas que llegaban hasta las muñecas, fueron empujadas por la gravedad hacia abajo, descubriendo sus brazos esqueléticos.

—No puede…—Sus ojos parecían a punto de salir de sus cuencas—-… ¡Monstruo! —El acero se prendió en llamas.

El murciélago descendió en picada, directo a por la chica que agredía al esqueleto, no tenía una fuerza sin igual, pero podía hacerlo. Empujó con su duro cráneo y revoloteó sobre el rostro de la mujer, ella retrocedió del susto, evitando que la espada explotase en flamas.

Con un giro borroso, el esqueleto dirigió una patada de talón directo a la guerrera que, aunque desconcertada, alcanzó a defenderse.

Maniobró la espada, interponiendo la hoja entre su cuerpo y el golpe. En ese mismo instante, cayó en cuenta de la realidad, la fuerza bruta del esqueleto enemigo era superior.

Su cuerpo se torció en forma de «c», un quejido nació de sus labios y salió disparada por los aires, a pocos metros del suelo. Al caer, rebotó en la nieve hasta frenar, dejando un trazo.

Tenía piel morena, orejas cortas pero puntiagudas y cabello blanco, largo, hasta un poco más allá de los hombros. Su abrigo era del mismo color que su cabello, a lo mejor un poco más oscuro. Ella sostenía todavía la espada, su hoja brillaba, ansiando luchar.

El costal de huesos quedó estupefacto, perplejo ante su propia fortaleza, no podía ser tan descuidado, pretendía crear amistades, no lo contrario. Por otro lado, encima suyo volaba el murciélago, feliz de protegerlo. Pero no tuvo chance de perderse demasiado en lo que le rodeaba, porque la chica se puso en pie.

Un par de ojos azules lo penetraban, guiados por una determinación salvaje. Sostuvo su cuerpo con el arma, hasta que logró erguirse recta, no había dudas, sólo una resolución y eso se reflejó en la espada. Había flamas, crepitaban sobre la hoja que las blandía, el esqueleto lo supo; no podía escapar. Ella ondeó en horizontal, la llamarada surgió como una ráfaga, derritiendo el frío del norte, los abismos del huesudo brillaron, y poco antes de ser incinerado, una única palabra salió de él.

—Carajo —dijo.

La explosión de flamas expulsó el calor contenido tras la colisión, dando brillo a las gotas de sudor que descendían por la cara de la mujer, cuyo pecho subía y bajaba, tomando aire.

Donde antes había nieve sólo quedó tierra carbonizada, el olor a quemado se metía entre las fosas nasales, pero ella ya estaba más que acostumbrada. No podía observar el área de impacto, el humo tejía una cortina que bloqueaba todo intento de dar un vistazo, aunque poco importaba, pues la confianza que tenía en su fuego no era poca, nunca le había fallado, y supuso que así sería siempre, hasta que por primera vez lo opuesto ocurrió.

Bajo la polvareda y los gases, un enorme escudo óseo, parcialmente carbonizado, se asentaba donde el fuego explotó, al desmoronarse, detrás del polvo de huesos, el esqueleto seguía en pie.

Él era incapaz de gesticular, pero incluso así, la sorpresa se hizo evidente en su rostro, al ser presa de un instinto natural por la supervivencia, brotó un conocimiento que no sabía que tenía.

Sin intenciones de rendirse, la peliblanca pisó fuerte y corrió hacia él, la hoja de su arma flameaba. El esqueleto se preparó, deformó el maná que lo empapaba, hasta que su brazo ya no era un brazo, sino una cuchilla.

Impactaron un segundo después, la morena apretó los dientes mientras las venas de sus brazos se abultaban. Deslizó el filo de su espada sobre la cuchilla de hueso, raspándola con un roce tan enérgico que tiró al esqueleto para atrás. Luego agitó la hoja al contrario del tajo inicial, apuntando al cuello del enemigo, y sin vacilar, el huesudo usó lo último de balance que tenía para caer al piso.

En el suelo estiró el brazo, devolviendo su forma original y alargando los huesos. Agarró la garganta de la mujer entre sus dedos, ella arrugó la nariz, enalteció la espada y la hundió en el suelo, chispas saltaron, de repente, la extremidad comenzó a arder.

El esqueleto se alejó maniobrando, su brazo fue calcinado, pero se regeneraba. Otra vez la espada atacó, la recibió con el brazo izquierdo, que usó como cuchilla.

No se detuvo, usando el juego de pies la chica arremetió, él interceptó la hoja, pero a cambio lo patearon en las costillas, quebrando algunas de ellas. Chocaron una vez más, entonces desfiguró la navaja ósea, ramificándola en torno a la espada. Intentó arrebatarla, sin embargo, el sonido de la combustión lo alertó, no iba a perder otro brazo, eso podía asegurarlo.

Dos ramas de hueso se enroscaron en los tobillos de la mujer, el esqueleto la levantó por ahí y antes de que las ascuas saltasen, azotó su cuerpo contra la nieve que quedaba, aturdiéndola.

Ojeó su brazo, todavía se reconstruía, restaurar tardaba más que adherir, eso iría a la lista de apuntes. Estuvo atento a la muchacha, era tenaz, defenderse de su fuego no fue fácil y si lo chamuscaban por completo, no sabía si podría sobrevivir.

—Debo correr —dijo.

—¿¡A dónde vas!? —Se levantó, escupiendo sangre—. ¡No he terminado contigo! —Enalteció la espada.

Al balancear el acero arrojó un arco de fuego, el esqueleto estiró su único brazo e imitando lo de antes, moldeó un escudo, que se calcinó al contacto.

Ella sacudió la espada y otra onda se disparó, un escudo nuevo salió a resguardar, bajo el chisporroteo del estallido, el esqueleto dio un paso para atrás. No podía avanzar, no podía retroceder, las llamas volvían a cenizas sus intentos de irse en paz, mientras que la peliblanca, desenfrenada, ignoró el dolor y con llamaradas lo acosó.

Sin parar, las ráfagas se encadenaron una detrás de otra; la nieve terminaba de derretirse, las piedras del fuerte se obscurecían, el norte ya no parecía serlo, pues el calor era abrasador, y si bien el esqueleto no podía percibirlo, no dudaba de que fuese así. Antes de cada explosión, un escudo de huesos se formaba y pronto caía ante el asalto.

Un último grito marcó el fin de la inútil persistencia, ya que, resguardado por la última defensa, el esqueleto escuchó un suspiro pesado y un cuerpo caer en seco.

La miró, sus rodillas reposaban en la tierra caliente, siendo la manifestación de su propio maná, el ardor no iba a herirla. Todavía empuñaba el acero, lo que demostraba que, a pesar de estar cabeza gacha, no se daba por vencida.

Casi se sintió cansado al verla, pero el combate le permitió confirmarlo, no ansiaba tomar un respiro, no había músculos que gritasen de cansancio ni dolor que padeciese, era complicado juzgarla por intentar asesinarlo, después de todo, el mismo daba por sentado lo que era: un monstruo.

—Yo no soy tu enemigo —dijo por fin.

No hubo respuesta más allá de la ventisca que silbaba, eso casi lo hizo gritar de frustración. Estaba hastiado de la ignorancia, moverse como un ciego no le iba a servir, enemistarse con una joven tampoco era lo ideal.

—Sé que quieres cortarme a la mitad, lo dejaste muy en claro, pero no quiero luchar, sólo hablar. —Caminó hacia ella.

De pronto la morena alzó la cabeza, mirando el par de cuencas vacías que se avecinaban, no se permitió perderse ni el más mínimo paso que él diese, la desconfianza abundaba.

Se detuvo frente a ella, ahí escuchó con mayor claridad su respiración escandalosa, la idea de una muerte dolorosa debió estar plasmada en su cerebro, o tal vez fuese su apariencia lo que la marcó. Como fuese, no le interesaba, con miedo o sin miedo tendría que escucharlo de todos modos, no aceptaría un «no» por respuesta. Titubeó para presentarse, no tenía un nombre propio, así que meditándolo eligió uno.

—Me llamo Askell —dijo.

Sintió un pesó sobre el hombro, su acompañante alado volvió a él, aferrándose a una de sus clavículas bajo el abrigo, como si ese fuese su lugar especial para posarse.

—Y este es… Chiro —dijo satisfecho—, no voy a herirte, tan solo quiero hacer unas preguntas, si pudieses aclararlas estaría bien.

Hiló las palabras que quería, exponiendo sus intenciones de la forma más clara posible, evitando que se malentendiesen o sonasen como una amenaza hacia alguien que había perdido una lucha a muerte. Imposible que lo aceptase de buenas a primeras, eso lo sabía, pero el don de la comunicación era una habilidad necesaria, sin usarla, no podía cerrar la situación en buenos términos. Sin hablar ella se puso en pie, era un poco más baja que él, tenía ojos azul brillante y bonito rostro.

Evitó mirarlo directamente, cuestión que lo incomodaba, pero estaba bien, no la obligaría, establecer un canal de comunicación era primero.

—Bien, dime, ¿cuál es tu…?

Tras un repentino destello blanco su visión se torció un poco y notó un desbalance, algo estaba mal. El mundo se puso de revés ante sus ojos, entonces se desplomó desde una altura que desconocía, giró por el suelo como si fuese una rueda de carruaje y paró contra una roca.

Vio con claridad su cuerpo sin cabeza caer, y pese a que el recién nombrado Chiro arañaba a la verduga, no pudo evitar ser capturado también. Con el mismo cuchillo alargado que usó para descabezarlo ella se acercó y, al ser apuñalado en la frente, la luz desapareció.