En el altar del dios de la guerra me encuentro, participando en el ritual de la mayoría de edad. Aquí, las personas son desangradas hasta que el altar queda empapado de sangre. En ese momento, una luz roja envuelve sus cuerpos, y se dice que Valakor, el dios de la guerra, les concede un arma con la que lucharán el resto de sus vidas. Es un espectáculo impresionante, pero solo si eres elegido, ya que parece que no todos reciben un arma de Valakor. Existe un selecto grupo de personas a las que se les niega el honor de portar un arma.
*Khu* En ese instante, fui arrojada bruscamente sobre la mesa del altar. Un hombre de aspecto cadavérico tomó su propio dedo y con su propia sangre trazó un símbolo que representaba al dios de la guerra sobre mi piel. Mi sangre goteaba lentamente, pintando el símbolo en la mesa. Todo se había completado, solo faltaba que Valakor decidiera si me elegiría o no.
Pasaron uno, dos minutos... Sentí que estaba siendo descartada. Pero, de repente, algo inesperado ocurrió. Una luz verde envolvió mi cuerpo. Era una señal inusual, diferente de la típica luz roja. Empecé a flotar, a la espera de recibir mi arma.
*Pam* Caí abruptamente del altar, sin arma alguna. Parecía que aquellos desalmados dioses estaban jugando conmigo.
En ese momento, mi padre, un hombre imponente sentado en su silla, se levantó y pronunció con una voz atronadora que resonó en toda la habitación:
"¡Quítensela de mi vista! No quiero volver a verla".
Mi destino quedó sellado en ese instante. Me envolvieron con una capa y me arrastraron fuera de la mansión. Un carruaje viejo y descuidado me esperaba, guiado por un caballo que parecía haber esperado durante mucho tiempo.
"Ja, pensé que mi fracaso les sorprendería. Y aquí estaba, anticipando que fallaría para que me sacaran de este lugar", me burlé en voz alta.
Un soldado furioso me cerró la boca con una cuerda que tenía lista.
Me arrojaron dentro del carruaje y sentí cómo empezaba a moverse. Ya no tenía que preocuparme por decidir mi destino, Valakor lo había elegido por mí. Maldije a los dioses mientras sentía algo en los bolsillos de mi ropa. Era aquella flauta que me habían dado un día, tal vez por accidente. Pero, mientras reflexionaba sobre eso, la flauta se iluminó con la misma luz que me había envuelto en el ritual. Estaba confundida, pero alguien me sacó de mi ensimismamiento.
"Hemos llegado. A partir de aquí, debes valerte por ti misma", dijo un guardia que había estado guiando el carruaje. Abrió la puerta y me soltó de las ataduras.