Había una vez un joven llamado Alex. Alex se encontraba en medio de un hermoso y frondoso bosque. Frente a él yacía un gran árbol con hojas tan blancas como la nieve… bajo ese árbol había una mujer que le daba la espalda. La mujer usaba un vestido blanco; su cabellera rubia, casi rozando con el blanco, se mecía al compás del viento.
Alex se quedó pegado a su delgada figura.
Después de estar casi un minuto así, Alex decidió caminar para hablarle. Pero cuando vio que la muchacha se dio la media vuelta, este se detuvo en seco.
La mujer usaba una máscara blanca de porcelana que ni siquiera se le podía ver los ojos.
—Hola, Alex —dijo la joven con una voz suave.
—Hola. ¿Dónde estamos?
—Estás en mi hogar. Y el motivo por el cual te traje, es para decirte que desde antes de que creara el universo, tú ya estabas destinado a ser mi amado.
Alex guardó silencio por unos segundos.
—Esto debe ser una broma. Ni siquiera te conozco.
—Cuando nos veamos en persona, te darás cuenta de que lo que digo es cierto. Nos vemos pronto, amado mío.