El viento rugía en Bastión de Tormentas, golpeando con furia las murallas de la ancestral fortaleza de los Baratheon. En la sala principal, una atmósfera cargada de tensión y asombro pesaba sobre los presentes. Sólo los miembros de la casa Baratheon estaban reunidos, sus semblantes serios, mirando el pergamino antiguo que acababan de desenterrar tras el nacimiento del príncipe heredero, Leónidas Baratheon. El silencio era sepulcral.
El pergamino, con siglos de antigüedad, había sido encontrado siguiendo una antigua profecía que hablaba de un Baratheon con ojos rojos como la sangre. Una profecía que solo los miembros de esta casa podían conocer. La pintura de un antepasado con ojos escarlata adornaba la pared de la sala, y cuando el príncipe nació con esos mismos ojos, fue claro que el tiempo de las leyendas había llegado.
Lord Stannis Baratheon, siempre el más serio y pragmático de los hermanos, fue el primero en romper el silencio.
—Esto no es una coincidencia —dijo, mirando el pergamino—. La profecía habla claro. El niño no es común.
Renly Baratheon, más relajado pero igualmente atento, frunció el ceño, aún asimilando lo que acababan de leer.
—Es difícil de creer que un simple color de ojos pueda determinar nuestro destino, pero... no podemos ignorarlo.
El pergamino decía lo siguiente:
"La verdadera fe de los Baratheon, traída por la ira de los ojos color sangre, regresará, pero esta vez para quedarse. El linaje de los Baratheon será elevado más allá de un simple trono. Aquellos que sigan al portador de los ojos escarlata alcanzarán una gloria sin igual. El príncipe nacido en la realeza, con brillante melena y ojos de sangre, será dueño del poder de la ira y de una astucia sin precedentes, llevando a nuestra casa a alturas que ni en sueños imaginamos. La unidad es clave; divididos, los Baratheon serán destruidos, su legado reducido a cenizas. Todo comenzará cuando la enfermedad lo reclame. Controla la ira o perecerás bajo su poder, mientras tu sangre clama por batalla."
El último párrafo resonaba en la mente de todos los presentes. Los Baratheon habían construido su poder sobre la fuerza, la lucha y la tempestad, pero ahora parecía que su destino estaba vinculado a algo más profundo, algo sobrenatural.
Desembarco del Rey, 13 años después:
En una habitación llena de lujos y opulencia, con muebles robustos pero finamente tallados, un niño yacía en la cama, inmóvil, pálido como la cera. El príncipe Leónidas Baratheon, heredero del Trono de Hierro, había caído gravemente enfermo en su decimotercer cumpleaños, justo como lo había predicho el pergamino. La Reina Cersei, su madre, no se había separado de su lado durante todo el tiempo, su rostro revelando una mezcla de preocupación genuina y orgullo retenido.
Cuando los primeros rayos del sol atravesaron las cortinas pesadas, algo cambió. Leónidas abrió lentamente los ojos. Un fuerte dolor de cabeza lo golpeó, como si mil martillos resonaran en su cráneo. Todo estaba borroso al principio, pero poco a poco su visión se fue aclarando. Giró la cabeza y notó el esplendor de la habitación. Los muebles rústicos, pero refinados, transmitían poder, como todo lo que rodeaba a los Lannister y Baratheon.
"Maldita sea... ese viejo", pensó Leónidas, refiriéndose al dios que lo había traído a este mundo. "¿Dónde demonios estoy?"
Cuando trató de moverse, la sensación de los recuerdos comenzó a abrumarlo. Los recuerdos de su vida pasada y los de este nuevo cuerpo se entrelazaban, creando un caos momentáneo en su mente. Pero entonces, algo lo distrajo. Junto a su cama, una mujer de belleza imposible lo observaba con ojos dorados llenos de emoción y alivio. Era Cersei, mucho más hermosa que en cualquier relato o representación de su vida anterior.
—Mi cachorro, estás despierto... —susurró Cersei con una mezcla de ternura y autoridad—. ¡Traed al maestre, rápido! —gritó a las sirvientas.
Leónidas la observó en silencio, analizando su comportamiento. Sabía que Cersei era mucho más de lo que mostraba en su exterior. Era calculadora, fría cuando era necesario, pero su apego hacia él parecía genuino. Aun así, no podía dejarse llevar por las apariencias.
—Madre... estoy bien —dijo con una voz que aún resonaba con la autoridad que había aprendido a manejar desde joven—. Sólo me duele un poco la cabeza. Quiero agua y descansar, por favor.
Cersei lo miró con orgullo y algo de alivio.
—Está bien, mi león. Descansa. Te mandaré agua. —Cersei se levantó y salió de la habitación, gritando órdenes a las sirvientas.
En cuanto la puerta se cerró, Leónidas respiró profundamente, tratando de calmar su mente. Los recuerdos de su vida pasada como un joven sin títulos ni poder, y los recuerdos de este cuerpo, de su vida como Leónidas Baratheon, fluían como un río desbordado. Había mucho que organizar en su mente, muchas decisiones que tomar. Estaba claro que la influencia de su "donante" divino estaba comenzando a manifestarse.
Cuando las sirvientas trajeron el agua, Leónidas ya había empezado a aceptar su nueva vida. El muchacho que había sido antes de despertar era astuto, había sabido cómo ganarse el respeto de Robert Baratheon. A pesar de su desprecio inicial, Robert había comenzado a sentir orgullo por su hijo. Según los recuerdos, Leónidas había insistido en aprender a usar el martillo de guerra, un arma distintiva de los Baratheon, y cuando Robert se negó, el niño no retrocedió. Exigió que, si iba a aprender de alguien, sería del mejor. Ese desafío había desatado una carcajada feroz en Robert, quien finalmente aceptó entrenar personalmente a su hijo.
"Eso me facilitará las cosas", pensó Leónidas. "El chico antes de mí hizo un buen trabajo. Su relación con Robert es clave para lo que está por venir".
Cerró los ojos, sintiendo cómo el cansancio se apoderaba de él. Mañana, el verdadero juego comenzaría.