Después de mis primeras palabras frente a los señores de Bastión de la Tormenta, la sala quedó en silencio. No fue un silencio de incertidumbre, sino de expectación. Los murmullos cesaron, y las miradas curiosas se posaron sobre mí. Algunos se veían sorprendidos, otros desconcertados, y algunos, incluso desafiantes. Pero yo estaba decidido a que mi presencia fuera algo que no pudieran ignorar.
Mi padre, el señor de Bastión de la Tormenta, me observaba desde su trono, una mezcla de orgullo y preocupación en sus ojos. Aunque lo intentara ocultar, sabía que esperaba ver cómo reaccionaría la nobleza ante mi primer discurso como heredero. Y yo, no lo iba a decepcionar.
Con una última mirada desafiante, me volví hacia los señores presentes. Los conocía a todos, o al menos los había oído mencionar alguna vez. Algunos venían de familias viejas, orgullosas, que se pensaban invencibles, mientras que otros apenas comenzaban a ganar poder. La mitad de ellos me miraban como una amenaza, la otra mitad como una oportunidad. Como fuera, todos me estaban observando.
Sin darles tiempo para más cuestionamientos, mi padre se levantó de su asiento, su voz resonó en la sala.
—Mi hijo, Leónidas Baratheon, el heredero. Escuchen sus palabras.
Yo había ensayado este momento muchas veces, pero ahora que estaba allí, enfrentando la mirada de tantos señores, me di cuenta de que no había vuelta atrás. Ya no era un niño que buscaba la aprobación de su padre, ahora era un hombre con una promesa que cumplir.
Mi voz salió firme, decidida:
—Mis señores, soy Leónidas Baratheon, el primer y único heredero. No hay otro que posea la ira y la voluntad de gobernar como yo. Lo siento por mi hermano, pero él no tiene lo que se necesita. Y hoy, aquí, les hago una promesa: bajo mi liderazgo, los Baratheon no solo reinarán en esta tierra, sino que expandirán su dominio más allá. Este reino no será suficiente, mis señores. Yo les traeré un imperio.
Levanto el martillo que siempre llevo conmigo, el símbolo de nuestra casa.
—Porque hay un mundo allá afuera esperándonos, un mundo que escuchará el rugido de un Baratheon. Y a aquel que se oponga, le haré sentir el peso de mi martillo.
El sonido del metal golpeando el suelo resonó en toda la sala, un eco de lo que estaba por venir. Algunos se miraron entre sí, otros murmuraron en voz baja. Unos pocos, sin embargo, se atrevieron a desafiarme.
Un grupo de jóvenes señores, entre ellos Robert, mi tío, se burlaron abiertamente.
—¿Un niño hablando de imperios? —rió uno de ellos.
—¿De verdad crees que vas a gobernar todo el mundo, mocoso? —añadió otro.
No pude evitar sonreír ante su ignorancia. La juventud los hacía creer que la fuerza de voluntad no era suficiente para alcanzar el poder, pero yo sabía que la ira era la clave. Y en eso, ningún hombre de esta sala podría igualarme.
—Si tanto quieren probar mi valía, ¿por qué no lo hacemos de una vez? —les respondí, sin perder la compostura. —Tengo agallas para pelear con los cinco a la vez, si es que no tienen miedo de enfrentarse a un verdadero Baratheon.
Robert Baratheon, mi tío, se levantó de su asiento, una sonrisa burlona en su rostro.
—Pues si tanto quieres pelear, pelea. Vamos al campo de entrenamiento. —Su tono no era de desafío, sino más bien de diversión.
La multitud se apartó, dejándonos pasar. Mientras caminaba hacia el campo, mis pensamientos no se centraban en la pelea en sí, sino en lo que esto significaba. Esta lucha no era solo por demostrar mi fuerza, sino para ganarme el respeto de aquellos que aún dudaban de mi capacidad.
Cersei me alcanzó antes de que entrara al campo, su rostro lleno de preocupación.
—Leónidas, no lo hagas. No tienes que demostrar nada.
La miré con firmeza, sin dar un paso atrás.
—Lo haré. Necesito que me respeten. Y sin esto, no me tomarán en serio.
Cersei suspiró, pero no insistió más. Sabía que, aunque no lo comprendiera, yo había tomado una decisión.
El campo de entrenamiento estaba lleno de señores y sus hombres. Me enfrenté a los cinco jóvenes señores, y lo que ocurrió no fue una pelea cualquiera. Era una declaración de lo que estaba por venir. No fue solo mi habilidad con el martillo lo que los impresionó, sino mi control, mi calma en medio del caos. Cada golpe que lanzaba era un recordatorio de que no solo de fuerza vive un líder, sino de inteligencia, estrategia y voluntad.
Diez minutos después, el juez levantó la mano y me declaró vencedor. Los hombres comenzaron a vitorear mi nombre:
—¡Baratheon! ¡Baratheon! ¡Baratheon!
Cersei, desde la distancia, me miraba, sorprendida. Había subestimado mi poder. Sin embargo, sabía que aún tenía mucho que demostrar.
Robert se acercó después de la pelea, riendo.
—Bien hecho, mocoso. Parece que ya has entrenado lo suficiente por hoy