Capítulo 6 - La maldición de Elio.
Su madre, Sasil, siempre supo que iba a morir joven.
Elio tiene la sospecha que ella siempre tenía presente que no tendría mucho tiempo en este mundo a su lado. Era una mujer extraña, con su cabello negro suelto y largo hasta su cintura, una sonrisa cálida y siempre descalza para complacer a su hija menor. Su vestimenta iba todo el tiempo de faldas largas y sueltas, y unas blusas delgadas con bordados singulares (a veces eran manos con runas incrustadas en las palmas, otras era un hombre con raíces envolviéndolo como si las pudiera manipular) que ella misma hacía a mano. Una vez le preguntó qué significaban sus dibujos y ella solo se encogió de hombros y dijo: "El futuro".
Era extremadamente bella, pero extraña.
Y, de todos modos, con la certeza que su tiempo era limitado.
Sus comentarios iban de "si es que dejo esta vida antes de tiempo" a "no sé si pueda verte crecer, no se sabe mucho del futuro". Elio creía —en su momento— que era porque se sentía cómoda pensando en la muerte, no porque en unos pocos años ya no estaría viva.
Sasil sonreía, lloraba y se enojaba como cualquier ser humano, hacía locuras y después lo regañaba a él por sus travesuras. Se sentaba al lado de Elio cuando tocaba el piano, pidiéndole la canción más feliz para bailar.
Su padre la amaba. La adoraba tanto que sus ojos resplandecían como faroles en una noche sin luna. Sasil le dedicaba una sonrisa y su padre, Juan, parecido a un adolescente enamorado, se sonrojaba hasta las orejas, sacándola a bailar con la melodía feliz que Elio tocaba, con su hermana menor a un lado cantando a todo pulmón, aunque inventara la mitad de la letra.
Su recuerdo más feliz es ese: él tocando el piano, sus padres bailando y Soleil cantando.
Ahora no puede estar cerca del piano, y su familia está muerta.
¿Qué sentido tiene seguir viviendo?
Se pregunta si en algún punto su madre se arrepintió; de él, de su hermana enferma y del esposo que no tenía suficiente para darle, más que historias que nunca fueron relevantes. Después de todo, es en parte por qué sus abuelos maternos odian a Elio, además de los rumores de su homosexualidad y de su "psicopatía". Su madre tuvo la oportunidad de salir del pueblo a la ciudad y quedarse ahí para vivir con comodidad, pero regresó embarazada y de la mano de un hombre que se proclamaba escritor.
Elio se abraza a sí mismo contando los segundos para tragarse el nudo que se ha formado en su garganta, porque es doloroso recordarlos. Saber que vivieron y ahora sus fantasmas son lo único que quedan. La memoria que poco a poco se desvanece con el pasar del tiempo, mientras teme acercarse más y más a la edad que sus padres se conocieron y se casaron.
Es insoportable.
¿Qué pensarían de Elio? ¿Estarían orgullosos del cascarón que queda de él? ¿Se sentirían decepcionados al observar cómo su único hijo vivo apenas respira? ¿Qué dirían? ¿Qué pasaría por sus rostros? ¿Habría odio? ¿Dolor? ¿Tristeza? ¿Decepción? ¿Lo apedrearían y lo echarían ahora que está sucio?
Su mente da vueltas, mientras camina hacia la oficina de su tío. Un suspiro tembloroso abandona su boca, tratando de dejar de pensar en su familia y en ser valiente para contarle a su tío sobre... Mierda. No puede ni pensar en ello sin sentir una arcada amenazándolo.
¿Qué hará ahora? Es un prófugo, seguramente lo meterán a la cárcel y la gente lo señalará a pesar de que ellos... lo obligaron.
La puerta se siente tan lejana, a pesar de estar a menos de un metro de ella. Hay una tenue luz que se cuela al estar entreabierta, escuchándose el murmullo de la cansada voz de su tío Arian dándole órdenes al secretario Torres, que suena igual de exhausto que su jefe.
—...como pensó. Los trasladamos al hospital más cercano. Deben estar en urgencias. Pero hasta el momento, ninguno sufrió más que una intoxicación —dice el secretario.
Elio se acerca más a la entrada, sintiendo cómo el sudor frío resbala por su espalda. ¿Están hablando de la fiesta? ¿Qué tanto sabrán? ¿Encontraron los cuerpos? Mierda. Mierda. Mierda. Carajo. Mierda. Siente el golpe de otro ataque de ansiedad, pero trata de calmarlo para no llamar la atención de su tío, quien parece moverse en su silla por el leve crujido del material.
—¿Qué hiciste con los demás que estaban en la fiesta? —Arian cuestiona y se aclara la garganta por lo ronca que salió su voz—. ¿Lograste que se fueran antes de trasladar a esos muchachos de la habitación?
¿Habitación?
—Sí, señor Reyes. La policía llegó a tiempo para evacuar el evento. Tratamos de mantener todo el lugar en orden. Se notificaron a los padres de los menores, pero esperemos poder silenciarlos. Aquí está el contrato que me pidió. Puede leerlo —se oyen papeles revolverse y asentarse.
Elio se asoma un poco más, y observa cómo Arian se inclina en su silla para leer el contrato que Torres le dio, unos lentes de descanso esconden sus ojeras oscuras y profundas que lo hacen ver más grande de lo que en realidad es, y ahora su vestimenta consiste en un conjunto de camisa y pantalones para dormir de color azul rey, su cabello castaño oscuro cayendo con delicadeza por sus facciones, sin lucir tan pulcramente perfecto como siempre.
Nunca había lucido más extraño como ese momento.
—Está bien. Servirá. —Asiente y le pasa los papeles a Torres, mientras se quita sus lentes y se masajea el puente de su nariz—. ¿Ya está todo listo para el viaje? Necesito salir lo más temprano posible. Elio debe venir también. Trata de empacar sus cosas antes de que se despierte. No quiero que escape otra vez.
—Señor...
—¿Sí? ¿Hay algo más? —Arian parece no soportar estar despierto ni un minuto más, pero su semblante sigue pareciendo igual de intimidante que antes.
El secretario Torres se remueve un poco con incomodidad antes de hablar.
—¿No tengo permitido informar a señor Elio sobre sus amigos Hugo Villa y Adrián Flores?
Elio casi se tropieza con sus pies y choca con la puerta de la oficina del pánico y asombro al escuchar los nombres de las personas que asesinó. ¿Qué tendría que informarle el señor Torres a Elio y sobre esos dos? ¿Qué están muertos? ¿Entonces nadie lo vio salir de la habitación? ¿Nadie notó ese comportamiento extraño que tuvo al salir disparado de la casa solo a vomitar y tratar de no llorar? ¿Cómo carajo...? No sabe ni siquiera qué hacer. Duda del siguiente paso, porque cree que es mejor dejarlo de esa forma... Pero ¿qué pensarán de él si decide no decir la verdad?
Las miradas lo seguirán a todos lados, de cualquier manera.
—Creo que deberíamos esperar unos días, hasta que Elio se calme. Después podrá visitarlos al hospital, si lo desea. Pero, en lo que a mí respecta, no quisiera que se juntara más con ese tipo de gente. —Despeina su cabello, pasando una mano por él como si la sola idea no le gustara ni un poco.
Y Elio solo puede pensar en una sola cosa: ¿qué mierda acaba de decir? ¿Entonces qué fue lo que vio? ¿Por qué...? Están vivos. Dios. Están vivos... Él no los mató. No están muertos y Elio solo siente ganas de llorar de impotencia, sin saber qué sentir exactamente. No es un asesino. Aun así, Elio siente desesperación, porque esos dos saben. Todos sabrán. Será observado y juzgado otra vez.
Elio vuelve a tener miedo.
Cree que preferiría que estuvieran muertos.
Se siente peor por solo pensarlo.
Es suficiente cargar con la muerte de su familia, y ahora está pensando en que estaría mejor cargar también con la de esos dos.
Trata de alejarse de la puerta y se sienta al lado, su espalda contra la pared, tratando de calmar su respiración para no causar otro alboroto. No debió venir. Nunca debió salir de su habitación ni espiar esa conversación. No necesitaba escuchar nada de eso. Sus sentimientos y pensamientos son un desastre siempre, ahora parece que un huracán se instaló en su ser. Aún no sabe qué pasó exactamente con Hugo y Adrián, tal vez sepan más que su sexualidad y cómo se ve siendo tocado por otro hombre, pero ¿sabrán que es un fenómeno? ¿Será que también se enteraron de que puede matar animales y plantas con un solo toque y, posiblemente, hacerlos enfermar? Seguramente lo encerrarán en un psiquiátrico, como sus abuelos lo amenazaron al enterarse de los rumores de la homosexualidad de Elio.
Si por ellos fuera, Elio podría morir y les serviría mejor así.
—Señor... —el secretario Torres sigue sonando dubitativo al dirigirse a su tío. Elio está a punto de irse de ahí, sin nada más qué hacer, pero algo en el tono del secretario lo obliga a quedarse un minuto más—, los abuelos maternos del señorito Reyes siguen insistiendo en encontrarse con usted. Es la décima llamada que rechazo, como usted me ordenó, pero ¿no debería...?
—Antonio —el nombre del secretario suena tan raro en boca de su tío Arian, pero tan autoritario que logran que el otro hombre se calle—, entiendo tu preocupación. No quieren a Elio de regreso. No buscan más que dinero, y convencerme de encerrar a mi sobrino en algún manicomio. — Elio se asoma un poco por la puerta y observa cómo Arian niega con la cabeza, una mirada triste adornando su semblante—. Es lo único que tengo de Juan, y me lo quieren quitar.
Elio regresa su vista hacia el pasillo, estupefacto.
¿Sus abuelos lo quieren de regreso? Bien Arian pudo deshacerse de él, echarlo a la calle o mandarlo con los padres de su mamá, sin embargo, decidió mantenerlo cerca, rechazando cualquier contacto de esas personas y negarse a alejarlo de su lado. ¿Qué está pasando con este mundo?
Al final, todo es por el hermano de Arian. Elio sabe que Arian ve el fantasma de Juan en cada una de sus facciones. Arian no es el único que tiene las mismas expresiones y mañas que su padre, que reacciona como él lo haría. Elio sabe que al final, solo es lo que sobró; lo único que se pudo salvar y Arian tuvo que conformarse. ¿Qué tanto apreciaba a su padre para que su tío decidiera que vale la pena seguir aguantando cada uno de sus arrebatos?
Elio sospecha que tal vez nunca lo sabrá.
—Entiendo, señor Reyes. Entonces con más razón bloquearé cualquier contacto de estas personas —la manera en cómo lo dice el secretario suena más como un suspiro, tan quedito y cansado.
Arian también suspira.
—Gracias, secretario Torres. Si es todo, puede retirarse a descansar. En unas horas estaremos en carretera.
Elio toma esto como su señal para regresar a su cuarto sin hacer mucho ruido, mientras piensa en todo lo que acaba de enterarse.
En lo más profundo de su ser, Elio siente una punzada de culpa y tristeza.
¿Por qué Arian no puede ser como los demás y abandonarlo? Si está tan cansado de Elio, debería soltarlo.
Elio no vale la pena. Arian eventualmente se dará cuenta que nunca podrá reemplazar a su padre, Juan, y que se decepcionará demasiado. Por más que se arrepienta de cada una de sus acciones, Elio no podrá ser una buena persona. Su cobardía y culpa siempre lo perseguirán y detendrán. El mero recuerdo de él soltando palabras filosas el día del accidente se convierte en un bucle en algún espacio de su mente, recordándole que jamás se mereció a su familia y por ello, merece sufrir.
~*~
Elio se encuentra en medio de una habitación parecida a la suya, solo que más oscura y fría, desconocida. Es un sueño, de eso está seguro, porque cada uno de sus movimientos se sienten lentos y lejanos, como si no tuviera el completo control de su cuerpo. Y no le gusta. Le recuerda a cuando estaba bajo el efecto de la droga que Adrián y Hugo le dieron.
Pero, después la percibe a ella: la anciana enfrente de él, con sus manos huesudas y uñas largas apuntándole, sus ojos desenfocados como si fuera ciega, pero Elio siente que eso no le impide observarlo, viendo más allá de su cuerpo. Su cabello gris está desaliñado y parece que no ha tenido un baño en un buen tiempo y, sin embargo, su persona irradia poder y malos augurios.
—¿Quién...?
—Escucha bien mis palabras, hijo del Eclipse. Solo tengo una oportunidad, antes de que Ella se dé cuenta —el mismo dedo que apunta a Elio lo voltea y hace una seña para que se acerque. Elio duda, pero lo hace, sin entender en dónde están o por qué todo esto se siente tan terroríficamente real—. Debo advertirte, sino esta profecía me consumirá a mí, hijo maldito.
—Pero ¿quién es usted? ¿De qué...?
La anciana niega con la cabeza, callándolo. Sus ojos se mueven, alertas de algún cambio en el aire, volteando su cuerpo a todos lados antes de mascullarle:
—Presta atención, porque solo lo repetiré una vez: Tu alma no te salvará del Espejismo y su gran poder. Podrás evitar, pero nunca romper. Un pacto te salvó de una maldición, pero no del sufrimiento. Eres el único que conocerá de cerca la Muerte, quien se convertirá en tu mejor aliada. El tiempo es el único enemigo que nunca podrás vencer. Y Oh, hijo de Solaris y Anul, del Oro y la Plata —sin previo aviso, la anciana presiona una mano con fuerza en su pecho, justo en medio—, esto de aquí no es una maldición. Es un don. No mueras en vano, Elio Reyes.
Elio toma una gran bocanada de aire, sintiendo aún la presión en su pecho cuando no logra conciliar el sueño que pesa en sus párpados. No quiere volver a soñar. El insomnio le sigue robando noches, momentos y pesadillas. Pero está bien, supone, porque cuando cerró sus ojos por un momento en la madrugada, el rostro de una anciana profética a la que no recuerda muy bien apareció en su mente. Ahora sus últimas palabras no dejan de repetirse en su mente, ocupándola casi toda, sino fuera por la conversación de Arian y el secretario Torres también invadiendo.
Le roba una mirada a su tío Arian, quien está sentado del otro lado del asiento de la camioneta, porque llevan más de una hora y media en un silencio tan tenso que logra que el secretario Torres les eche un vistazo con el ceño fruncido por el espejo retrovisor mientras hace algo en su tableta. Hasta el chófer está incómodo, removiéndose en su lugar.
Elio cierra sus ojos brevemente, suspirando.
La verdad es que se siente todo menos él mismo. Logró conciliar el sueño por menos de veinte minutos antes de que la vieja lo atacara en su subconsciente y el secretario Torres lo fuera a despertar ya con sus cosas listas para salir de C. con prisa. Entiende con claridad por qué está aquí, después de todo, Elio no puede quedarse solo. Se lo buscó.
Ahora que no es un prófugo, Eli trata de no pensar en lo que pasó anoche. No se siente culpable más que por los pensamientos intrusivos de haberlos preferido muertos, ahogados en su veneno y sus propias decisiones. Elio ya sufre suficiente tormento, para que Adrián y Hugo, con los que nunca interactuó en su vida salvo en la fiesta, también ocupen parte de su consciencia.
De pronto, la pantalla negra que crea una división entre el asiento trasero y delantero empieza a subir, para poder tener una conversación privada. Observa cómo su tío Arian presiona los botones correctos para poder hacer esto, y Elio empieza arrancarse los pellejos de su pulgar con una uña, los nervios y la ansiedad consumiéndolo peor que antes.
Entonces, Arian suspira y se masajea el rostro, vacilante.
—Tu padre me mandaba mensajes, ¿sabes? —Arian comienza, dudando del siguiente paso, pero sin dejar de lucir serio y conflictuado.
Elio parpadea varias veces, observándolo sin entender a dónde quiere llegar.
No es hasta que Arian posa sus ojos cafés con tintes de gris en los suyos, que su aliento se detiene. Hay una tormenta en ellos, tan vulnerables y honestos como nunca los había visto. Elio no sabe qué está pasando, por qué todo se empieza a torcer.
—Me mandaba fotos, videos, mensajes sobre cómo les iba día a día. A veces era... demasiado. No siempre los abría. No siempre podía. —Arian desvía su mirada, una sonrisa tensa empezando adornar su perfil—. Juan me contó sobre ti. Le preocupaba que no tuvieras muchos amigos. Salvo a Cruz. Siempre habló bien de él, hasta que...
Elio deja salir un suspiro tembloroso, sin dejar de observar a su tío con intensidad. No sabe a qué viene esta conversación, por qué tiene que platicar del pasado; por qué le cuenta sobre ese momento en específico. No quiere escucharlo, pero no puede evitarlo. ¿Qué tanto sabe?
¿Qué tanto su padre le platicaba a Arian? ¿Por qué?
—Sé lo que Cruz hizo, Elio. Tus padres nunca dudaron de ti. Ni siquiera cuando todo el pueblo te dio la espalda. Juan estaba orgulloso de lo inteligente que eras; de tu pasión por la música y lo dulce que eras con... Soleil. —Se relame sus labios, los cuales tiemblan imperceptiblemente—. También platicaba de ella. Demasiado. Sobre todo, de ti. Por eso...
No lo soporta. Es como si lo hubiera presenciado todo; ese tono en su voz que suena tan confiado, retratando cada día en la vida de Elio, desde sus canciones favoritas en el piano, lo poco que le interesa leer, lo mucho que aprecia los atardeceres. Los recuerdos en su casa lo inundan al escuchar a su tío, Elio sentado en el piano maltratado, que desafina de vez en cuando, con Soleil tarareando suavemente, mientras los rayos del sol se cuelan por la ventana enfrente de él con vistas a la calle, donde otros niños de su edad juegan y los evitan como una plaga. A sus padres teniendo discusiones en susurros, suspiros de cansancio porque no hay suficiente, murmullos de sus estómagos vacíos asegurándole a Elio y Soleil que coman bastante que al rato ellos lo harán.
Suficiente.
Elio lo interrumpe.
—No... ¿por qué? ¿Por qué me cuentas esto? —Y también quiere decir: no quiero saber, de verdad que no quiero recordar.
Arian inhala y exhala lentamente, como si no supiera dónde empezar para responderle.
Eli está esperando que la bomba se active. Que algo explote, que el aire tenso por fin desaparezca por culpa de alguno de los dos. Pero no sucede. Arian observa la carretera, el lado izquierdo da hacia la otra fila de autos, mientras que para Elio están los árboles. Los dos no dicen nada por un largo rato, sin saber cómo proseguir para no terminar peleando como otras veces.
—Sé lo que pasó en la habitación de esa fiesta.
Elio siente el mundo detenerse por un minuto. Está tan cansado, que ya no tiene la fuerza para negarlo, para esconderse detrás de una expresión fría y valiente. En cambio, sus ojos se humedecen, amenazando con soltar lágrimas de vergüenza. No se atreve a cuestionar a su tío.
¿Cómo te enteraste? ¿Quién te contó? ¿Por qué no te has desecho de mí? ¿Por qué me mantienes aquí? ¿Estás enojado? ¿O acaso decepcionado que manos ajenas me hayan profanado? ¿Piensas regresarme a mis abuelos? Dime.
Sin embargo, las preguntas mueren a medio camino porque tiene la sospecha de algo que hace más que retorcerle el estómago.
—¿Lo viste? — Elio termina preguntando.
Arian le tiende un celular quebrado de la pantalla, y Elio lo reconoce al instante: es el de Hugo, con el que lo estaba grabando y burlándose, su risa maliciosa inundando su mente, al mismo tiempo que una de sus manos se dirigían a su propio pantalón, sin dejar de instruir a Adrián para que supiera cómo tocarle.
Elio no lo agarra.
—Aleja eso de mí —brama, asqueado. Las lágrimas caen por sus mejillas, quemándolo. Su rostro está sonrojado furiosamente de la humillación y enojo—. ¿Lo viste o no? —Cuestiona, brusco, con el nudo de su garganta logrando que su voz salga rasposa, llena de sentimiento y pesar.
Arian no contesta.
—Mierda.
Elio ríe, el pánico surgiendo por la boca de su estómago. Todo le quema. Todo da vueltas. Quiere vomitar. Quiere llorar. Desea morirse. Su mente está nublándose, su respiración volviéndose errática contra la palma de su mano. No está controlando el ataque de ansiedad, y sabe que los recuerdos no tardarán en llegar. Sus oídos se tapan, no entiende en dónde está, por qué su cabeza duele y siente que se está ahogando. Se va a morir. Su garganta empieza a cerrarse.
Su mamá es la primera en aparecer, nada más observando cada uno de sus movimientos, susurrando que es un cobarde y que nadie lo querrá sucio. Su padre sigue, con la mirada llena de desprecio y enojo, preguntándose por qué tuvo que soportarlo, por qué siquiera aguantó cada uno de sus berrinches, después de sufrir tanto. Ni siquiera lo merecía. Y después está su hermana menor, quien solo llora y cuestiona por qué tuvo que morir ella y no él. Por qué, por qué, por qué.
Las tres voces se juntan, formando casi una sola. Retumban en cada rincón de su ser, vibrando para que se queden grabadas en su sangre; en su piel, en sus huesos.
Deténganse. Por favor.
Cobarde.
Detente.
Muere.
DETENTE.
Estás sucio.
DETENTE.
¿Por qué tú y no yo?
DETENTE. POR FAVOR.
Muere ya.
LO SIENTO. Te lo ruego, te lo ruego.
Eres una mierda que debería dejar de existir, Elio Reyes.
Va a vomitar.
Y lo hace, pero no en la camioneta. Sino a la orilla de la carretera.
Poco a poco volviendo sus sentidos, Elio se da cuenta que su tío logró que saliera del vehículo para que su respiración regresara a la normalidad, una mano tocando con delicadeza su espalda para reconfortarlo después de vomitar el poco desayuno que tuvo. Su frente está llena de su sudor, el ataque de ansiedad tomando toda la escasa energía de su cuerpo. Carajo. Está consciente de Arian y el secretario Torres a cada lado, tratando de estabilizarlo.
La mano en su espalda quema, otra vez siente arcadas.
— Elio, ¡¿me escuchas?! ¡¿Estás bien?! —Arian suena asustado, cruzando y descruzando los brazos sin saber qué hacer para que Elio no se sienta incómodo. Elio se da cuenta que la mano que está en su espalda es del secretario Torres, y no sabe qué hacer, pero trata de no darle un empujón—. No debí... Perdón. Dios. Por Dios.
—Estoy bien... —logra mascullar Elio, sintiéndose más avergonzado—. Lo siento. Creo que me mareé.
Arian no traga sus palabras, abriendo y cerrando la boca, no muy seguro de cómo proseguir. El secretario Torres quita su mano, dando un paso hacia atrás para darle espacio a Elio para respirar y recomponerse, y aprecia el gesto porque si no, iba a reaccionar de una forma un poco agresiva, no quiere ni una mano más en su cuerpo. No quiere ni un maldito toque. No quiere nada que le haga recordar a lo de anoche.
El simple pensamiento de algún roce casi logra que Elio vuelva a vomitar.
Elio trata de pararse derecho, observando sus alrededores por el rabillo del ojo. Están casi en la entrada de algún pueblo que no reconoce, pero el tráfico es pesado, las personas están a cada lado de la carretera a unos cuantos metros de donde se detuvieron. Y él sabe que lo están viendo también, preguntándose quiénes son aquellas personas que viajan con dos camionetas gigantes y polarizadas, varios guardias escoltándolos. Nadie se acerca, sin embargo, tal vez preocupados de que los reprendan.
Por primera vez, Elio se siente agradecido por el estatus de su tío Arian.
—¿Me seguiste ese día? —Eli pregunta, su mirada dirigiéndose a su tutor, quien ladea la cabeza, confundido—. Sé que les pagaste a su familia para que se callaran. El diputado Villa tenía un pie en la cárcel antes de que yo metiera la pata. Sé... —Elio suspira temblorosamente—, sé que impedí que pudieras hacer algo al respeto.
Arian niega con la cabeza con lentitud, desviando su vista al cielo.
—Entra al auto, Elio. Ahorita hablamos —ordena guiándolo hacia la puerta, pero nunca lo toca. No luce molesto o irritado por el espectáculo de apenas, sino todo lo contrario: está preocupado y triste.
Elio lo obedece, cerrando la puerta detrás de sí, y espera mientras su tío da unas indicaciones a su chófer, quien luce un tanto reacio a lo que Arian le está diciendo. El secretario Torres también entra a la conversación, señalándole algo en su tableta y después al reloj en su muñeca, estresado y con más libertad que los otros empleados al ser su viejo compañero de clases de la universidad. Después de unos largos minutos, Arian se sube a la camioneta y se queda a solas con Elio.
—Vas a llegar tarde —es lo único que dice Elio para relajar el ambiente.
Arian aprieta los labios, no mirándolo.
—Lamento... Lo lamento —suspira.
—¿Qué lamentas? — Elio regresa su mirada al frente, tampoco viendo a su tío. Tal vez de ese modo, ninguno de los dos se sentirá tan vulnerable.
—Las palabras que te dije ayer. Fueron crueles.
Eli se encoge de hombros, resignado.
—No eran mentira. Soy un inmaduro. Soy un huérfano. Mis padres estarían decepcionados.
Su tutor niega con la cabeza, cerrando sus ojos por unos segundos, antes de masajearse el puente de la nariz.
— Elio, solo tienes diecisiete años. El adulto era yo, y te fallé. Sé que suficiente tienes con tus abuelos maternos siendo insensibles. No es justo para ninguno de los dos el que haya actuado de esa manera —se oye tan cansado, sus ojeras luciendo profundas de nuevo, unas arrugas en medio de su ceja logran que se vea peor—. La muerte de tus padres... fue horrible. Tú estuviste ahí. Tú lo viviste. No estoy en mi derecho a obligarte a hablar de eso, lo sé. Solo estoy preocupado de que no puedas... de que creas que no tienes el derecho a seguir con tu vida después de que te los arrebataran de esa forma tan atroz.
Elio no dice nada. ¿Qué tanto podría hablar antes de echarse a llorar? La cabeza ya le duele luego del ataque de ansiedad, no quiere que siga doliendo ni torturándolo. Así que solo opta por mirar la carretera, los autos yendo y viniendo, y se da cuenta que ahora está en el asiento de su tío. Los papeles se intercambian, para demostrar quién es el que está más expuesto a ser lastimado.
—Por eso, creo que es hora de que te hable... De que te explique por qué tu padre escribió Reyes de Oro y Plata —Arian confiesa en un murmullo, casi imperceptible. Pero Elio lo escucha, y su curiosidad despierta, hambrienta.
Eli se voltea a verlo, frunciendo el ceño porque su cicatriz empieza a picarle, ansioso, recordando cómo el quebrado cuarzo ya no es blanco, sino rojo, gracias a su sangre.
—¿De qué hablas? ¿No fue por un regalo de cumpleaños?
Arian también lo mira, decidido.
—Elio, la consejera Mónica habló conmigo, preocupada por unos sucesos que tuviste de niño, sobre las plantas de tu padre y el pájaro que crees que mataste, lo que llevó a que tus amigos te apedrearan. —Se inclina hacia su sobrino, pareciendo que el peso del mundo está en sus hombros, la intensidad de su mirada casi hace a Elio olvidar la mención de la consejera.
¿De qué está hablando?
—Esa maldita hija de pe-... —el insulto es interrumpido casi de inmediato.
—No deberías hablar de eso a la ligera, con nadie, Elio. Para nada. Es peligroso. Demasiado peligroso. No sabes quién podría estar escuchando. —La seriedad en el tono de voz de Arian, despierta más que incredulidad.
—Tío, me estás asustando... Necesito...
—Tu padre y yo hicimos un pacto. Algo muy peligroso. Le costó la vida, Elio. Entiende que no estoy jugando. Esto es serio. Por eso debes escucharme. —Arian quiere tocarlo del hombro para hacerlo entender, pero se lo piensa al notar cómo Elio se encoge en su asiento con el rostro pálido.
Un pacto te salvó de una maldición, pero no del sufrimiento. La frase en voz de la anciana empieza a repetirse, y solo puede pensar en que quizá ese sueño no haya sido ninguna coincidencia. ¿Un pacto que le costó la vida a su padre? ¿Qué mierda está pasando? ¿Cómo es que algo así podría acabar en muerte? Mierda. No está entendiendo nada. Ni un poco.
—Él sabía. Tu madre también. Por eso quería hablarte de esto en su aniversario, pero no estaba seguro de que pudieras procesarlo —se recarga contra el sillón, revolviendo su cabello sin tanto gel como siempre lo peina—. Elio, tu papá se suicidó y yo lo ayudé a hacerlo.
Los ojos grises de Arian siempre le han parecido frívolos, escasos de algún sentimiento humano, siempre juzgándolo, cada mueca y facción imitando a su hermano, Juan, pero de una manera tan poco sincera y más siniestra. Sin embargo, por primera vez en un año, Elio logra ver la calidez que escondió hasta ese momento. No hay nada más honesto que la mirada de su tío. Las diferencias que antes notaba entre su padre y Arian, son casi nulas. No hay nada que los distinga, salvo una pequeña cicatriz en el pómulo derecho de Juan. Su tristeza e impotencia son las que destrozan la máscara que antes utilizaba para esconder cada herida.
Están expuestos; vulnerables y rotos.
Tal vez un poco malditos.
Y, de todos modos, Elio nunca se había sentido menos solo que en ese minuto.
—Tío Arian, ¿en qué me convierte esto?
Son solo unos segundos lo que pudo haber tomado la respuesta que nunca escuchará de su tío. Quizá hubieran sido más. Quizá si hubiera visto el coche que se dirigía hacia ellos, pudieron haber evitado lo que vino después. O quizá no. El destino juega sucio, Elio debía haberlo sabido. Qué ingenuo es uno cuando no conoce el futuro.
Después de todo, la anciana se lo advirtió: la Muerte será tu mejor aliada.
No mueras en vano, Elio Reyes.