Recuerdo que su mirada contaba la historia de amor más fascinante. Pasaba horas viendo el reflejo del alma en sus pupilas; su sonrisa era capaz de desaparecer cualquier atisbo de pesar, únicamente atendía a su hablar; y amaba verla sonrojar, cuando virtuoso, besaba su mejilla.
Aún acaece el rezumar de mis manos cuando, inocente, comparte conmigo su lozanía. El día era tan corto que aprovechaba las noches para viajar en el tiempo, y así volver a su lado. Quería bajarle la luna, pero se encontraba en su mirada; quería conquistar el mundo para ella, pero ella era mi mundo, ella era tan libre...; quería ser el plebeyo que rompe todas las reglas por amor; quería oírla cantar, bailar...
Siempre pensé que malinterpretaba mis silencios, no eran con el fin de ignorarla, no me hallaba hastío al conversar con ella, solo me experimentaba tan completo a su lado que no necesitaba decir una palabra; precisamente me abstenía de interrumpir su júbilo, su pueril andar, porque yo me veía reflejado en un mar de colores y sentimientos donde desconocía el presuroso tiempo, no existía la gravedad o cualquier ley científica, era escuetamente ella, rigiendo cada centímetro de ese universo.
Alguna vez quise preguntarle qué había visto en mí, ¿Qué hacía yo que siempre reía? Que le daban ganas de bailar, se perpetuaba alegre y radiante. Le pregunte, y por primera vez guardó un prolongado silencio, me observaba fijamente, hasta que beso mi mejilla. Un sentimiento que hasta ese momento ignoraba, y a mi alma pareció tan valioso, mi mente y corazón se pusieron de acuerdo por primera vez; entonces agregó:
"No me enamoré por tus palabras, o porque fueras inteligente, tampoco por ser hábil en algún quehacer, me enamoré de ti porque cuando te sientas ahí, embelesado, imaginando sabrá dios que cosas, yo me pierdo en tu mirada, y siento como lees mi mente, me enamoré de ti porque hallaste la manera más cándida de decir te amo".