—¿Qué estás diciendo? ¿Es esta otra de tus bromas? Hace semanas atrás buscabas la forma de aniquilarme, de destruirme, de quitarme todo, ¿y ahora vienes a decirme que te gusto? Ya fue suficiente de esta estupidez.
—Tienes razón en una cosa. Hace semanas atrás te dije muchas cosas, pero que yo recuerde, no te hice nada malo. Jamás intenté matarte. Existe algo llamado "presionar". La Rui con la que me encontré era muy rebelde y le atraían los chicos malos. Así que debía buscar la forma de acercarme y explorar el campo minado que iba a pisar. Por otro lado, no te he quitado nada. Todo lo que sucedió cayó por su propio peso. No creo que hayas perdido nada que valiera la pena, ¿O si? — me encaró, y lo miré fijamente—. Sobre lastimarte, jamás lo he hecho y tampoco tengo intenciones de hacerlo. De hecho, sería incapaz de ponerte un dedo encima; solo dentro, pero ese es tema para otro día.
—Maldito pervertido— sonrió, y desvié la mirada.
—Bueno, solo estaba respondiendo a tus injustificados reclamos. Ahora bien, volviendo al tema principal. Lo que dije, lo dije en serio. Me gustaste desde el primer momento en que tú hermano nos presentó. Te veías tan pequeña, tierna, y dulce; eras la niña más hermosa que alguna vez haya conocido. Llegué a pensar que lo que estaba sintiendo en ese momento era un cariño de hermano. Al ser tan pequeña, quería de alguna manera, protegerte de todo. Me sentía orgulloso cuando dependías de mí para algo. Esos momentos en que éramos apenas unos mocosos eran los mejores, porque nuestras únicas preocupaciones eran estudiar e ir a la escuela. Ahora que somos adultos, las cosas han cambiado y todo se ha hecho más difícil. A veces quisiera poder devolver el tiempo, y que volvamos a ser esos niños de nuevo. Tal vez si hubiera tenido la misma valentía de ahora, hubiera podido cambiar muchas cosas.
—¿De qué cosas hablas?
—De tus padres, de tu hermano, y de ti. Ya sé que debes saber la verdad sobre el accidente que sufrieron tus padres, en el cual tu también estuviste.
—¿Tu tienes algo que ver también? Pensándolo bien, tú eras el mejor amigo de mi hermano.
—Ese día que ocurrió el accidente, en la mañana había ido a tu casa. ¿Recuerdas cuando le llevé a tu mamá los encargos de la tienda? Esa mañana entré al garaje, donde vi a tu hermano frente al auto. No sabía lo que estaba haciendo, y cuando le pregunté me dijo que el auto estaba dando problemas, pero que ya lo había arreglado. Había visto las herramientas que llevaba consigo, pero ¿En qué cabeza iba a caber que él hubiera hecho tal cosa? En la tarde, cuando me enteré del accidente, fui directamente a tu casa a avisarle a tu hermano, cuando lo escuché hablando por teléfono sobre lo ocurrido y no podía creer que realmente él confesó que lo hizo. Tuvimos una pelea ese día porque lo enfrenté, pero las cosas no terminaron bien para mí. Cuando regresé a mi casa con la intención de confesar todo, mi papá también estaba involucrado en lo sucedido. Decidió por su cuenta llevarme a una academia militar. Era menor de edad, así que no pude evitarlo. Tenía que hacer todo lo que esos cabrones decían. Fueron años duros. No me quedó elección que madurar y vestirme de paciencia. Lo único que me mantenía concentrado, con motivación y fuerza, era este arete. El mismo arete que había conservado desde el día de tu graduación. Lo habías perdido en ese restaurante que visitamos ese día con nuestros padres. Desde ese día lo había guardado con mucho recelo. Nunca me atreví a devolverlo, pues era algo que me hacía sentirte cerca.
—¿Por qué tú padre ayudó a mi hermano? No lo entiendo. Éramos muy unidos. ¿Por qué?
—Tu hermano conoció a su verdadero padre y se estaba viendo con él. Ese tipo fue quien quedó en pagarle una gran suma de dinero a mi padre para que ayudara a tu hermano a deshacerse de ustedes tres. Para su desgracia, tu sobreviviste a ese accidente. Todo esto lo supe cuando regresé luego de graduarme.
—¿Quién te lo dijo?
—Mi papá. A él fue a quien interrogué.
—¿Lo mataste?
—No, de hecho, está en la cárcel. Cumpliendo los 55 años de condena que se le imputaron.
—¿Lo encerraste?
—La justicia siempre llega. A veces tarde, pero lo hace. Se lo debía a tus padres, y te lo debía a ti.
—¿Y el padre de mi hermano?
—Está muerto hace tiempo.
—¿Tu tuviste algo que ver?
—No, de hecho, perdió la vida en un ajuste de cuentas perpetrado por uno de sus allegados. Tu hermano fue quien heredó su fortuna.
—Ya veo. Supongo que ahora mis padres pueden descansar en paz— un nudo se formó en mi garganta, y traté de soportarlo.
—Perdóname, Rui. Perdóname por no haber estado en los momentos que más me necesitaste.
—Ya eso no importa.
—Sé que en alguna parte aún está esa niña dulce y cariñosa que conocí hace tantos años atrás. Has tenido que crear un caparazón muy fuerte para poder mantenerte donde estás, y de cierta forma te admiro, pero no debes olvidar que a pesar de todo, sigues siendo una mujer. Todo lo que quiero es darte la felicidad que no has tenido, y que cruelmente te han arrebatado. Sé que tú corazón está confundido ahora, y no voy a presionarte a que me des una oportunidad. Pero quiero que sepas que aquí estaré para ti siempre que me necesites. Así no quieras tenerme como tu amante, amigo, novio o esposo, al menos te pido que no me vas como un enemigo, porque nunca lo he sido y jamás lo seré.
—Supongo que al principio te juzgué mal, pero veo que te debo más de lo que creí. Gracias, Kenji.
Su mano se entrelazó en mi despeinado y húmedo cabello. Había quedado hechizada con esa mirada que me estaba dedicando. No sabía expresar lo que mi corazón estaba sintiendo en ese momento. Para mi todo se había detenido ahí.
—No me debes nada. Aunque, a decir verdad, con haberte hecho mía anoche y tenerte aquí y ahora, es más que suficiente para mí— me encaró hasta quedar a centímetro de mis labios, pero se detuvo.
Extrañamente mis labios se habían preparado para recibir un supuesto beso de su parte, pero no fue lo que ellos esperaban.
—Ya iba a pecar de nuevo— sonrió, y retrocedió—. Será mejor que te deje para que te puedas vestir. Vas a enfermarte por mi culpa.
—Eres un cobarde— me salió inconscientemente.
—¿Qué?
—Te acercas de esa forma tan repentina, y no terminas lo que empezaste. Ese no es el Kenji que creí conocer.
—Ah, ¿Así que querías que te besara?— arqueó una ceja, y tragué saliva.
—No, solo digo que si no vas a hacer algo, mejor no ilusiones. Iré a vestirme.
Volvió a entrelazar su mano en mi cabello y terminó ese impulso, estampando sus labios con los míos. Fue un beso que debilitó hasta mis piernas. No podía pensar claramente en nada más, que la suavidad de sus labios.