Despertó tosiendo y carraspeando, aún bajo el árbol de hierro. Empezó a incorporarse, pero una voz profunda masculló:
-¡Nada de eso! ¡Siéntate ahí o te abro el cráneo de un hachazo!
Sam miró a su alrededor. Lothar, con las manos atadas a la espalda y una mordaza en la boca, estaba sentado bajo un abeto de mediano tamaño, a unos veinte metros de distancia. El hombre que había hablado era un individuo muy grande de hombros excesivamente anchos, pecho profundo y nudosas manos. Llevaba una faldilla negra y un gorro negro y en la mano un hacha de mediano tamaño. En las fundas del cinturón llevaba un hacha india de acero, un cuchillo de acero y una pistola Mark I.
-¿Eres Sam Clemens? -preguntó.
-Lo soy -dijo Sam, también con voz profunda-. ¿Qué significa esto? ¿Quién eres tú? El hombre grande agitó su enmarañada cabeza señalando hacia Lothar.
-Lo trasladé allí para que no pueda oír lo que tenemos que hablar. Me envió un hombre al que ambos conocemos.
Sam guardó silencio un instante y luego preguntó:
-¿El Misterioso Extraño?
-Sí. -El hombretón soltó un gruñido- Así es como dijo que tú le llamabas. Lo de extraño le cuadra bien. Supongo que estás enterado de todo, así que no vale la pena hablar más de eso. ¿Tú crees que yo haya hablado con él?
-No hay otra posibilidad -dijo Sam-. Es evidente que le has conocido. Eres uno de los doce elegidos por él. Era un hombre, ¿no?
-No pude acercarme a él lo suficiente como para descubrirlo -dijo el otro-. Te puedo asegurar que jamás me he achicado frente a ningún hombre, negro, rojo o blanco. Jamás he conocido a nadie que me asustase. Pero ese Extraño me hizo temblar sólo con mirarle. No es que le tenga miedo, comprende, es que me hace sentirme... raro. Como un pájaro desplumado.
"Pero basta de eso. Mi nombre es Johnston. Mejor será que te cuente mi historia porque así nos ahorraremos tiempo. Johnston. Nací en Nueva Jersey hacia 1827, y fallecí en Los Angeles en el hospital de veteranos en 1900. Entre ambas fechas, fui trampero en las Montañas Rocosas. Hasta que llegué a este Río, maté a cientos de indios, pero jamás había matado a un hombre blanco, ni siquiera a un francés, hasta que llegué aquí. Desde entonces, bueno, reuní un buen surtido de cabelleras blancas.
El hombre se levantó y se alejó bajo la luz de las estrellas. Tenía el pelo oscuro, pero daba la impresión de que con la claridad del mediodía sería de un rojo brillante.
-Hablo mucho más de lo que estoy acostumbrado -dijo-. No puede uno librarse de la gente de este valle. Te contagian malos hábitos.
Se acercaron a Lothar. Mientras lo hacían, Sam preguntó:
-¿Cómo estás aquí y en este momento?
-El Extraño me explicó dónde encontrarte, me habló de ti y de tu gran barco, de la Torre de las Nieblas y de todo lo demás. ¿Para qué voy a repetírtelo? Ya sabes. Acepté buscarte e ir contigo en tu barco. ¿Por qué no? No me gusta estar atascado aquí. No hay espacio suficiente. No puedes girarte sin chocar con alguien. Yo estaba a unos cuarenta mil kilómetros Río arriba cuando me desperté una noche, y allí estaba ese hombre sentado en las sombras. Tuvimos una charla larga, en la que él lo dijo casi todo. Luego, se levantó y se fue. Me enteré de algunas de las cosas que estaban sucediendo aquí. Llegué cuando la lucha aún seguía, y estoy buscándote desde entonces. Les oí hablar a ellos, a los negros. Decían que no habían encontrado tu cuerpo, así que yo seguí buscando. En una ocasión tuve que matar a uno de esos árabes que se tropezó conmigo. Yo estaba hambriento, de todos modos.
Habían llegado junto a Lothar, pero Sam se irguió al oír las últimas palabras.
-¿Hambriento? -exclamó-. ¿Quieres decir que...? El hombre no contestó.
-Digamos, bueno -dijo Sam-... tú, tú no serás aquel Johnston al que llamaban el
"comedor de hígados", ¿verdad? ¿El matador de crows?
-Yo hice la paz con los crows y me convertí en hermano suyo -atronó la voz-. Y dejé de comer hígado humano poco tiempo después. Pero un hombre tiene que comer.
Sam se estremeció. Se agachó, desató a Lothar y le quitó la mordaza. Lothar, aunque furioso, estaba lleno de curiosidad. Y, como Sam, parecía encontrar a Johnston un tanto estremecedor. Aquel hombre transpiraba una extraña fuerza salvaje. Sin siquiera intentarlo, pensó Sam. No me gustaría verle en acción.
Regresaron a la presa. Johnston se mantuvo mucho tiempo sin decir nada. En una ocasión desapareció, dejando a Sam un extraño sentimiento de frialdad. Johnston medía un metro noventa y cinco y parecía pesar unos ciento cuarenta kilos, todo hueso y músculos, pero se movía tan silenciosamente como la sombra de un tigre.
Sam dio un salto. Johnston estaba tras él.
-¿Qué sucedió? -dijo Sam.
-No te preocupes -dijo Johnston-. Dices que no has visto mucho de lo que ha pasado. Yo lo he visto todo. Conozco bien la situación. Muchos de los tuyos huyeron saltando las murallas hacia el norte y hacia el sur. Si hubiesen aguantado podrían haber barrido a los negros. Pero los negros no podrán cantar victoria mucho tiempo. Iyeyasu está preparándose para atacarles. No me sorprendería nada que invadiese esta noche. Estuve explorando su territorio antes de llegar aquí. No va a permitir que los negros se apoderen de todo el hierro y del barco. Se lo quitará en cuanto pueda.
Sam soltó un gruñido. Daba igual que se apoderase del barco Hacking o Iyeyasu, si no iba a ser para él. Pero cuando estaban dentro de la presa, se sintió mejor. Quizá las dos fuerzas se destruyeran entre sí, y los habitantes de Parolando que habían huido regresasen y se hiciesen con el control de la situación. Aún no estaba todo perdido.
Además, la aparición del hercúleo Johnston, el comedor de hígados, le dio nuevos alientos. El Misterioso Extraño no le había abandonado del todo. Aún seguía planeando, y había enviado a un hombre excelente en la lucha y que parecía a la altura de las historias que corrían sobre él. Johnston era el sexto hombre elegido por el Extraño. Los otros seis aparecerían a su tiempo. Pero uno de ellos se había perdido. Ulises había desaparecido, aunque todavía podía aparecer de nuevo. El Río. era un lugar grande para las malas monedas, si podía llamarse eso a los doce. Ellos eran malos para alguien, para la gente del Extraño, para Los Éticos, suponía Sam.
En el embalse, Johnston hubo de ser presentado y hubo que explicar la situación. Joe Miller, envuelto en toallas, se incorporó y estrechó la mano a Johnston. Y Johnston, con el asombro en la voz, dijo:
-He visto muchas cosas extrañas en mi vida. Pero nunca había visto nada como tú. No tenías por qué haberme estrujado la mano, amigo.
-No lo hice a propózito -dijo Joe-. Me parecez muy grande y muy fuerte. Ademáz, eztoy enfermo.
Sobre una media hora antes de la lluvia, salieron. El lugar estaba relativamente tranquilo por aquel entonces. Los alegres vencedores se habían ido a la cama, y todo el mundo se había alejado de las hogueras en vista de que iba a llover. Pero las torres de vigilancia y las fábricas estaban llenas de guardias enemigos que habían dejado ya de beber. Al parecer, Hacking había dado órdenes estrictas. Johnston, como un espectro gigante, se desvió cuando pasaban por un lado de la factoría de ácido sulfúrico. Diez minutos más tarde, apareció de pronto junto a ellos.
-He estado escuchando a esos negros -dijo-. No hay duda de que ese Hacking es un negro listo. Ha acabado con las borracheras y las juergas, porque tiene miedo a los espías de Iyeyasu. Hacking sabe que el japonés atacará esta noche, y quiere dar la sensación de que va a ser una cosa fácil. Pero sus hombres están inquietos. Andan escasos de pólvora.
Sam se quedó sorprendido con las nuevas. Preguntó a Johnston si había oído algo más.
-Sí, oí a un par de ciudadanos que hablaban de por qué Hacking decidió que tenía que atacarnos. Se enteró de que Iyeyasu estaba a punto de hacerlo, así que consideró que tenía que adelantarse. Si no lo hacía, los japoneses conseguirían el control del metal y de los anfibios y de todo y conquistarían Soul City inmediatamente, y entonces lo tendrían ya todo. Decían que el rey Juan estaba de acuerdo con Hacking, y que luego Hacking liquidó al rey Juan en su propia casa porque no confiaba en él. Dijo que Juan era un traidor, y que si no lo era, era un blanco y no se podía confiar en él.
-Pero -dijo Sam-, ¿por qué demonios nos iba a hacer eso Juan? ¿Qué podía ganar con ello?
-Hacking y Juan iban a conquistar toda la tierra a lo largo de ciento sesenta kilómetros de costa y luego la dividirían. Juan gobernaría a los blancos y Hacking a los negros. Mitad y mitad, los dos dividiéndolo todo por igual. Iban a construir dos barcos, dos de cada cosa.
-¿Y Firebrass? ¿Por qué está en la jaula?
-No lo sé, pero alguien le acusó de traidor. Y ese alemán, cómo se llama, Herring...
-Goering.
-Sí, bueno, Hacking no es el responsable de que le hayan torturado. Lo hicieron unos de esos árabes wahhabis, que se han dedicado a perseguir a los de la Segunda Oportunidad. Le cogieron y le torturaron, con ayuda de algunos de esos negros dahomeyanos que solían torturar a una docena de personas todos los días antes del
desayuno. Cuando Hacking se enteró y prohibió que siguiese la tortura, Goering estaba agonizando. Pero habló con Hacking, la llamó su hermano de alma y le dijo que le perdonaba. Dijo que le vería otra vez en la orilla del Río. Hacking quedó muy impresionado, según decían sus hombres.
Sam digirió las nuevas, que le alborotaron aún más el estómago. Se sentía tan alterado que ni siquiera le alegró que el campeón de los traidores, el rey Juan, hubiese sido traicionado por Hacking. Tenía que admirar las dotes de gobernante y la penetración de Hacking. Este había comprendido que sólo había un medio de tratar con Juan, y lo había utilizado. Pero luego Hacking no tuvo la conciencia de Sam Clemens. Las noticias lo cambiaban todo. Al parecer Iyeyasu estaba ahora de camino, lo cual significaba que el plan de Sam de huir durante la lluvia no serviría. Los ciudadanos de Soul City estarían demasiado alerta.
-¿Qué es lo que pasa, Sam? -preguntó Livy. Estaba sentada frente a él y le miraba con tristeza.
-Creo que lo hemos perdido todo.
-Oh, Sam -dijo ella-, ¿dónde está tu hombría? No lo hemos perdido todo. Te deprimes tan fácilmente si las cosas no van como tú deseas. Esta es la mejor oportunidad que podías pedir para conseguir recuperar tu barco. Dejemos que Hacking e Iyeyasu se destruyan entre sí, y luego hagámonos con el control. No tenemos más que sentarnos aquí en las colinas hasta que se hayan herido entre sí de muerte, y entonces saltar sobre ellos cuando lancen su último suspiro.
-¿De qué hablas? -dijo Sam enfurecido-. ¿Saltar sobre ellos con quince hombres y mujeres?
-¡No, no seas tonto! Tenemos por lo menos quinientos prisioneros dentro de aquellas empalizadas, y Dios sabe cuántos más hay en las otras... y tienes miles de hombres que se refugiaron en Cernskujo y en Publiujo.
-¿Y cómo puedo reagruparlos ahora? -dijo Sam-. ¡Es demasiado tarde! ¡Puedes estar segura de que lanzarán el ataque dentro de unas horas! ¡Además, a los refugiados quizá los hayan encerrado también en empalizadas! ¡Por lo que sé, Chernsky y Publius Crasus deben de estar de acuerdo con Hacking!
-Sigues siendo el mismo pesimista que conocí en la Tierra -dijo ella-. Oh, Sam, aún te quiero, en cierto modo, claro, aún te estimo como a un amigo, y...
-¡Amigo! -dijo él en voz tan alta que los otros dieron un respingo. "Morbleuh, exclamó Cyrano, y Johnston gruñó: "¡Cállate! ¿quieres que nos agarren esos negros?"-. Fuimos amantes durante años.
-No siempre, en realidad -dijo ella-. Pero este no es lugar para discutir nuestros fracasos. Y no pretendo de todos modos sacar a colación aquello. Es demasiado tarde. La cuestión es si quieres o no quieres tu barco.
-Por supuesto que lo quiero -dijo él con fiereza-. ¿Qué te crees...?
-¡Entonces mueve el culo de una vez, Sam! -dijo ella.
Viniendo de cualquier otro, el comentario hubiese sido intrascendente, pero viniendo de ella, de su frágil, suave y pulcra Livy, resultaba incomprensible. Pero lo había dicho, y ahora que lo pensaba, hubo veces en la Tierra, que él había eliminado de su memoria, en que...
-¡La dama tiene mucho sentido común! -masculló Johnston.
El tenía cosas mucho más importantes en que pensar. Pero las cosas realmente importantes las reconocía mucho mejor el inconsciente, y de allí debía de haber llegado aquel pensamiento. Por primera vez, comprendía, se daba cuenta real, con todas las células de su cuerpo, de que Livy había cambiado. No era ya su Livy. Quizá hacía mucho tiempo que no lo era, quizá no lo había sido desde algunos años antes de su muerte en la Tierra.
-¿Qué dice usted, señor Clemens? -masculló el montañés.
Sam lanzó un profundo suspiro, como si se quitase de encima los últimos fragmentos de Olivia Langdon Clemens de Bergerac, y dijo:
-Esto es lo que haremos...
Las lluvias comenzaron a caer; relámpagos y truenos cubrieron el cielo y la tierra durante media hora. Johnston surgió de la lluvia con dos bazucas y cuatro cohetes atados a sus anchas espaldas. Luego desapareció otra vez, para regresar media hora más tarde con cuchillos arrojadizos y hachas indias, todos de acero, y una mancha de sangre fresca, no suya, salpicándole brazos y pecho.
Las nubes desaparecieron. La tierra tenía un color luminosamente plateado bajo las majestuosas estrellas, grandes como manzanas, numerosas como cerezas en un árbol maduro, luminosas como joyas bajo luces eléctricas. Luego el tiempo se hizo más frío, y temblaron bajo el árbol de hierro. Una niebla fina se formó sobre el Río; a los quince minutos era tan espesa que no se veían ni las aguas ni las piedras de cilindros ni los altos muros de las orillas. Media hora después atacó Iyeyasu. Los barcos grandes y pequeños, atestados de hombres y armas, venían del otro lado del Río, donde en tiempos gobernaban los saks y los foxes, de la parte norte del territorio que había sido de los ulmaks, de la tierra donde habían vivido en paz hotentotes y bosquimanos. Y el grueso principal partía de la ribera derecha del Río, de las tres naciones de las que ahora Iyeyasu era rey y señor.
Iyeyasu atacó en diez puntos a lo largo de los muros de la orilla. Las minas volaron los muros, y los hombres penetraron a través de las grietas. El número de cohetes disparados en los primeros diez minutos fue aterrador. Iyeyasu debía de haber estado ahorrando durante mucho tiempo. Los tres anfibios de los defensores hicieron su aparición, con sus ametralladoras de vapor lanzando balas de plástico. Hicieron una notable carnicería, pero Iyeyasu tenía una sorpresa reservada. Cohetes con espoletas de madera que contenían gelatina de alcohol (hecha con jabón y alcohol de madera) cayeron sobre los tres vehículos acorazados é hicieron blanco en ellos por lo menos dos veces. Aquella especie de napalm se extendió ávidamente sobre los vehículos, y si la masa ardiente no penetró en los vehículos, hizo arder al menos los pulmones de los hombres que había dentro.
Sam quedó estremecido al ver aquello, pero no tanto que no le dijese a Lothar que se lo recordara cuando terminase todo, si aún seguían vivos.
-Tenemos que hacerlos más herméticos, y habrá que instalar un sistema de aire en circuito cerrado, como dijo Firebrass -observó.
Johnston apareció tan inesperadamente como si abriese una puerta en la noche, y tras él Firebrass. Parecía agotado y como si tuviese dolores, pero aún fue capaz de sonreír a Sam. Sin embargo, temblaba.
-Le dijeron a Hacking que yo estaba traicionándole -explicó Firebrass-. Y él creyó a su informador, que por cierto era nuestro estimado y honorable rey Juan. - Juan le dijo que estaba vendiéndole, que había revelado todos sus secretos para que me permitieran ser jefe de vuestras fuerzas aéreas. Hacking no creería que fuese a unirme a ti sólo porque estuviera de acuerdo contigo. No puedo reprochárselo demasiado. No me sorprendió tampoco que no lograra convencerle de que no estaba traicionándole.
-¿Lo estabas? -dijo Sam.
-No -dijo Firebrass sonriendo-. No lo estaba haciendo, aunque me sentía muy tentado. Pero, ¿por qué habría de traicionarle, habiéndome prometido que sería jefe de sus fuerzas aéreas cuando se apoderase del barco? La verdad es que Hacking estaba ansioso de creer a Juan. Yo no le agradaba porque no correspondo a su idea de lo que debe ser un hermano de alma. Y, según él, llevaba una vida demasiado cómoda. Le fastidiaba que yo nunca hubiese vivido en un ghetto, que hubiese tenido todas las ventajas que él no había tenido.
-El trabajo de ingeniero jefe aún puede ser tuyo -dijo Sam-. Admitiré que es un alivio que no tenga que prometerte el mando de las fuerzas aéreas, pero, de todos modos, podrás volar si lo deseas.
-Es la mejor oferta que me han hecho desde mi muerte -dijo Firebrass-. La aceptaré. Se acercó más a Sam y le susurró al oído:
-De todos modos, tendrías que haberme llevado: ¡soy uno de los doce!