Los sueños rondaban el Mundo del Río.
El sueño, Pandora de la noche, era incluso más generoso que en la Tierra. Allá, había sido esto para ti y eso para tu vecino. Mañana, eso para ti y esto para el de la puerta de al lado.
Aquí en este interminable valle, a lo largo de estas incesantes orillas del Río, volcaba el arca de los tesoros, inundando a todo el mundo con una lluvia de presentes: terror y placer, recuerdos y anticipación, misterio y revelación.
Miles de millones de seres se agitaban, murmuraban, gruñían, gemían, reían, gritaban, se despertaban debatiéndose y volvían a dormirse.
Poderosos motores golpeaban las paredes, y extrañas cosas se retorcían asomándose por los agujeros. A menudo no se retiraban sino que se quedaban; fantasmas negándose a desaparecer al canto del gallo.
Y, por alguna razón, los sueños recurrían con una mayor frecuencia aquí que en el planeta madre. Los actores del nocturno Teatro del Absurdo insistían en prolongar sus contratos, representando cosas que ellos, y no los patronos, ordenaban. Los espectadores no podían ni silbar ni aplaudir, ni tirar huevos ni billetes de banco ni salir, ni charlar con sus vecinos de asiento ni dormitar.
Entre este público cautivo se hallaba Richard Francis Burton.