-La resurrección, como la política, trae extraños compañeros de cama -dijo Sam
Clemens-. No puedo decir que haya sido un sueño reparador.
Con el telescopio bajo el brazo, aspiró el humo de un largo puro verde mientras paseaba por la cubierta de popa del Dreyrugr, el Ensangrentado. Ari Grimolfsson, el timonel, no comprendía el inglés, y lanzó una mirada sombría a Clemens. Clemens tradujo sus palabras a un deficiente noruego antiguo. El timonel no por eso dejó de mirarle sombríamente.
Clemens le maldijo en inglés, llamándole necio bárbaro. Clemens había practicado durante tres años, noche y día, noruego del siglo X. Y sólo podía hacerse entender a medias por la mayoría de los hombres y mujeres del Dreyrugr.
-Soy un Huck Finn de noventa y cinco años, siglo más o menos -dijo Clemens-. Empecé río abajo, en una balsa. Y ahora estoy en este estúpido barco vikingo, río arriba.
¿Qué vendrá después? ¿Cuándo conseguiré realizar mi sueño?
Manteniendo la parte superior de su brazo izquierdo pegada al cuerpo para que no se le cayese el precioso telescopio, golpeó con su puño derecho la palma abierta de la mano izquierda.
-¡Hierro! ¡Necesito hierro! Pero, ¿dónde hay hierro en este planeta tan pobre en metales y tan rico en gente? ¡Tiene que haber hierro! ¿De dónde procede el hacha de Erik, si no? Y ¿cuánto habrá? ¿Suficiente? Puede que no. Posiblemente haya sólo un meteorito muy pequeño. Aunque quizá alcance para lo que yo quiero. Pero, ¿dónde estará, Dios mío? El Río puede tener veinte millones de kilómetros de largo. Y el hierro, si es que lo hay, puede estar al otro extremo.
"¡No, eso no puede ser! Tiene que estar en algún sitio no muy lejos de aquí, en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros. Aunque bien es verdad que podemos estar navegando en dirección contraria. La ignorancia es madre de la histeria. ¿O será al revés?
Enfocó el telescopio hacia la orilla izquierda y maldijo de nuevo. Sus peticiones de aproximar el barco a una distancia de la ribera desde la que pudiesen verse más claramente las caras habían sido rechazadas. Erik Hachasangrienta, rey de la flota noruega, dijo que aquél era territorio hostil. Hasta que la flota saliera de él, navegarían por el centro del Río.
Eran tres navíos iguales, y el Dreyrugr era la nao capitana. Tenía veinticuatro metros de longitud y había sido construida básicamente con bambú. Parecía un "barco dragón" vikingo. Su casco era bajo y alargado, tenía un mascarón de proa de roble tallado en forma de cabeza de dragón, y una popa aguda y curvada. Pero tenía también una cubierta de proa y otra de popa elevadas que se extendían lateralmente en voladizo sobre el agua. Los dos mástiles de bambú tenían aparejos de velas áuricas. Las velas eran membranas finas pero duras y flexibles hechas de tripas de peces "dragones" de los que vivían en las profundidades del Río. Había en la popa un timón controlado mediante una rueda.
Los escudos redondos de cuero y roble de la tripulación colgaban en los laterales; los grandes remos estaban apilados en bastidores. El Dreyrugr navegaba a contraviento, zigzagueando, maniobrando de un modo que los hombres del norte desconocían cuando vivían en la Tierra.
Los hombres y mujeres de la tripulación que no andaban manejando cabos y sogas, estaban sentados en los bancos de los remeros hablando y jugando a los dados y al poker. De bajo la cubierta de popa surgían gritos exaltados, maldiciones y, de vez en cuando, un desmayado clic. Hachasangrienta y su guardaespaldas jugaban al billar. A Clemens le ponía muy nervioso que jugasen al billar en aquellos momentos. Hachasangrienta sabía que unos cinco kilómetros río arriba estaban disponiendo barcos
para interceptarlos, y que tras ellos, en ambas orillas, estaban disponiendo también navíos para salir en su persecución. Y, sin embargo, el rey pretendía estar muy tranquilo. Quizá estuviese de veras tan calmado como lo estaba Drake, supuestamente, antes de la batalla contra la Armada Invencible.
-Pero las condiciones son muy distintas -murmuró Clemens para sí-. En un río de poco más de dos kilómetros de ancho hay poco espacio para maniobrar. Y no va a venir a ayudarnos ninguna tormenta.
Recorrió la ribera con el telescopio, como lo había venido haciendo desde que la flota zarpara, tres años atrás. Era un hombre de estatura media y cabeza grande, lo que hacía que sus hombros, no demasiado anchos, lo pareciesen aún menos. Tenía ojos azules, cejas tupidas y nariz romana, y el pelo largo y de un castaño rojizo. En su rostro faltaba el bigote que tan característico había sido en él durante su vida en la Tierra (los hombres habían sido resucitados sin pelo en la cara). Su pecho era una fronda de rizado vello castaño rojizo que le llegaba hasta el cuello. Vestía sólo una toalla blanca hasta la rodilla fijada a la cintura con un cinturón de cuero, del que pendían sus armas y la funda del telescopio, y las zapatillas también de cuero. Tenía la piel tostada por el sol ecuatorial.
Apartó el telescopio del ojo para mirar a los barcos enemigos que les seguían a kilómetro y medio de distancia. Al hacerlo, vio relampaguear algo en el cielo. Era una mancha blanca como un alfanje, que apareció de pronto como desenvainada del azul. Se hundió hacia abajo y luego desapareció tras los montes.
Sam estaba sorprendido. Había visto algunos pequeños meteoritos en el cielo, de noche, pero nunca uno grande Sin embargo, este gigante que aparecía de día le deslumbró y dejó una imagen flotando ante sus ojos durante un segundo o dos después de desaparecer. La imagen se desvaneció, y Sam se olvidó del meteorito. Escudriñó de nuevo la ribera con su telescopio.
Aquella parte del Río había sido normal. A ambas orillas de la corriente de unos dos kilómetros de ancho se extendían herbosas planicies de anchura similar a la del río. En ellas, a un kilómetro y medio de separación, había grandes estructuras de piedra en forma de hongo, las piedras de cilindros. Había pocos árboles en las llanuras, pero las laderas de los montes estaban cuajadas de pinos, robles, tejos y árboles de hierro. Estos últimos eran árboles de unos trescientos metros de altura, corteza gris, enormes hojas en forma de orejas de elefante, centenares de ramas gruesas y nudosas, raíces tan profundas y madera tan dura que era imposible cortarlos, quemarlos o desarraigarlos. Sobre las ramas crecían enredaderas con grandes flores de brillante colorido.
Había kilómetro y medio o dos kilómetros de laderas, y luego surgían bruscamente montes pelados, que alcanzaban los 6000 y 7000 metros y que eran inaccesibles a partir de los 3000.
La zona por la que navegaban los tres barcos noruegos estaba habitada principalmente por alemanes de principios del siglo xix. Existía el diez por ciento habitual de individuos de otras zonas y lugares de la Tierra. En este caso la formaban persas del siglo I. Y existía también el ubicuo uno por ciento de individuos aparentemente elegidos al azar, de diversas épocas y lugares. El telescopio recorría las cabañas de bambú y las caras de los ribereños. Los hombres vestían sólo toallas. Las mujeres llevaban faldas cortas como toallas y ropas más finas sobre el pecho. Había muchas reunidas en la ribera, al parecer para contemplar la batalla. Llevaban lanzas de punta de pedernal y arcos y flechas, pero no parecían preparadas para la batalla.
De pronto, Clemens soltó un gruñido y fijó el telescopio en la cara de un hombre. A aquella distancia, y dado el reducido alcance del instrumento, no podía ver claramente los rasgos de aquel individuo. Pero percibía algo familiar en aquel rostro moreno. ¿Había visto antes aquella cara? ¿Dónde?
De pronto cayó en la cuenta. Aquel sujeto se parecía mucho al famoso explorador inglés Sir Richard Burton, del que había visto fotografías en la Tierra. Más que nada había
algo en aquel sujeto que le hacía recordarlo. Clemens suspiró y pasó a fijar el telescopio en otras caras cuando el barco le hizo perder en su avance al supuesto Richard Burton. Jamás sabría la auténtica identidad de aquel hombre.
Le hubiese gustado desembarcar y hablar con él, saber realmente si era Burton. En sus veinte años de vida en aquel planeta río, entre los millones de rostros que había visto, Clemens no había encontrado a nadie al que hubiese conocido en la Tierra. A Burton no lo había conocido personalmente, pero estaba seguro de que Burton habría oído hablar de él. Aquel hombre, si es que era Burton, sería un lazo, aunque leve, con la Tierra muerta.
Pero, entonces, apareció en el círculo del telescopio una figura borrosa y lejana. Clemens gritó, sin poder creer lo que veía:
-¡Livy! ¡Oh, Dios mío! ¡Livy!
Era indudable. Aunque no pudiese distinguir claramente sus rasgos, constituían una prueba abrumadora e innegable. La cabeza, el peinado, la figura y aquella forma de caminar inconfundible (tan única como una huella dactilar), le gritaban que allí estaba su mujer de la Tierra.
-¡Livy! -gimió.
El barco escoró para virar por avante y la perdió. Frenético, movió a un lado y a otro el telescopio.
Con los ojos desorbitados, comenzó a patear la cubierta gritando:
-¡Hachasangrienta, Hachasangrienta, ven aquí! ¡Deprisa!
Se lanzó hacia el timonel, gritándole que debía volver atrás y poner proa hacia la orilla. A Grimolfsson le sorprendió de momento la vehemencia de Clemens. Luego achicó los ojos, movió la cabeza y gruñó una negativa.
-¡Te lo ordeno! -gritó Clemens, olvidando que el timonel no entendía el inglés-. ¡Aquella es mi esposa! ¡Livy! ¡Mi hermosa Livy, tal como era a los veinticinco años! ¡Resucitada de entre los muertos!
Oyó un ruido a su espalda, y se volvió para ver una cabeza rubia a la que le faltaba la oreja izquierda surgiendo al nivel del suelo de cubierta. Luego, aparecieron los anchos hombros, el amplio pecho y los inmensos bíceps de Erik Hachasangrienta, a los que siguieron sus muslos como columnas al terminar de subir la escalera.
Vestía una toalla a cuadros verdes y negros, un cinturón ancho en el que llevaba varios cuchillos de calcedonia, y una funda para su hacha. El hacha era de acero, de hoja ancha y mango de roble. Clemens jamás había visto otra semejante en aquel planeta, en el que hacían todas las armas de piedra y madera.
Frunció el entrecejo mirando hacia la ribera. Se volvió a Clemens y le dijo:
-¿Qué es lo que pasa, smaskitligr? Me hiciste perder cuando chillaste como la esposa de Thor en su noche de bodas. Por tu culpa me ganó un puro Toki Njalsson.
Sacó el hacha de la funda y la enarboló. El sol brilló sobre el azul del acero.
-Es mejor que tengas una buena justificación para molestarme. He matado a muchos hombres por bastante menos que esto.
Bajo el bronceado, la cara de Clemens estaba pálida. Pero el motivo de su palidez no era, en esta ocasión, la amenaza de Erik. Miró a éste, el pelo al viento, los ojos firmes y el perfil aguileño como el de un halcón.
-¡Al infierno tú y tu hacha! -gritó-. Acabo de ver a mi esposa, a Livy. ¡Está allí, en la ribera derecha! Quiero... Exijo... ¡que me lleves a tierra para poder estar de nuevo con ella! ¡Oh, Dios mío, después de todos estos años, de tanta búsqueda sin esperanza! ¡Sólo será un minuto! ¡No puedes negarme ésto! ¡No puedes ser tan inhumano como para negármelo!
El hacha silbó y relampagueó. El hombre del norte gruñó:
-¿Todo este escándalo por una mujer? ¿Y qué me dices de ésa? -e indicó con un gesto a una mujercita morena que estaba de pie junto al gran pedestal y el cañón del lanzacohetes.
Clemens palideció aún más.
-Temah es una chica estupenda -dijo-. La quiero mucho. ¡Pero no es Livy!
-Bueno, ya basta -dijo Hachasangrienta-. ¿Es que te crees que estoy tan loco como tú? Si me acerco a la orilla nos cazarán, quedaremos atrapados entre las fuerzas de tierra y las del río. Y nos aplastarán como grano en el molino de Frey. Olvídala.
Clemens chilló como un halcón y se lanzó, braceando, contra el vikingo. Erik golpeó con el hacha plana la cabeza de Clemens, derribándolo sobre cubierta. Clemens permaneció tendido durante varios minutos, con los ojos abiertos fijos en el sol. Manaba sangre de su cuero cabelludo, sobre su rostro. Luego se puso a cuatro patas y empezó a vomitar.
Erik dio una orden con paciencia. Temah, mirando de reojo y con miedo a Erik, descolgó un cubo por la borda y subió agua del río. Echó el agua sobre Clemens, que se incorporó y fue poniéndose en pie, tambaleándose. Temah subió otro cubo y limpió la cubierta.
Clemens comenzó a reñir con Erik. Este dijo entre risas:
-¡Llevas demasiado tiempo hablándome fuerte, cobardica! Ahora ya sabes lo que pasa cuando alguien le habla a Erik Hachasangrienta como si fuese un esclavo. Y piensa que has tenido suerte de que no te matara.
Clemens se apartó de Erik, se acercó tambaleándose a la borda y comenzó a subir por ella.
-¡Livy!
Hachasangrienta corrió hacia él, maldiciendo, lo agarró por la cintura, y lo apartó de la borda. Luego, dio a Clemens un empujón tan violento que éste cayó otra vez sobre cubierta.
-¡No permitiré que me abandones en este momento! -dijo-. ¡Te necesito para que me encuentres esa mina de hierro!
-No hay... -dijo Clemens, pero se interrumpió y cerró firmemente la boca. Si el noruego descubría que no sabía dónde estaba la mina, si es que había mina, le mataría inmediatamente.
-Además -continuó Erik alegremente-, después de que encontremos el hierro, tal vez necesite que nos ayudes a llegar a la Torre Polar, aunque creo que puedo llegar allí sólo con. seguir el río. Pero, de todos modos, sabes muchas cosas que pueden serme útiles. Y además puedo utilizar a ese gigante congelado de Joe Miller.
-¡Joe! -dijo Clemens con voz firme. Intentaba ponerse de nuevo en pie-. ¡Joe Miller!
¿Dónde está Joe? ¡El te matará!
El hacha silbó en el aire sobre la cabeza de Clemens.
-Tú no dirás nada de esto a Joe, ¿me oyes? Si lo haces, te juro por el ojo tuerto de
Odin que te mataré antes de que él pueda ponerme la mano encima. ¿Me oyes?
Clemens se puso en pie y se tambaleó unos instantes. Luego, con voz más fuerte, llamó:
-¡Joe! ¡Joe Miller!