Y con él estaba Hermann Goering.
Tú y yo debemos de tener almas gemelas -dijo Goering-. Parece que hemos sido puestos juntos en una yunta por quien sea responsable de todo esto.
El buey y el asno tiran juntos del arado -dijo Burton, dejando que el alemán decidiese cuál de los dos era. Luego, ambos estuvieron ocupados presentándose, o
tratando de hacerlo, a la gente entre la cual habían llegado. Eran, como luego averiguaron, sumerios del período Antiguo o Clásico; es decir, que habían vivido en
Mesopotamia entre el 2500 y el 2300 a. de C. Los hombres se afeitaban las cabezas
(lo cual no era nada fácil con navajas de sílex), y las mujeres iban desnudas hasta la cintura. Tenían una tendencia hacia los cuerpos bajos y cuadrados, ojos saltones y (para Burton) rostros feos.
Pero si el índice de belleza no era muy alto entre ellos, los habitantes
precolombinos de Samoa que completaban con un 30 por ciento la población eran más que atractivos. Y, naturalmente, había el sempitermo 10 por ciento de gentes de cualquier lugar y tiempo, siendo los más numerosos los del Siglo XX. Esto era comprensible, dado que el número total de éstos constituía un cuarto de toda la humanidad. Naturalmente, Burton no tenía datos estadísticos científicos, pero sus viajes le habían convencido de que los hombres del Siglo XX habían sido desparramados deliberadamente a lo largo del Río en una proporción con respecto a los otros pueblos aún mayor de lo que cabía esperar. Esta era otra faceta de la disposición del Mundo del Rio que no acababa de entender. ¿Qué pensaban ganar los Eticos con aquella diseminación?
Había demasiadas preguntas. Necesitaba tiempo para pensar, y no lo conseguiría si lo gastaba con un viaje tras otro en el Exprés de los Suicidios. Aquella área, a
diferencia de la mayor parte de las otras que visitara, ofrecía alguna paz y
tranquilidad para el análisis. Así que se quedaría allí por algún tiempo.
Y además, estaba Hermann Goering. Burton deseaba contemplar su extraña forma de peregrinaje. Una de las muchas cosas que no había podido preguntarle al Misterioso Extraño (Burton tendía a pensar siempre con mayúsculas) era acerca de la goma de los sueños. ¿Qué lugar ocupaba en el plan general? ¿Era otro engranaje
del Gran Experimento?
Desafortunadamente, Goering no duró mucho.
La primera noche, comenzó a gritar. Salió a la carrera de su cabaña y corrió hacia el Rio, deteniéndose aquí y allá para golpear el aire o enzarzarse con seres invisibles, y para rodar de aquí para allá sobre la hierba. Burton lo siguió hasta el Río: allí, Goering se dispuso a echarse al agua, probablemente para ahogarse. Pero se congeló al instante, comenzó a estremecerse, y luego se desplomó, rígido como una estatua. Sus ojos estaban abiertos, pero no veía nada del exterior. Su visión estaba vuelta hacia su interior. Y no se podía determinar qué horrores estaba contemplando, ya que no le resultaba posible hablar.
Sus labios se estremecían silenciosamente, y no dejaron de hacerlo durante los diez días que vivió. Los esfuerzos de Burton por alimentarlo fueron inútiles. Sus
mandíbulas estaban agarrotadas. Adelgazaba a ojos vista, evaporándosele la carne,
hundiéndosele la piel y marcándosele los huesos del esqueleto. Una mañana entró en convulsiones, luego se sentó y aulló. Un momento más tarde estaba muerto. Curioso, Burton le hizo una autopsia con los cuchillos de sílex y sierras de obsidiana de que disponía. La distendida vejiga de Goering había estallado, derramando orina por todo su cuerpo.
Burton procedió a arrancar los dientes de Goering antes de enterrarlo. Los dientes eran artículos de cambio, dado que podían ser colgados de una tripa de pescado o un tendón para hacer con ellos collares, muy apreciados. También aprovechó el cuero cabelludo de Goering. Los sumerios habían tomado la costumbre de cazar cueros cabelludos de sus enemigos, los indios shawnee del Siglo XVII, que habitaban al otro lado del Río. Habían ideado la civilizadora mejora de coser varios cueros cabelludos para hacer faldas, capas e incluso cortinas. Un cuero cabelludo no valía tanto como los dientes en el cambalache, pero algún valor tenía.
Mientras estaba cavando una tumba junto al gran peñasco al pie de las montañas, Burton tuvo un destello de recuerdo iluminador. Había dejado de trabajar para tomar un sorbo de agua, cuando sucedió que dio una ojeada a Goering. La cabeza totalmente desprovista de cabello, y las facciones pacíficas como si estuviera durmiendo, abrieron una puerta en su mente.
Cuando se había despertado en aquella cámara colosal para hallarse flotando en una hilera de cuerpos, había visto aquel rostro. Pertenecía a un cuerpo de la hilera
contigua a la suya. Goering, como todos los otros durmientes, tenía la cabeza afeitada. Burton sólo se había fijado en él de pasada, durante el corto tiempo antes
de que los Guardianes lo detectaran. Después, tras la resurrección masiva, cuando se había encontrado con Goering, no se había percatado del parecido entre el
durmiente y aquel hombre que tenía una gran mata de cabello rubio. Pero ahora sabía que el alemán había ocupado un lugar cercano al suyo.
¿Era posible que los resurrectores, tan cercanos físicamente el uno al otro,
hubiesen quedado trabados en fase? Si así era, cada vez que su muerte y la de Goering tuvieran lugar en momentos próximos, ambos serían revividos en la misma piedra de cilindros. La broma de Goering acerca de que tenían almas gemelas quizá no fuera tan errada.
Burton volvió a cavar, maldiciendo al mismo tiempo, porque tenía demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Si tenía otra posibilidad de echarle mano a un Etico, le arrancaría las respuestas, sin importar qué métodos tuviera que emplear. Los siguientes tres meses, Burton estuvo atareado ajustándose a la extraña sociedad de aquella zona. Se halló fascinado por el nuevo lenguaje que estaba surgiendo del choque entre el sumerio y el samoano. Dado que los que hablaban el primero eran mucho más numerosos, su lengua dominaba. Pero allí, como en todas partes, el idioma principal obtenía una victoria pírrica. El resultado de la fusión era una mezcolanza, una forma de hablar con una gran reducción de su flexibilidad y una sintaxis simplificada. El género gramatical se iba al garete; las palabras eran sincopadas; los tiempos de los verbos eran recortados a un simple presente, que también era utilizado para el futuro; los adverbios temporales indicaban el pasado; las sutilezas eran reemplazadas por expresiones que tanto los sumerios como los samoanos podían comprender, aunque al principio pareciesen burdas e ingenuas. Y muchas palabras samoanas, con una fonética algo alterada, sustituyeron a palabras sumerias.
Esta aparición de lenguajes bastardos estaba teniendo lugar en todas partes Río arriba y Río abajo. Burton reflexionó que si los Eticos habían pensado grabar todos los idiomas humanos, mejor sería que se apresurasen. Las viejas lenguas estaban muriendo, o mejor dicho transmutándose. Pero probablemente Ellos ya hubieran completado la tarea. Sus grabadores, tan necesarios para llevar a cabo la traslación física, también debían de estar recogiendo todo lo que se hablaba.
Mientras tanto, por las tardes, cuando tenía una oportunidad de estar solo, fumaba los cigarros tan generosamente ofrecidos por los cilindros y trataba de analizar la
situación. ¿A quién podía creer, a los Eticos o al Renegado, el Misterioso Extraño?
¿O estaban mintiendo todos?
¿Para qué necesitaba de él el Misterioso Extraño en su intento de provocar la ruptura de la maquinaria cósmica de Ellos? ¿Qué podía hacer Burton, un simple ser
humano atrapado en aquel valle y tan limitado por su ignorancia, para ayudar a
Judas?
Una cosa era cierta. Si el Extraño no lo necesitase, no se habría molestado en interferir con él. Deseaba llevar a Burton a aquella Torre del Polo Norte.
¿Por qué?
Le llevó a Burton dos semanas el imaginar la única razón que podía existir.
El Extraño había dicho que, al igual que los otros Eticos, no acabaría directamente con una vida humana. Pero no tenían ningún escrúpulo acerca de hacerlo indirectamente, como lo demostraba el haberle entregado el veneno. Por consiguiente, si deseaba tener a Burton en la Torre, era porque debía necesitar a Burton para que matase por él. Dejaría suelto al tigre entre su propia gente, abriría la ventana al asesino a sueldo.
Pero un asesino a sueldo tiene que ser pagado. ¿Qué era lo que ofrecía como paga el Extraño?
Burton llenó sus pulmones con el humo del cigarro, lo exhaló, y luego se tomó un trago de bourbon. Muy bien. El Extraño trataría de utilizarle. Pero que tuviera
cuidado, pues también Burton utilizaría al Extraño.
Al cabo de tres meses, Burton decidió que ya había pensado lo bastante. Era hora de salir de allí.
En aquel momento estaba nadando en el Río y, siguiendo este impulso, fue hacia el
centro. Bajó tanto como pudo antes de que el inevitable deseo de sobrevivir de su cuerpo le obligase a tratar de salir al ansiado aire. No logró llegar a él. Los peces carroñeros se comerían su cadáver, y sus huesos caerían al fango del fondo del Río, que allí tenía una profundidad de trescientos metros. Mejor que mejor. No deseaba que su cadáver cayese en manos de los Eticos. Si lo que el Extraño había dicho era cierto, quizá Ellos tratasen de rebobinar su mente para enterarse de todo lo que había visto y oído, caso de lograr atraparlo antes de que sus células cerebrales estuviesen dañadas. No pensaba en lo que hubiesen logrado. Durante los siete siguientes años, por lo que él sabía, escapó a la detección de los Eticos. Si el Renegado sabía dónde estaba, no se manifestó ante él. Burton dudaba que alguien supiese dónde estaba: ni siquiera él podía estar seguro de en qué lugar del Planeta del Río se hallaba, cuán lejos o cerca de la Torre. Pero marchaba, marchaba, marchaba, siempre estaba en movimiento. Y un día supo que debía de haber batido algún tipo de récord. La muerte se había convertido en una segunda naturaleza
para él.
Si llevaba exactamente la cuenta, había hecho 777 viajes en el Exprés de los
Suicidios.