EL MULO. Después de la caída de la Primera Fundación, los aspectos constructivos del régimen del Mulo tomaron forma. Tras el hundimiento definitivo del Primer Imperio Galáctico, fue él quien introdujo en la historia un volumen de espacio unificado verdaderamente imperial en extensión. El antiguo imperio comercial de la Fundación caída había sido multiforme y débilmente hilvanado, pese al apoyo intangible
de las predicciones de la psicohistoria. No podía compararse a la férreamente controlada Unión de Mundos bajo el mando del Mulo, que comprendía una décima parte del volumen de la Galaxia y la decimoquinta parte de su población. En particular, durante la era de la llamada Búsqueda
Enciclopedia Galáctica[1]
La Enciclopedia tiene mucho más que decir sobre el tema del Mulo y su Imperio, pero casi todo ello es ajeno al propósito de este libro y demasiado árido
para nuestros fines. En particular, el artículo se refiere en este punto a las condiciones económicas que condujeron a la elevación del Primer Ciudadano de la Unión título oficial del Mulo y a las consecuencias derivadas de ello.
Si alguna vez el autor del artículo siente un vago asombro ante la colosal rapidez con que el Mulo se elevó en cinco años desde la nada al logro de un vasto dominio, lo disimula bien. Si queda sorprendido por el cese repentino de la expansión en favor de cinco años de consolidación territorial, oculta el hecho.
Por consiguiente, abandonamos la Enciclopedia y continuamos nuestro propio camino para lograr los fines que
nos hemos propuesto, iniciando la historia del Gran Interregno entre el Primero y el Segundo Imperio Galáctico
, que comienza al final de los cinco años de consolidación.
Políticamente, la Unión de Mundos está tranquila. Económicamente, es próspera. Pocos desearían cambiar la paz del firme gobierno del Mulo por el caos que la había precedido. En los mundos que cinco años antes habían conocido la Fundación podía haber cierta nostalgia, pero nada más. Los dirigentes inútiles de aquella Fundación estaban muertos; los útiles eran los denominados Conversos.
Y entre los Conversos, el más útil era
Han Pritcher, ahora teniente general.
En los días de la Fundación, Han Pritcher era capitán y miembro de la ilegal Oposición Democrática. Cuando la Fundación cayó en poder del Mulo, sin oponer resistencia, Pritcher luchó contra el mutante, hasta que también él pasó a ser un Converso.
La Conversión no era la normal; no era la impuesta por el poder de una razón superior. Y Han Pritcher lo sabía muy bien. Había sido transformado porque el Mulo era un ser que poseía poderes mentales capaces de cambiar a su conveniencia las condiciones de los humanos ordinarios. No obstante, esto le
satisfacía completamente. Era como debía ser. La misma satisfacción de la Conversión era el principal síntoma de ella, pero Han Pritcher ya no sentía ni siquiera curiosidad por la cuestión.
Y ahora que regresaba de su quinta expedición importante al espacio sin límites de la Galaxia, fuera de la Unión, el veterano astronauta y agente de Inteligencia reflexionaba, con franco optimismo, sobre su inminente audiencia con el Primer Ciudadano. Su rostro endurecido, como esculpido en una madera oscura y sin poros, que no parecía capaz de sonreír sin resquebrajarse, no lo demostraba; pero las indicaciones exteriores eran innecesarias. El Mulo
podía ver las emociones internas del mismo modo que un hombre normal veía los movimientos externos de cualquier individuo que tuviese delante.
Pritcher dejó su coche aéreo en los antiguos hangares del virrey y entró en el área del palacio a pie, como estaba ordenado. Caminó un kilómetro y medio por la gran avenida en forma de flecha, vacía y silenciosa. Pritcher sabía que en todos los kilómetros cuadrados del área del palacio no había un solo guarda, un solo soldado, un solo hombre armado.
El Mulo no necesitaba protección.
El Mulo era su propio protector, el mejor y todopoderoso.
Las pisadas de Pritcher resonaban
suavemente en sus oídos mientras se aproximaba al palacio, cuyos muros resplandecientes, hechos de metal increíblemente ligero y fuerte, se elevaban ante él formando las atrevidas y fantásticas arcadas que caracterizaban la arquitectura del Primer Imperio. El palacio se cernía sobre el área vacía desde donde se dominaba la populosa ciudad que cubría el horizonte.
Dentro del palacio había un hombre
un hombre solitario de cuyos sobrehumanos atributos mentales dependía la nueva aristocracia y la entera estructura de la Unión.
La enorme puerta giró sobre su macizo marco cuando el general se
acercó, y Pritcher franqueó el umbral. Se colocó en la ancha rampa móvil que le elevó al nivel superior, y una vez allí entró en el ascensor. Llegado a su punto de destino salió y se encontró ante la pequeña y sencilla puerta del aposento del Mulo, situado en la parte más alta de las torres del palacio.
La puerta se abrió
Bail Channis era joven. Bail Channis no era un Converso. Es decir, en lenguaje más claro, sus emociones no habían sido manipuladas por el Mulo. Estaban exactamente tal como habían sido formadas por la herencia y las subsiguientes modificaciones de su medio ambiente. Y esto le agradaba.
Aún no había cumplido treinta años y gozaba de una excelente reputación en la capital. Era guapo e inteligente, y por ello tenía éxito en sociedad. Poseía una mente rápida y un completo dominio de sí mismo, y por ello tenía también éxito con el Mulo. Ambos triunfos le llenaban de satisfacción.
Y entonces, por primera vez, el Mulo le había llamado para una audiencia personal.
Avanzó por la larga y reluciente avenida que conducía directamente hacia las torres de aluminio que en su día fueran la residencia del virrey de Kalgan, que gobernó bajo el mandato de antiguos emperadores; las que más tarde sirvieran
de mansión a los príncipes independientes de Kalgan, que reinaron en su propio nombre; las que ahora eran el palacio del Primer Ciudadano de la Unión, que dirigía un Imperio propio.
Channis tarareaba suavemente. No dudaba de lo que iba a serle planteado.
¡La Segunda Fundación, naturalmente! Aquella fantasmal organización que llegaba a todas partes y cuya mera consideración había hecho aplazar al Mulo su política de expansión ilimitada para sumirse en una precaución estática. El término oficial era «consolidación».
Ahora corrían rumores, rumores que no se podían detener. El Mulo iba a empezar de nuevo la ofensiva El Mulo
había descubierto el paradero de la Segunda Fundación, y la atacaría El Mulo había llegado a un acuerdo con la Segunda Fundación y dividiría la El Mulo había llegado a la conclusión de que la Segunda Fundación no existía y se apoderaría de toda la Galaxia
Es inútil enumerar todos los comentarios que se oían en las antesalas. No era la primera vez que circulaban tales rumores. Pero ahora parecían tener más consistencia, y todas las almas libres y expansivas que amaban la guerra, las aventuras militares y el caos político, y que languidecían en la estabilidad y la monotonía de la paz, estaban eufóricas.
Bail Channis era uno de éstos. No
temía a la misteriosa Segunda Fundación. Tampoco temía al Mulo, y alardeaba de ello. Tal vez algunos, que censuraban a alguien tan joven y a la vez tan rico, esperaban ansiosamente el fracaso del alegre galanteador que exhibía su ingenio a costa del aspecto físico del Mulo y de su vida enclaustrada. Nadie se atrevía a reírse con él, pero, al ver que nada le ocurría, su reputación crecía proporcional a su buena suerte.
Channis improvisaba el texto de la melodía que tarareaba. Eran palabras frívolas con el estribillo: «La Segunda Fundación amenaza a la nación y a toda la creación».
Ya estaba en el palacio.
La enorme puerta giró suavemente cuando se acercó, y franqueó el umbral. Se colocó en la ancha rampa móvil que le elevó al nivel superior, y una vez allí entró en el ascensor. Se encontró ante la pequeña y sencilla puerta del aposento del Mulo, situado en la parte más alta de las torres del palacio.
La puerta se abrió
El hombre que no tenía otro nombre que el Mulo ni ningún otro título que el de Primer Ciudadano miraba a través de la transparencia unilateral de la pared hacia la débil luz exterior y la grandiosa ciudad que se extendía en el horizonte.
En la penumbra del atardecer iban apareciendo las estrellas, y no había ninguna de las que veía que no estuviese bajo su poder.
Sonrió con pasajera amargura al pensarlo. Debían acatamiento a una persona que muy pocos habían visto.
El Mulo no era un hombre agradable de ver; no se le podía mirar sin escarnio. No más de cincuenta kilos repartidos en un metro y medio de altura. Sus miembros eran palos huesudos y delgados que se disparaban en ángulos faltos de toda gracia. Y su rostro, también delgado, casi desaparecía tras la prominencia de una enorme nariz carnosa que medía siete centímetros.
Solamente sus ojos desentonaban de la farsa general que era el Mulo. Eran suaves una extraña suavidad en el rostro del más grande conquistador de la Galaxia, y la tristeza nunca se extinguía totalmente en ellos.
En la ciudad podía encontrarse toda la animación de una lujosa capital en un mundo de lujo. Podía haber establecido su capital en la Fundación, el más fuerte de sus derrotados enemigos, pero se hallaba muy lejos, en el mismo borde de la Galaxia. Kalgan, situado más en el centro, con una larga tradición como lugar de recreo de la aristocracia, le convenía más, estratégicamente hablando.
Pero en su alegría tradicional, incrementada por una prosperidad sin precedentes, no lograba encontrar la paz.
Le temían y le obedecían, y, tal vez, incluso le respetaban desde una prudente distancia. Pero ¿quién podía mirarle sin desprecio? Sólo aquellos a quienes había convertido. ¿Y qué valor tenía su lealtad artificial? Le faltaba sabor. Podía haber adoptado títulos, exigido un ritual e inventado ceremonias, pero incluso aquello no hubiese cambiado nada. Era mejor o al menos, no era peor ser simplemente el Primer Ciudadano y ocultarse.
Sintió en su interior un repentino impulso de rebelión, fuerte y brutal. No
debían negarle ni una sola porción de la Galaxia. Durante cinco años se había mantenido silencioso y escondido en Kalgan por culpa de la eterna y confusa amenaza de la Segunda Fundación, invisible, inasequible, desconocida. Ahora tenía treinta y dos años. No era viejo, pero se sentía viejo. Su cuerpo, cualesquiera que fuesen sus poderes mentales de mutante, era físicamente débil.
¡Todas las estrellas! Todas las estrellas que podía ver y todas las que se escapaban a su vista. ¡Todas tenían que ser suyas!
Se vengaría de todos. De una humanidad a la que no pertenecía. De una
Galaxia en la que no encajaba.
La luz de aviso parpadeó sobre su cabeza. Podía seguir el avance del hombre que había entrado en el palacio, y, simultáneamente, como si su sentido de mutante se hubiese incrementado y sensibilizado en el solitario crepúsculo, sintió la oleada de contenido emocional tocando las fibras de su cerebro.
Conoció la identidad del recién llegado sin ningún esfuerzo. Era Pritcher. El capitán Pritcher, de la antigua Primera Fundación. El capitán Pritcher, que había sido ignorado y despreciado por los burócratas del derrotado Gobierno. El capitán Pritcher, al que había liberado de su trabajo de espía y elevado de la
mediocridad. El capitán Pritcher, al que primero hizo coronel y después general, y al que asignara toda la Galaxia como campo de acción. El ahora general Pritcher, que había pasado de una rebeldía férrea a una completa lealtad. Y, sin embargo, no era leal por los beneficios cosechados, no era leal por gratitud, no era leal para corresponder a su confianza, sino que lo era a través del artificio de la Conversión.
El Mulo era consciente de aquella fuerte e inalterable superficie de lealtad y amor que presidía todos los altibajos de las emociones de Han Pritcher, la superficie que él mismo implantara cinco años atrás. Muy por debajo subsistían los
rasgos originales de obstinado individualismo, impaciencia de mando, idealismo, pero ni siquiera él podía ya detectarlos.
La puerta que había a sus espaldas se abrió, y se volvió para ver al que entraba. La transparencia de la pared se hizo opaca, y la luz crepuscular exterior de color purpúreo dejó paso al ardiente resplandor blanco de la energía atómica.
Han Pritcher ocupó el asiento indicado. No había reverencias, ni genuflexiones, ni el uso de títulos honoríficos en las audiencias privadas con el Mulo. El Mulo era simplemente el Primer Ciudadano. Se le llamaba
«señor». La gente podía sentarse en su
presencia, e incluso darle la espalda.
Para Han Pritcher todo aquello no era sino prueba del poder seguro y efectivo de aquel hombre, y ello le satisfacía. El Mulo habló:
Su informe final llegó ayer. No puedo negar que lo encuentro un poco deprimente, Pritcher.
Las cejas del general se fruncieron.
Ya, me lo imagino, pero no veo a qué otras conclusiones podría haber llegado. Lo cierto es que no existe una Segunda Fundación, señor.
El Mulo reflexionó y luego meneó lentamente la cabeza, como había hecho en muchas ocasiones anteriores:
Está la evidencia de Ebling Mis.
Siempre contamos con la evidencia de
Ebling Mis.
No era ninguna novedad. Pritcher respondió:
Mis podía ser el más grande psicólogo de la Fundación, pero era un niño de pecho comparado con Hari Seldon. Cuando investigaba los trabajos de Seldon se hallaba bajo el estímulo artificial del control cerebral de usted. Tal vez le obligó a ir demasiado lejos. Podría haberse equivocado, señor. Seguramente se equivocó.
El Mulo suspiró y su lúgubre rostro se adelantó, torciendo su delgado cuello.
Ojalá hubiera vivido un minuto más. Estaba a punto de decirme dónde
estaba la Segunda Fundación. Lo sabía, se lo aseguro. Yo no hubiera tenido que retirarme. Me hubiese ahorrado toda esta espera. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cinco años para nada!
Pritcher no podía censurar la débil nostalgia de su jefe; su controlado estado mental se lo impedía. No obstante, se sintió vagamente confuso y molesto.
Pero ¿qué otra explicación puede haber, señor? He salido cinco veces. Usted mismo ha fijado las rutas, y no he dejado ni un solo asteroide sin registrar. Fue hace trescientos años cuando Hari Seldon, del Primer Imperio, estableció supuestamente dos Fundaciones para que fueran el núcleo de un nuevo Imperio que
reemplazase al primero, antiguo y decadente. Cien años después de Seldon, la Primera Fundación, de la que tanto sabemos, era conocida en toda la periferia. Ciento cincuenta años después de Seldon, en la época de la última batalla contra el primer Imperio, era conocida en toda la Galaxia. Ahora han pasado trescientos años ¿y dónde puede estar esa misteriosa Segunda Fundación? No se ha oído hablar de ella en ningún rincón de la corriente galáctica.
Ebling Mis dijo que se mantenía en secreto. Sólo el secreto puede transformar su debilidad en fuerza.
Un secreto tan profundo equivale a la inexistencia.
El Mulo levantó la vista; sus ojos eran agudos y astutos.
No. Sé que existe. Señaló con un dedo huesudo. Va a haber un ligero cambio de táctica.
Pritcher frunció el ceño.
¿Se propone salir usted mismo? Yo no se lo aconsejaría.
No, claro que no. Tendrá usted que salir una vez más, una última vez. Pero con un adjunto en el mando.
Hubo un silencio. A continuación, la voz de Pritcher sonó con dureza:
¿Quién, señor?
Hay un joven aquí, en Kalgan. Bail
Channis.
Nunca he oído hablar de él, señor.
No, ya lo supongo. Pero tiene una mente ágil, es ambicioso y no está convertido.
La larga mandíbula de Pritcher tembló por un instante.
No puedo comprender la ventaja de este hecho.
Existe una, Pritcher. Usted es un hombre de recursos y experiencia. Me ha prestado buenos servicios. Pero está convertido. Su motivación es simplemente una lealtad forzada e impotente hacia mí. Cuando perdió sus motivaciones originales perdió algo: un ímpetu sutil que ya no puedo reemplazar.
Yo no lo creo, señor dijo severamente Pritcher. Recuerdo muy
bien cómo era yo cuando me sentía enemigo suyo. Considero que ahora no soy inferior.
Claro que no y la boca del Mulo se torció en una sonrisa. Su juicio en esta materia no es del todo objetivo. Volviendo a Channis, es ambicioso para sí mismo. Es totalmente digno de confianza, porque sólo es leal a sí mismo. Sabe que su vida depende de mí y haría cualquier cosa para incrementar mi poder a fin de que su existencia sea larga, próspera y gloriosa. Si va con usted, lo hará con este impulso adicional, con esta ambición egoísta.
Entonces dijo Pritcher, insistiendo. ¿Por qué no anula mi
Conversión, si cree que ello puede mejorarme? Ahora ya podría fiarse de mí.
Eso nunca, Pritcher. Mientras le tenga a usted cerca, permanecerá bajo el firme control de la Conversión. Si le liberara en este momento, yo estaría muerto al siguiente instante.
El general se mostró ofendido.
Me duele que piense usted así.
No deseo ofenderle, pero es imposible que usted se imagine cuáles serían sus sentimientos si pudieran formarse según el criterio de su motivación natural. La mente humana odia el control. El hipnotizador humano corriente no puede hipnotizar a una persona contra su voluntad por esa misma
razón. Yo puedo hacerlo, porque no soy un hipnotizador, y, créame, Pritcher, el resentimiento que ahora no puede mostrar y que incluso ignora que alberga, es algo a lo que no querría enfrentarme.
Pritcher bajó la cabeza. La futilidad le doblegó, dejándole una sensación gris y hosca en su interior. Dijo con un esfuerzo:
Pero ¿cómo puede usted confiar en ese hombre? Me refiero a confiar en él completamente, como puede confiar en mí gracias a la Conversión.
Bueno, supongo que no puedo confiar completamente, y ésa es la razón por la que usted debe acompañarle. Verá, Pritcher y el Mulo se arrellanó en el
enorme sillón, contra cuyo respaldo parecía un palillo viviente, si él encontrase por casualidad la Segunda Fundación y se le ocurriera que un acuerdo con ellos sería ser más provechoso que conmigo ¿me comprende?
Una luz de profunda satisfacción brilló en los ojos de Pritcher.
Es mucho mejor así, señor.
Exacto. Pero, recuerde, ha de darle rienda suelta hasta el límite de lo posible.
Comprendido.
Y bien, Pritcher. Ese joven es apuesto, agradable y en extremo simpático. No se deje cautivar por él. Es una persona peligrosa y sin escrúpulos.
No se enfrente a él a menos que esté preparado para hacerlo adecuadamente. Eso es todo.
El Mulo estaba solo de nuevo. Dejó que las luces se extinguieran y la pared que había frente a él volvió a transparentarse. El cielo era purpúreo, y la ciudad, una mancha de luz en el horizonte.
¿Para qué todo aquello? Si al final
llegara a ser dueño de todo lo existente,
¿qué ocurriría? ¿Dejarían realmente los hombres como Pritcher de ser altos y erguidos, fuertes y seguros? ¿Perdería Bail Channis sus correctas facciones?
¿Sería él mismo diferente de como era?
Maldijo sus dudas. ¿Qué perseguía realmente?
La fría luz de aviso que había sobre su cabeza parpadeó. Podía seguir el avance del hombre que había entrado en el palacio y, casi contra su voluntad, sintió nuevamente la suave oleada de contenido emocional invadiendo su cerebro.
Reconoció la identidad de quien llegaba sin ningún esfuerzo. Era Channis. Aquí el Mulo no vio uniformidad, sino la primitiva diversidad de una mente fuerte, intacta y sin moldear, si se exceptuaban las numerosas influencias del universo. Se retorcía en flujos y olas. Había cautela en la superficie, un efecto sutil y
suavizante, pero con toques de cinismo en los remolinos ocultos. Y por debajo barruntaba la suerte, marca del egoísmo y el amor propio, salpicada de algunas gotas de humor cruel aquí y allí, y un profundo y tranquilo estanque de ambición como fondo de todo ello.
El Mulo sintió que podía llegar hasta allí y calmar la corriente, sacar el estanque de su lecho y trasladarlo a uno nuevo, detener aquella marea y reemplazarla por otra. Pero ¿para qué? Si hacía que la cabeza de Channis se inclinara por la más profunda adoración,
¿cambiaría aquello su propio aspecto grotesco, que le obligaba a rehuir el día y ampararse en la noche, que le convertía
en recluso en un imperio que era incondicionalmente suyo?
La puerta que había a sus espaldas se abrió, y el Mulo dio media vuelta. La transparencia de la pared se hizo opaca, y la oscuridad dio paso a la brillante luz blanca de la energía atómica.
Bail Channis se sentó con naturalidad y dijo:
Éste es un honor no del todo inesperado, señor.
El Mulo frotó su nariz con cuatro dedos a la vez y se mostró algo irritado en su respuesta:
¿Cómo es eso, joven?
Una corazonada, supongo. A menos que quiera admitir que he escuchado los rumores.
¿Rumores? ¿A cuál de las varias docenas que circulan se está refiriendo?
A los que dicen que se prepara una nueva ofensiva galáctica. Abrigo la esperanza de que así sea y de que yo pueda participar de modo activo.
Entonces, ¿usted cree que existe
una Segunda Fundación?
¿Por qué no? Lo haría todo mucho más interesante.
¿Y a usted le interesa la cuestión?
Desde luego. ¡Su mismo misterio es un aliciente! ¿Qué mejor tema se podría encontrar para hacer conjeturas?
Últimamente los suplementos de la prensa no hablan de otra cosa lo cual es, a buen seguro, muy significativo. El Cosmos hizo escribir a uno de sus corresponsales una fantástica crónica acerca de un mundo compuesto por seres de mente pura la Segunda Fundación, claro, que han transformado la fuerza mental en energía lo bastante potente como para competir con cualquier ciencia física conocida. Las cosmonaves podrían ser destruidas desde años-luz de distancia; los planetas podrían ser desviados de sus órbitas
Es interesante, sí. Pero ¿qué opina usted al respecto? ¿Se adhiere a la idea de esa energía mental?
¡Por la Galaxia, no! ¿Cree que seres como ésos se quedarían en su propio planeta? No, señor. Pienso que la Segunda Fundación permanece oculta porque es más débil de lo que suponemos.
En ese caso, puedo explicarme con mayor facilidad. ¿Le gustaría mandar una expedición en busca de la Segunda Fundación?
Por un momento Channis pareció abrumado bajo la repentina sucesión de acontecimientos a una rapidez mayor de la que estaba acostumbrado. Su lengua parecía incapaz de romper el silencio que siguió.
El Mulo preguntó secamente:
¿Y bien?
Channis arrugó la frente.
Naturalmente. Pero ¿adónde voy a ir? ¿Tiene usted alguna información que nos oriente?
El general Pritcher le acompañará
Entonces, ¿yo no estaré al mando?
Juzgue usted mismo cuando yo termine de hablar. Escuche, usted no es de la Fundación. Es nativo de Kalgan,
¿verdad? Sí. Bien, en tal caso, su conocimiento del Plan Seldon puede ser vago. Cuando el Primer Imperio Galáctico se estaba desintegrando, Hari Seldon y un grupo de psicohistoriadores, al analizar el curso futuro de la historia
con instrumentos matemáticos de los que ya no disponemos en estos degenerados tiempos, establecieron dos Fundaciones, cada una de ellas en un extremo de la Galaxia, de manera que las fuerzas económicas y sociológicas que se desarrollaban lentamente las convirtieran en focos del Segundo Imperio. Hari Seldon planeó su realización en un milenio ¡cuando hubieran sido precisos treinta mil años sin las Fundaciones! Pero no podía contar conmigo. Soy un mutante, e imprevisible por la psicohistoria, que sólo puede tratar con las reacciones medias de muchedumbres.
¿Lo comprende usted?
Perfectamente, señor. Pero ¿qué
tiene que ver todo eso conmigo?
Lo comprenderá enseguida. Ahora me propongo unir a toda la Galaxia y alcanzar el objetivo de Seldon, no en mil años, sino en trescientos. Una Fundación
el mundo de científicos físicos es todavía floreciente bajo mi mando. En la prosperidad y el orden de la Unión, las armas atómicas que han producido son capaces de vencer a todo lo existente en la Galaxia, excepto, tal vez, a la Segunda Fundación. Por eso tengo que saber más acerca de ella. El general Pritcher mantiene la opinión decidida de que no existe. Yo sé algo más.
Channis preguntó con delicadeza:
¿Cómo lo sabe, señor?
Las palabras del Mulo fueron de pronto pura indignación:
¡Porque mentes que están bajo mi control han sido manipuladas! ¡Delicada y sutilmente! Pero no con la sutileza suficiente como para que yo no lo advirtiera. Estas interferencias están afectando a hombres valiosos en momentos importantes. ¿Le extraña ahora que cierta discreción me haya mantenido inactivo todos estos años? De ahí la importancia de usted. El general Pritcher es el mejor hombre que me queda, y por ello ya no está seguro. Como es natural, él lo ignora. Se da la circunstancia de que usted no está convertido, y por lo tanto no es instantáneamente detectable como
hombre del Mulo. Usted puede engañar a la Segunda Fundación durante más tiempo que cualquiera de mis propios hombres, tal vez durante el tiempo suficiente. ¿Lo ha comprendido?
Humm. Sí. Pero, perdóneme, señor, si le interrogo. ¿Cómo interfieren en esos hombres de usted? Sabiéndolo, yo podría detectar el cambio en el general Pritcher, en caso de que ello ocurriera. ¿Queda anulada su Conversión? ¿Se convierten en desleales?
No. Ya le he dicho que era algo sutil. Es más peligroso que todo eso, porque es más difícil de detectar, y a veces he de esperar antes de actuar, ya que ignoro si un hombre clave está
sencillamente desorientado o ha sido manipulado. Su lealtad permanece intacta, pero se les borra el ingenio y la iniciativa. En apariencia trato con una persona perfectamente normal, pero que es totalmente inútil. En el último año han sido tratados así seis de mis mejores hombres. Torció los labios. Ahora tienen a su cargo las bases de entrenamiento y deseo con todas mis fuerzas que no se presenten emergencias que les obliguen a tomar decisiones.
Supongamos, señor, supongamos que no fuera la Segunda Fundación. ¿Y si se tratara de otro mutante como usted mismo?
La planificación es demasiado
cuidadosa, demasiado a largo plazo. Un hombre solo tendría más prisa. No, se trata de un mundo, y usted será mi arma contra él.
Los ojos de Channis brillaron mientras decía:
Estoy encantado con la oportunidad.
Pero el Mulo captó la repentina oleada emocional, y advirtió:
Sí, al parecer piensa que prestará un servicio único, digno de una recompensa única, tal vez incluso la de ser mi sucesor. Está bien. Pero hay asimismo castigos únicos, no lo olvide. Mi gimnasia emocional no se limita a la creación de la lealtad.
La pequeña sonrisa de sus labios era sombría. Channis salto de su asiento, sobrecogido por el horror.
Durante un instante, un solo instante pasajero, Channis se había sentido invadido por la angustia de una profunda pena. Le había penetrado con un dolor físico que oscureció insoportablemente su mente, y enseguida se desvaneció. No quedaba nada más que una violenta ira.
La ira no le servirá de nada dijo el Mulo. Sí, ahora ya se ha repuesto, ¿verdad? Puedo verlo. Pero, recuerde, esa sensación puede intensificarse y llegar a ser permanente. He matado a hombres con el control emocional, y no existe una muerte más
cruel.
Hizo una pausa y después dijo:
¡Esto es todo!
El Mulo volvía a estar solo. Hizo que las luces se apagasen y la pared que tenía enfrente recobró su transparencia. El cielo estaba negro, y el núcleo ascendente de la lente galáctica se extendía por las profundidades aterciopeladas del espacio.
Todo aquel esplendor de nebulosas era una masa de estrellas en número tan exorbitante que se confundían unas con otras y sólo se veía una nube de luz.
Y todas serían suyas
Ahora sólo le quedaba atender otro
asunto y podría dormir.
Primer interludio
El Consejo Ejecutivo de la Segunda Fundación estaba reunido en asamblea. Para nosotros son simplemente voces. Ni el escenario exacto de la reunión, ni la identidad de los presentes son esenciales para el caso.
Tampoco, estrictamente hablando, podemos considerar siquiera una reproducción exacta de una parte cualquiera de la sesión, a menos que deseemos sacrificar completamente el mínimo de comprensión que tenemos derecho a esperar.
Aquí tratamos con psicólogos, aunque no con simples psicólogos. Digamos que son científicos con una orientación psicológica. Es decir, hombres cuyo concepto fundamental de la filosofía científica apunta hacia una dirección totalmente distinta de todas las orientaciones que conocemos. La psicología de los científicos educados entre los axiomas deducidos de los hábitos de observación de la ciencia física tiene sólo una muy vaga relación con la verdadera PSICOLOGÍA.
Algo así, con un fondo similar, sería lo máximo que podría decir a un hombre ciego de nacimiento al tratar de explicarle lo que es el color siendo yo tan ciego
como él.
Lo esencial es saber que las mentes allí reunidas comprendían perfectamente el trabajo de las demás, no sólo por teoría general, sino también por la aplicación específica de esas teorías durante un largo período a individuos particulares. El lenguaje, tal como nosotros lo conocemos, era innecesario. Un fragmento de una frase equivalía casi a una larga explicación. Un gesto, un gruñido, la curva de una línea facial, incluso una pausa oportuna, comunicaba la información requerida.
Por lo tanto, nos tomaremos la libertad de traducir libremente una pequeña porción de la conferencia a las
combinaciones de palabras extremadamente específicas que son necesarias para las mentes orientadas desde la infancia hacia una filosofía de las ciencias físicas, incluso aunque corramos el peligro de perder los matices más delicados.
Predominaba una «voz», que pertenecía al individuo conocido simplemente como el Primer Orador.
Éste dijo:
Al parecer ya está determinado lo que detuvo al Mulo en su primer impulso demente. No puedo decir que la cuestión diga mucho en favor de bueno, de nuestro cálculo de la situación. Parece ser que estuvo a punto de localizarnos por
medio de la energía cerebral artificialmente activada de lo que llaman un «psicólogo» en la Primera Fundación. Este psicólogo fue muerto justo antes de que pudiera comunicar su información al Mulo. Los sucesos que condujeron a aquel asesinato fueron completamente fortuitos, según todos los cálculos de la Fase Tres. Ocúpese usted del asunto indicó al Quinto Orador, con una inflexión de la voz.
Entonces continuó:
Es seguro que la situación fue mal calculada. Por supuesto, somos altamente vulnerables al ataque masivo, y en particular a un ataque dirigido por un fenómeno mental como el Mulo. Al poco
tiempo de alcanzar celebridad galáctica con la conquista de la Primera Fundación, medio año después, para ser exactos, estuvo en Trántor. Al cabo de otro medio año hubiese llegado hasta aquí, y las probabilidades hubieran estado abrumadoramente en contra de nosotros, más o menos en un 96,3 por 100. Hemos pasado un tiempo considerable analizando las fuerzas que le detuvieron. Conocemos, naturalmente, sus impulsos originales. Las ramificaciones internas de su deformidad física y la calidad única de su mentalidad son evidentes para todos nosotros. Sin embargo, fue sólo penetrando en la Fase Tres que pudimos determinar, después del hecho, la
posibilidad de que su anómala acción fuese debida a la presencia de un ser humano que le profesara un afecto sincero.
»Y puesto que tan extraño comportamiento dependería de la presencia de un ser humano en el momento apropiado, hasta ese punto todo el asunto fue fortuito. Nuestros agentes están seguros de que fue una joven quien mató al psicólogo; una joven en quien el Mulo confiaba por sentimentalismo y a quien, por consiguiente, no controlaba mentalmente, sólo porque ella le demostraba simpatía.
»Desde aquel suceso (de cuyos detalles se ha elaborado un estudio
matemático que se halla en la Biblioteca Central a disposición de los interesados en el tema) que nos sirvió de advertencia, hemos mantenido a raya al Mulo con métodos nada ortodoxos, con los que ponemos diariamente en peligro todo el esquema histórico de Seldon. Eso es todo.»
El Primer Orador hizo una pausa para que los reunidos pudieran asimilar todas las implicaciones. Después, añadió:
La situación, pues, es altamente inestable. Con el esquema original de Seldon tensado hasta el punto de fractura, y debo poner de relieve que hemos cometido graves errores en todo el asunto con nuestra horrible falta de previsión, y
nos enfrentamos a la posibilidad de un fracaso irreversible del Plan. El tiempo se nos escapa. Creo que sólo nos queda una solución, pero es peligrosa: hemos de dejar que el Mulo nos encuentre, en cierto sentido.
Hizo otra pausa, durante la cual captó las reacciones de los presentes, y al final de ella añadió:
Repito: ¡en cierto sentido!