Despierto de nuevo en esta asfixiante habitación acolchada, donde he perdido por completo la noción de tiempo. Cada despertar es una agonía, no recuerdo cuándo fue la última vez que pude ver la luz del sol, tomar aire fresco, o caminar sin este chaleco tan ajustado e incómodo. La luz de la habitación es tan potente y deslumbrante, que muchas veces no puedo conciliar el sueño. Mi garganta arde por el tiempo que lleva sin líquido, las tripas suenan y se retuercen por la falta de alimento y por esos medicamentos que diariamente inyectan en mi cuerpo. La comida desaborida, descolorida y repugnante de este lugar no puede saciar mi hambre o quitarme estos recurrentes malestares. He bajado de peso, no es difícil notarlo. Todo se ha vuelto una monotonía, desde la visita de esos doctores indeseables, hasta las sesiones de terapia y electricidad a las que día tras día soy sometido. Desde niño el encierro se volvió parte de mi vida. No importa cuánto trate de huir de este miserable destino, siempre termino en lo mismo.
Entre dos enfermeros me llevan a la fuerza en un sillón de ruedas a la misma habitación llena de equipos donde he pasado los peores tormentos desde que me trajeron aquí, donde mis suplicas, lágrimas o dolor no son considerados. Me he convertido en un ratón de laboratorio para ellos, no merezco lastima o piedad, son una de las tantas cosas que me dicen y, que mi existencia en este mundo es intrascendente, tal vez en eso no se equivocan. El frío de la camilla se puede percibir a través del chaleco, sin importar que de por si no puedo moverme y estoy prácticamente inmóvil, cruzan tres correas por distintas partes de mi cuerpo para mantenerme acostado. Esos enfermeros se encargan de colocar los electrodos a ambos lados de mi sien y, a pesar de mis intentos, nunca puedo evitarlo. El sabor amargo, rancio y acibarado de la correa en cuero que colocaron en mi boca, me produce repulsión, no es distinto a lo que experimento cada vez que lo hacen. Solo puedo oír el sonido de esa m��quina, cuando los espasmos en mi cuerpo no puedo controlarlos o tolerarlos, siento mi cerebro contraerse y palpitar, un sonido aturdidor suele hacerse presente en mis oídos, evitando que pueda escuchar nada a mi alrededor, mis energías han sido drenadas de nuevo, no sé lo que ocurre después, la debilidad, el calambre, la visión borrosa y el dolor en todos mis músculos es lo único que me arropa. ¿Cuánto tiempo más debo soportar esto? Rendirme no es considerado una opción, ya que mi hija, donde quiera que este, se encuentra sola y me necesita. Es mi princesa la que me da la fuerza para soportarlo todo y de guardar, así sea una pequeña esperanza de salir de aquí.
No sé con exactitud cuánto tiempo o días transcurrieron, despierto por esa sensación de asfixia y por la fuerte presión que percibo en mi cuello. Veo al mismo enfermero que en otras ocasiones viene a traerme la comida y a maltratarme, apretando mi cuello como si quisiera quebrarlo. Sin posibilidades de mover mi cuerpo o soltarme, agito la cabeza rápidamente buscando soltarme de su fuerte agarre. En el instante que me suelta, veo su mano tan cerca a mi boca que, sin pensarlo dos veces, lo muerdo, aunque logra soltarse de inmediato y golpea mi rostro con tanta rabia que termino retorciéndome en la cama.
—¡Maldito desquiciado! — agarra el chaleco por el área del cuello acercándome a él —. Disfruta de tus últimos semanas, porque cuando te realicen la lobotomía, solo serás un saco de huesos, vacío y sin juicio— me deja caer sobre la cama y sale como un demonio furioso de la habitación.
Haber escuchado lo que dijo produjo un ligero escalofrío en todo mi cuerpo, un miedo incontrolable que me causa temblores. No puedo permitir que eso suceda, debo hacer algo.
El tiempo parece eterno dentro de estas cuatro paredes, no tengo fuerzas para levantarme y caminar por la habitación. Una mujer muy bonita entra acompañada de dos enfermeros, quienes traen consigo una mesa y dos sillas. Nunca la había visto antes, pero su belleza es capaz de deslumbrar a cualquiera.
—Buenas tardes, Caden. Mi nombre es Liam Kinner, mas que una doctora, quiero ser tu amiga. ¿Podemos sentarnos a dialogar un poco? — pregunta sentándose en la silla, mientras que los dos enfermeros tratan de levantarme a la fuerza—. No, permitan que sea él quien lo haga— ellos me sueltan, y ella sonríe colocando sus dos manos sobre la mesa.
Las palabras de aquel desgraciado enfermero se cruzan por mi mente, haciéndome reaccionar de inmediato y seguir las instrucciones de la doctora.
—¿Cómo te sientes, Caden?
—Cansado— respondo en un tono sosegado.
—¿No has dormido? — es una pregunta estúpida, como todas las que esos malditos hacen.
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste?
—No lo recuerdo y no tengo forma de saberlo, ¿No lo cree?
—Lo siento— abre la carpeta y busca el bolígrafo en el bolsillo de su bata—. ¿Recuerdas el por qué estás aquí? — sonrío ante su ridícula pregunta.
—No lo sé, ¿Usted lo sabe?
—Cuéntame sobre ti, me gustaría conocerte mejor.
—No hay mucho para decir, que usted no tenga escrito en esa carpeta.
—¿No has comido? — evade mi pregunta mientras mira en dirección a la bandeja de plástico que dejó el otro enfermero.
—¿Y se puede comer sin manos, doctora?
—Ayúdenlo a comer, él necesita alimentarse— le pide a uno de los enfermeros, quien busca la bandeja y trata de alimentarme.
—No quiero comer.
—¿Por qué? ¿No te gusta?
—No, esa carne sabe mal.
—¿Y qué carne te gusta, Caden? — la curiosidad se nota a leguas.
—Creí que lo sabría, doctora— me inclino sobre la mesa y ella me sigue con la mirada.
—¿Tienes hambre en este momento?
—¿Quién no podría sentir hambre, teniendo comida justo al frente? — traga saliva y no desvío la mirada de ella.