Alice
Cuando me di cuenta de lo que había hecho ya era demasiado tarde. Mi cuerpo había resultado ser tan frágil como Skay me había dicho. ¿A quién quería engañar? Nunca podría ser una reina digna y tardaría mucho tiempo en poder asimilar el peso que caía sobre mis hombros.
Había arruinado la vida de la mujer que me había criado como su propia hija y la culpa la arrastraría conmigo hasta el día en que muriera. Y por si eso fuera poco, mi madre biológica me había repudiado con miedo a que yo resultara ser peligrosa. En realidad, puede que incluso Opal hubiera tenido parte de razón en ello... acababa de destruir un pasillo entero y dos personas se encontraban ahora inconscientes por mi culpa. Era un monstruo y me negaba a creer que pudiera ser otra cosa. ¿Una reina? Jamás lograría reinar dignamente en un mundo que me era hostil.
Quise llorar de nuevo, pero tuve que tragarme las lágrimas porque en un instante todo el recinto se llenó de soldados armados. Cada uno de ellos llevaba una armadura para protegerse todo el cuerpo y lanzas con puntas afiladas y ardientes.
Dos soldados cogieron a Skay y después a mi supuesta madre y llamaron a un médico. A continuación, los cargaron a los dos en unas camillas y se los llevaron fuera de mi punto de visión.
Observé mi alrededor con detenimiento, todavía incapaz de creer que yo había sido capaz de hacer semejante atrocidad. ¿Y si Skay o mamá no se recuperaban de mi repentino ataque? Jamás me lo perdonaría.
La paredes habían quedado completamente congeladas, igual que el suelo y las ventanas. Trozos de flechas de hielo se encontraban destrozadas por todas partes y el aire se había enfriado considerablemente. Un dolor en el pecho me azotó entonces al asimilar que yo había provocado ese caos.
¿Por qué había nacido así? ¿Qué habría hecho en mi anterior vida para merecer algo así?
Incapaz de desviar estos negativos pensamientos de mi destrozada mente, olvidé que estaba siendo rodeada por soldados armados por lanzas ardientes que me apuntaban en todas direcciones. Los soldados se fueron aproximando poco a poco, acorralándome. Era cuestión de segundos que las puntas de las lanzas se clavaran en cada espacio de mi cuerpo. Pero no me preocupaba, porque realmente pensaba que el mundo estaría mejor sin una persona como yo. Mientras estuviera viva, sólo sería capaz de destrozarlo un poco más de lo que ya estaba, no importaba cuánto deseara arreglarlo, porque en el fondo sentía que siempre había sido incapaz de hacer nada por mi sola que no fuera hacer daño o permanecer impasible.
Cerré los ojos y me resigné a esperar que la muerte me acogiera como una vieja amiga que llevaba mucho tiempo esperándome, pero eso nunca llegó. Esperé uno, dos, tres, cuatro... cinco segundos y con una mueca, abrí los ojos de nuevo, buscando con la mirada aquella excusa que podría hacer que no me quitaran la vida después de haber comprobado que no era estable y que en realidad sí que era peligrosa.
- Majestad. – dijo solemnemente el padre de Skay, mirándome a los ojos.
Me pareció que todos los presentes aguantaban la respiración al escuchar cómo se había referido quien supuestamente era el rey de los cálidos a una muchacha fría que acababa de destrozar una parte del palacio y había dejado inconsciente a su hijo.
- No me merezco ese título. No lo quiero. – respondí levantándome del suelo yo sola, todavía un poco desorientada.
El rey esbozó una sonrisa reconfortante y me dijo:
- Sois hija de la reina Opal y eso significa que los Dioses os han elegido. Y simplemente por eso, majestad, os paso el reinado que con honor he estado dirigiendo desde la muerte de su madre.
El padre de Skay, quien me pareció en ese momento una persona egoísta por querer darme todo el poder y todas las responsabilidades que tenía, se arrodilló ante mí y cuando lo hizo él, los soldados que minutos antes me habían estado apuntando con sus afiladas lanzas con la intención de acabar con mi miserable vida, también se arrodillaron. Eso sí, pude comprobar sin mucho esfuerzo que todavía no acababan de entender la situación. Yo les había parecido una enemiga y era obvio que no habían sido avisados del regreso de una reina que habían decidido esconder por quince largos años.
Fue admirable el momento en que todos se arrodillaron ante mí, pero no podía evitar pensar en las consecuencias que llevaría que yo me ocupara de todo un reino que hasta ese día había creído inexistente. Además, no me veía capaz de poder soportar todas las responsabilidades que el trono llevaba consigo. Yo tan sólo era una adolescente de quince años que cursaba tercero de la ESO en un instituto común, no era tan extraño decir que mi única responsabilidad hasta ese momento había sido tener que decidir entre hacerme cliente Premium de Netflix o quedarme con la versión estándar.
¿Cómo iba a dirigir una guerra interminable cuando no conocía el mundo en el que se estaba librando?
Por supuesto, el padre de Skay, quien se encontraba arrodillado ante mí y ofreciéndome su espada de oro, no se esperaba la respuesta que obtuvo por mi parte:
- Yo no creo en los Dioses.
Por si los presentes ya se encontraban aguantando la respiración, esas palabras debieron de asfixiarlos por completo.
- Los Dioses nos crearon, nos dieron una vida y un lugar donde vivirla. ¿Cómo puede decir eso, Majestad? – arrebató contra mí quien yo todavía quería considerar el rey, porque lo contrario significaría que yo había pasado a ser la reina.
- ¿Dónde están los Dioses cuando tanto los necesitáis? – pregunté elevando el tono de voz y dirigiendo la pregunta a todas las personas que se encontraban en el destrozado y tétrico recinto.
- Quizá sólo tenga que llamarlos para que la escuchen. Sólo usted puede porque la han elegido. – respondió con decisión el padre de Skay.
Yo, en cambio, no aguantaba más esa situación. Estaba cansada y sólo quería echarme a dormir y olvidar por unos segundos lo absurdo que sonaba que yo fuera la reina.
No podía creer tampoco por mucho que aquella gente insistiera, que los Dioses realmente nos habían creado. Tampoco creía la historia que Skay me había contado, la cual era más de lo mismo. ¿Habría alguien en ese lugar que pudiera ver que no había nacido para reinar, sino para pasar desapercibida entre la gente?
Era estúpido pensar que sólo yo podía hablar con los Dioses. ¿Por qué irían a escucharme? Nunca me habían demostrado que existieran... y eso era lo único que importaba de verdad.
- Majestad, crea en los Dioses, llámelos y escuche lo que tengan que decirle. – insistió diciendo el padre de Skay.
¿Llamar a los Dioses? ¿Cómo se suponía que se hacía semejante cosa? En mis pensamientos me imaginé alrededor de una hoguera, bailando como los indios y vestida tan solo con una faldilla de hojas y una extraña máscara. Intenté desviar lo más rápido que pude aquellos pensamientos de mi cabeza y respondí lo más seria que pude:
- Está bien, hagamos un trato. – propuse.
- ¿De qué se trata? – preguntó el rey con curiosidad en su tono de voz.
- Cuando hable con los Dioses le diré si puedo ser reina o no. Hasta entonces, sólo deseo que alguien me enseñe a controlar este maldito poder que tengo dentro de mí. ¿De acuerdo? – dije con la máxima decisión que logré retener e intentando evitar pensar en todo lo que se me venía encima para no acabar otra vez explotando.
El rey a continuación se recompuso y se levantó. Todo seguido lo hicieron los soldados, imitándolo. Después, me dijo con esperanza:
- Esperaremos hasta que pueda ponerse en contacto con los Dioses y así creer en ellos. Mi hijo Skay, en cuanto se recupere, se ocupará de entrenarla en todo lo necesario y en esto se incluye poder controlar su poder. Hasta el momento en que por fin decida aceptar el trono, me dirigiré a usted como alteza, pero quiero que sepa que para mí sólo vos sois la verdadera reina.
Sus palabras me desarmaron, incapaz de creer que este hombre me tuviera tanta admiración a pesar de haber llevado a su hijo a cuarentena. Sentí la tentación de poner los ojos en blanco, porque realmente dudaba que "el momento" en el que yo hablaba con los Dioses, se produjera nunca.
Finalmente, caí en lo penúltimo que había dicho:
- ¿Skay se va a ocupar de mi entrenamiento?
Aquel engreído que me había llamado débil e inútil iba a hacer todo lo posible para que no acabara congelando a todo el mundo.
Sólo pensarlo me puse a temblar.