—Señor Darcy, permítame agradecerle nuevamente esta invitación —dijo el señor Gardiner en voz baja—. Hace mucho tiempo que no disfrutaba de este placer y nunca creí que, acompañando a dos damas, podría presentárseme una oportunidad semejante. ¡Ha sido providencial!
—El placer es mío, señor —respondió Darcy, sintiéndose feliz al descubrir que realmente lo sentía—. Espero que no pase usted de largo por Pemberley en un futuro viaje por Derbyshire. Si yo no estoy en casa, Sherrill, mi administrador, tendrá mucho gusto en atenderlo.
—Es usted muy amable, señor. —Pasaron diez minutos de silencio antes de que el hombre tosiera y se aclarara la garganta—. Ah, señor Darcy, le ruego que no se sienta obligado a quedarse conmigo todo el tiempo. Estaré feliz de pasar la próxima hora solo, en comunión con la providencia y las truchas, si usted tiene alguna obligación que atender. —El señor Gardiner lo miró con ingenuidad durante un segundo—. Por favor, no permita que lo entretenga.
¿Acaso había sido tan evidente? Al mirar de cerca al hombre, Darcy no pudo detectar ninguna insinuación subrepticia o sospechosa, sólo la serena dicha de estar justamente donde estaba. ¿Otra puerta abierta? Darcy recogió el anzuelo y puso el aparejo al lado de la cesta que compartían.
—Hay algo que le prometí a la señorita Darcy y que debo atender antes de que sus invitadas se vayan —explicó. La excusa le sonó bastante pobre e insustancial, pero el señor Gardiner asintió con sabiduría, como si la explicación tuviera toda la apariencia de una razón de peso—. Si usted tiene la bondad de disculparme, me ocuparé de ello enseguida. —El señor Gardiner se despidió y, respirando hondo, Darcy se dirigió a la casa, a un paso cada vez más acelerado a medida que se acercaba. Tras obligarse a subir pausadamente las escaleras que hubiese querido saltar de tres en tres, se detuvo sólo lo suficiente para arreglarse el chaleco y la chaqueta, antes de hacerle una seña al lacayo para que abriera la puerta del salón.
Al entrar, todas las conversaciones se detuvieron. Darcy se encontró acechado por la mirada curiosa de muchos ojos femeninos.
—Señoras. —Hizo una inclinación tras saludarlas a todas con una sonrisa cortés—. Espero que disculpen mi intromisión. —Aunque todo su ser estaba pendiente de la presencia de Elizabeth, Darcy se dio cuenta enseguida de que Georgiana estaba un poco tensa. Pudo adivinar rápidamente la fuente de esa tensión, porque la señorita Bingley tenía en su rostro una de las sonrisas más falsas que él había visto jamás. Pero Caroline Bingley era lo que menos le importaba en ese estupendo día, así que pasó de largo, para tomar la mano de Georgiana.
—Vamos, querida —susurró, levantándola del lado de la señora Annesley para llevarla a que se sentara junto a Elizabeth, en uno de los divanes—. Señorita Elizabeth, ¿le ha contado mi hermana acerca del último concierto al que asistimos antes de salir de Londres? —Se detuvo al otro lado de Georgiana y se atrevió a mirar la cara sonriente de Elizabeth. Llevaba puesto un vestido de muselina sencillo, pero que le sentaba muy bien, color amarillo pálido salpicado de delicadas flores que resaltaban toda su belleza. Darcy notó especialmente los rizos de la nuca, que rozaban sus hombros y jugaban de manera encantadora con el encaje del cuello. Le costó un gran trabajo contener el impulso de estirar los dedos y enredarlos en ellos.
—No, no lo ha hecho, señor. —Elizabeth dirigió sus hermosos y sonrientes ojos hacia Georgiana. ¡Por Dios, estaba resplandeciente!—. Por favor, señorita Darcy, debe usted contarme. ¿A qué concierto asistieron?
Georgiana se puso un poco colorada, pero respondió con suficiente soltura y Darcy no podía haber deseado que su hermana recibiera preguntas más amables y exclamaciones más sinceras que las que Elizabeth le hizo para contribuir a la conversación. Darcy podía sentir cómo la tensión de su hermana se iba evaporando a medida que, con la ayuda de Elizabeth o con la de él, la charla iba cambiando de un tema a otro de manera aparentemente natural. En cuanto a Elizabeth, todo parecía indicar que empezaba a sentir un cálido afecto por Georgiana, lo cual hacía que su corazón palpitara de felicidad. No pasó mucho tiempo antes de que Darcy tuviera la satisfacción de asumir sólo el papel de un observador, pues a medida que los intercambios entre las dos se fueron volviendo más animados, él se fue absteniendo de participar, hasta que lo único que tuvo que hacer era contribuir con su sonrisa, que no podía contener.
—Pero, dígame, señorita Eliza. —La voz de la señorita Bingley atravesó el salón de manera imperiosa, suspendiendo toda conversación—. ¿Es verdad que el regimiento del condado de… ya no está en Meryton? Eso debe de haber sido una gran pérdida para su familia.
Darcy se quedó helado, al tiempo que el salón se sumía en un silencio cargado de desconcierto. ¿Qué demonio se había apoderado de la lengua de aquella mujer para atreverse a traer el recuerdo de Wickham a su casa? ¿Cuál podía ser su propósito? ¡Era imposible que Caroline Bingley supiera nada sobre lo que Wickham le había hecho a Georgiana! ¡No, de eso estaba seguro! Darcy miró a Elizabeth, que se había quedado muy quieta al oír su nombre. Sí, a quien quería difamar la señorita Bingley con ese ataque tan abominable era a Elizabeth. Sintió que le hervía la sangre de rabia, pero aun así temía más por su hermana. Al mirar las pálidas mejillas de Georgiana y sus grandes ojos, Darcy vio que el daño estaba hecho, porque al notar su mirada, ella bajó rápidamente la cabeza y apartó la cara, al mismo tiempo que desaparecía de sus ojos toda la animación de hacía un instante. Cada vez más sonrojado por la rabia y la impotencia, el caballero buscó los ojos de Elizabeth. «Está contigo», trató de decirle, a través de la intensidad de su mirada. La señorita Bingley no debía indagar más.
Darcy vio pasar junto a él una chispa de ese gélido resplandor que había precedido a tantos de sus enfrentamientos verbales en el pasado y, con la más enigmática de las sonrisas, Elizabeth levantó la barbilla y respondió airosamente:
—Sí, es cierto; se han trasladado a Brighton, señorita Bingley. Algo indispensable para la milicia y afortunado para aquellos que fuimos relevados de la necesitad de atenderlos.