Al dar media vuelta, Darcy se alegró de ver a Elizabeth y Georgiana en medio de una animada conversación. Elizabeth había tomado las riendas, pero con la delicadeza que trataba a su hermana obtenía respuestas que iban más allá de los buenos modales. La conocía lo bastante bien como para estar seguro de que el vivo interés que manifestaba su actitud y el suave estímulo que reflejaban sus ojos eran auténticos. Habían llegado al tema de la música, según parecía, y Georgiana comenzó a florecer bajo la mirada de Elizabeth, mientras cada una expresaba admiración por los reconocidos talentos de la otra. Luego Georgiana se rió, y aunque Darcy no pudo saber el motivo de esa reacción, al verlas conversar juntas sintió que, dentro de él, surgía un sentimiento nuevo. Hasta aquel instante no había sabido apreciar ni amar a Elizabeth como era debido. Lo que nacía ahora en su pecho no se parecía en nada a sus petulantes deseos de antaño. En vez de eso, Darcy sentía una alegría tan intensa que se sentía impulsado a servir a Elizabeth de cualquier manera que ella quisiera, a construir para ella ese lugar donde su talento y sus virtudes pudieran expresarse totalmente. ¡Ordéname!, susurró su corazón. ¡Ponme a prueba!
Cuando Bingley llamó a la puerta, Darcy recordó sus modales y, tan pronto como entró su amigo, lo presentó también a los Gardiner. Luego siguió una media hora tan agradable para todo el grupo, en medio de una conversación tan fluida, que Darcy tuvo la certeza de que los Gardiner no tendrían objeciones para aceptar una invitación a cenar en Pemberley. Volvió a mirar a Elizabeth. Aunque habían hablado poco, ella no había evitado su mirada. Darcy sintió una cierta incomodidad —¿o sería nerviosismo?— en su actitud hacia él. La joven no había tratado de atraer su atención y había centrado todos sus esfuerzos en Georgiana; sin embargo, de vez en cuando posaba sus ojos en él con una expresión que no podía interpretar. No, las pistas que ella le había dado ese día no eran suficientes para descubrir qué pensaba acerca de su reencuentro. Si Darcy quería descubrirlo antes de que su preciosa y breve estancia en Lambton llegara a su fin, debería propiciar más oportunidades.
—Georgiana. —Darcy apartó suavemente a su hermana de los demás—. ¿Te gustaría que los invitáramos a cenar?
—¡Ay, sí, Fitzwilliam! —exclamó ella y se inclinó hacia él—. ¡La señorita Elizabeth Bennet es maravillosa! Ansío oírla tocar y cantar y… ¡y es tan amable!
Darcy sonrió al ver la expresión jubilosa en el rostro de Georgiana.
—Entonces, haz los honores, querida. ¡Invítalos!
—¿Yo? —Georgiana frunció el ceño.
—Tú eres la señora de Pemberley y ellos no parecen una gente tan horrible como para rechazar tu invitación —dijo Darcy en tono de broma—. Pasado mañana. —Le apretó el hombro para darle ánimos—. ¡Vamos! —susurró.
Con la respiración un poco agitada, Georgiana dijo:
—Señor Gardiner, señora Gardiner, señorita Elizabeth Bennet. —Esperó un momento, temblando un poco, mientras todos se volvían para escucharla—. Mi hermano y yo nos sentiríamos muy honrados si ustedes aceptaran cenar con nosotros en Pemberley. ¿Les resultaría conveniente pasado mañana? —Darcy miró a Elizabeth para calibrar su reacción, pero tan pronto adivinó el propósito de las palabras de Georgiana, la muchacha volvió la cara; ni siquiera su tía pudo ver su expresión. ¿Ésa era, entonces, su respuesta? pensó Darcy. Pero luego volvió a mirar a la señora Gardiner, que tenía una curiosa sonrisa. ¿Acaso sabía algo? ¿Sería la confidente de Elizabeth? Darcy observó cómo la señora miraba a los ojos a su marido y parecían ponerse de acuerdo.
—Señorita Darcy, señor Darcy. —La señora Gardiner dio un paso al frente e hizo una reverencia—. Nos complace mucho aceptar su invitación a cenar en Pemberley.
Darcy movió las riendas y el cabriolé comenzó a avanzar. Tenía que recorrer primero las estrechas calles del pueblo hacia el puente sobre el Ere, pero cuando el caballo adoptó un trotecillo agradable y las ruedas dejaron de estrellarse contra los adoquines, el caballero pudo recrear en su mente los sucesos de la última hora. Todos estaban mucho más contentos al bajar las escaleras de la posada que al subirlas, pensó Darcy. Cuando tomó el brazo de Georgiana para ayudarla a bajar y salir al sol, había sentido lo feliz y tranquila que estaba y, si eso no fuese suficiente, la sonrisa de su rostro había confirmado sus sospechas. En cuanto a él, se había visto obligado a contenerse para mantener una actitud de neutralidad, pues sentía que la sonrisa todavía amenazaba con asomarse a la boca. Tras dirigir el caballo hacia el puente que salía de Lambton, Darcy se sintió más que complacido al notar la mano de su hermana descansando cómodamente en torno a su brazo y el cosquilleo de su respiración contra la mejilla.
—Ay, Fitzwilliam, ¡me ha parecido tan agradable! ¿Crees que…? —Georgiana se detuvo un momento—. ¿Crees que ella piensa lo mismo de mí? Fue tan amable, tan cordial…; parecía utilizar exactamente las palabras adecuadas. Y me escuchó con atención, aunque yo apenas sabía qué decir. Pero luego hablamos de música y sobre la familia y sobre ti… un poquito. —Darcy aguzó el oído al oír esto último, pero no preguntó nada—. Ahí fue más fácil.
—¿Entonces te hace ilusión que vengan a cenar —preguntó Darcy— y no te arrepientes de haberlos invitado?
—¡Claro que no me arrepiento! La señora Gardiner es muy gentil y el señor Gardiner parece un caballero bondadoso y amable, al que sólo una completa tonta le tendría miedo.
Darcy se rió entre dientes al oír el tono de reprimenda con que Georgiana se refería a sus temores de hacía un rato.
—Sí, sólo una completa tonta, eso seguro. —El caballo disminuyó el paso a medida que se preparaba para hacer pasar el carruaje por el punto más alto del arco que formaba el puente. El ruido del río y el golpeteo de los cascos contra los adoquines impidieron que Darcy oyera la respuesta de Georgiana. Ya en el otro lado, miró a su hermana—. Eres consciente de que es posible que la señorita Elizabeth Bennet y la señora Gardiner te devuelvan la visita mañana, ¿verdad? ¿Vas a estar bien? ¿Quieres que regrese pronto de la pesca? —Darcy hizo su oferta con la esperanza de sonar desinteresado, pero en realidad se debatía entre dos deseos igualmente fuertes. Por un lado, debería ausentarse del salón si verdaderamente deseaba apartar del camino cualquier obstáculo que pudiera interferir en la incipiente amistad entre Georgiana y Elizabeth; por otro lado, no era capaz de pensar en cómo iba a hacer para mantenerse alejado, sabiendo que Elizabeth estaba en Pemberley.
—La señorita Bingley y la señora Hurst estarán allí. ¿Acaso no se alegrarán de ver a la señorita Elizabeth?
—Yo no dependería de la alegría de ninguna de esas señoras para que la mañana resultara agradable —respondió Darcy—, pero seguramente la señora Annesley sabrá cómo hacer que tus invitadas se sientan a gusto.
—Claro, la señora Annesley. —Georgiana asintió y luego lo miró de reojo—. Sin embargo, sería estupendo que tú pudieras venir… sólo para estar seguros. ¿Tal vez hacia el final de la visita?
Darcy la miró un instante y luego desvió la mirada. ¿Se trataría de una especie de subterfugio femenino o el resurgimiento de su timidez? Fuese cual fuese, era una puerta abierta que Darcy tendría mucho gusto en cruzar. Tomando las riendas con una sola mano, acarició con la otra los dedos enguantados de su hermana, que estaban enroscados en su brazo.
—Entonces apareceré hacia el final.
El dominio del arte de la pesca que tenía el señor Gardiner era algo digno de ver, pero lo que lo hizo entrar a formar parte del creciente círculo de personas que Darcy respetaba fue, en realidad, su tranquilo y agradable silencio. No era probable que Bingley o Hurst alcanzaran alguna vez la categoría de verdaderos pescadores; las carcajadas de Bingley y los rugidos de Hurst no permitían que ni ellos ni las truchas tuvieran paz para disfrutar de un apacible día. En consecuencia, no pasó mucho tiempo antes de que Darcy y el señor Gardiner se encontraran hombro a hombro, lejos de los lugares a lo largo del Ere que los otros dos caballeros habían elegido para instalarse. Al mirar a Gardiner, Darcy recordó la última excursión de pesca que él y su padre habían hecho a Escocia, durante el verano anterior a su entrada a Cambridge. Aunque en esa época Darcy no igualaba las habilidades de su padre, éste lo había tratado como si así fuera y la tranquila compañía y el buen espíritu de aquella excursión eran muy similares a lo que él sentía en ese momento. Si no fuera por la perturbadora idea de que en esos mismos instantes Elizabeth estaba en el salón de Pemberley y la curiosidad que lo asaltaba por saber lo que allí ocurría, Darcy habría estado dispuesto a declarar que aquélla era una manera satisfactoria de pasar la mañana.