Un gemido de Trafalgar y un fuerte cabezazo contra su mano hizo que Darcy fuera de nuevo consciente de dónde estaba.
—Sí, monstruo. —Acarició la cabeza del animal—. Todo va bien, al menos en lo que a ti concierne —corrigió.
Con un suave gemido, Trafalgar apretó la cabeza contra la rodilla de su amo.
—Sí, lo sé. Las preguntas siguen ahí. —Volvió a acariciar las sedosas orejas del perro—. Pero la respuesta puede ser peor de lo que quisiera ver.
Hizo una mueca y dejó de acariciar las orejas de Trafalgar, ignorando sus empujones y gemidos. ¡Era imposible! Aunque pudiera convencerse de hacer una petición, no había ningún pretexto que pudiera utilizar para ir en busca de Elizabeth, y era poco probable que sus caminos volvieran a cruzarse. Sin embargo, la idea era lo suficientemente nueva como para obligarlo a ponerse en pie. Si fuera posible, ¿podría ella perdonarle?
La imaginación de Darcy trajo a Elizabeth ante sus ojos con una rapidez casi sorprendente. Él había dicho que la admiraba y la amaba. ¿Cómo era posible que lo hiciera cuando había malinterpretado cada uno de los actos de Elizabeth y todas sus palabras? ¡La magnitud de su propio engaño era asombrosa! Había presumido de ser el dueño de la mente y el corazón de Elizabeth, cuando, si le hubiesen preguntado, no habría podido afirmar con seguridad qué era lo que ella pensaba o sentía sobre algún tema relevante, ni decir qué era lo que ella más quería en la vida.
¿Amarla? No, durante aquellas semanas en Pemberley, Londres y Kent, había coqueteado con una Elizabeth imaginaria, que él mismo había inventado a partir de los hilos de colores de sus propios deseos. La había buscado en ese estado y ella, a pesar de no tener dinero ni perspectivas propias, lo había rechazado tajantemente; lo había rechazado, incluso cuando había tantas cosas en juego. En lugar de poner su futuro en las manos de Darcy, la joven había asumido una serie de consecuencias que aparecían ahora ante él de manera más sólida que antes. ¿Qué clase de mujer haría eso?
Le dio la espalda a la ventana y cruzó los brazos sobre el pecho, en una actitud de tanta concentración que Trafalgar y levantó la cabeza que tenía apoyada sobre las patas y tensó los músculos en señal de alerta y extrañeza, mientras su amo volvía a pasearse por el salón. Había llegado hasta allí para buscar una respuesta, una forma de salir de aquel tortuoso mes de revelaciones sobre sí mismo, y estaba decidido a dirigir todos sus esfuerzos a la solución de la pregunta. ¿Qué podía ofrecer como prueba de su arrepentimiento? ¡Nada! ¡Ciertamente nada que una mujer de principios como los que había mostrado Elizabeth se sintiera inclinada a aceptar o respetar! Durante un instante, Darcy se quedó allí parado, impotente, antes de que a su mente acudiera la respuesta. El camino para convertirse en un hombre digno del respeto de semejante mujer comenzaba por ver el mundo y medirse a sí mismo a través de otros ojos, ojos que fueran sensibles a sus defectos y carencias.
¿Podría mantenerse fiel a esa resolución? Tenía que abandonar cualquier idea sobre obtener el amor de Elizabeth como recompensa. Incluso si llegaban a encontrarse, debían portarse como simples conocidos. ¡Pero no importaba! Estaba dispuesto a honrar a esa mujer que había despreciado su posición social y su importancia, aun sacrificando lo que podría ganar, y que lo había hecho descubrirse a sí mismo. Y juró que lo haría luchando hora tras hora, sin que nadie lo viera ni lo notara, por llevar su vida de una manera que pudiera contar con la aprobación de Elizabeth Bennet.
Se dirigió a su escritorio y, después de sentarse, buscó una pluma y un cuchillo. Necesitaría un instrumento bien afilado para ese proyecto. Trafalgar se levantó de su cómoda posición junto al diván y se acercó a donde su amo trabajaba. Con un suspiro seguido de cerca por un gruñido, apoyó las patas sobre la alfombra y dirigió sus ojos curiosos hacia la figura que había en la silla. Darcy lo miró, esbozando una sonrisa.
—¿Estamos aburridos? —La mirada de Trafalgar se mantuvo firme—. No hay esperanzas de salir con esta lluvia —le dijo Darcy al perro sin rodeos y, tras afilar muy bien la pluma hasta dejarla bien puntiaguda, dejó a un lado el cuchillo—. Y aunque fuera un día perfecto, no puedo complacerte. Tengo que atender un asunto urgente, de carácter reformista, cosa que tú —Darcy le lanzó a su mastín una mirada de reproche— harías muy bien en imitar, monstruo. —Trafalgar suspiró como respuesta y se volvió a acostar, apoyando el hocico sobre las patas delanteras—. Eso dices tú, pero ya hace tiempo que debería haber sucedido. —Darcy se volvió a concentrar en el escritorio y sacó una hoja de papel, antes de mojar la pluma en el tintero. Frunció el entrecejo y vaciló un instante. Luego, agarrando bien la pluma, apoyó la punta contra el papel y escribió: «Una conducta caballerosa». Subrayó dos veces el título—. Hace tiempo que debería haber sucedido —repitió, dirigiéndose al mastín que yacía junto a él— tanto en tu caso como en el mío.
Varios días después, cuando Darcy había terminado su sesión semanal en el club de esgrima de Genuardi, su primo Richard se reunió con él por primera vez desde su regreso de Kent. No se habían despedido en los mejores términos, pues Richard había tratado de sacar a Darcy de sus «amarguras», como las había llamado, y él había estado a punto de arrancarle la cabeza. Así que Richard se había alejado y se había dedicado con devoción a sus deberes militares en el cuartel y a sus deberes sociales con la parte femenina de la sociedad, dejando a Darcy solo hasta que llegara el momento en que hubiese recuperado el buen humor o él necesitara dinero.
—¡Qué tal, primo! —Cuando Darcy se quitó la toalla de la cara, apareció Richard con una amplia sonrisa. Genuardi había sido bastante exigente ese día y lo notaba. También era bueno volver a ver a su primo.
—¡Richard! ¿Vienes a practicar? ¿A recuperar tu habilidad? ¡Te reto a un duelo! —dijo Darcy, señalando la pista.
—¡Ah, no, gracias, Fitz! —Richard negó con la cabeza con un gesto de horror—. He oído algo sobre tu «práctica» con Brougham y no tengo deseos de ser humillado públicamente o algo peor. He venido a ver si tenías sed después de tanto ejercicio. Si quieres pasamos por Boodle's.
—¡Excelente! —exclamó Darcy, contento ante la oportunidad de recomponer aquella relación tan importante para él—. Dame unos minutos. —Después de vestirse, los dos recorrieron la calle St. James hasta el club, mientras Richard le contaba algunas noticias de la familia y selectos retazos acerca de la vida militar. Finalmente, cuando tenían ya en la mano sendos vasos y estaban sentados a una mesa uno frente al otro, Richard hizo una pausa, levantó su vaso y luego cayó en un incómodo silencio.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarte? —preguntó Darcy en voz baja, pasado cierto tiempo.
—Bueno, siempre me viene bien ganar una o varias partidas de billar, ya lo sabes. —Richard le dirigió una sonrisa de arrepentimiento—. Pero ésa no es la razón por la cual quería verte.
—Independientemente de la razón, me alegra que lo hayas hecho. —Darcy se inclinó hacia su primo—. Me he portado de una manera insufrible, un verdadero fastidio, durante nuestro viaje de regreso de Kent. No sé cómo hiciste para tragarte la rabia y resistir la tentación de darme una bofetada, porque con seguridad me la merecía.
—Puede haber tenido algo que ver con los resultados de ese encuentro más bien físico que tuvimos en el parque de Rosings, que me dejó algunos cardenales bastante desagradables —lo reprendió Richard, pero luego cambió su tono por un lamento más burlón—. Además, llevaba puesto mi mejor chaleco de viaje y no quería arruinarlo con una mancha de sangre, ¡ni tuya ni mía!
—Y siendo coronel al servicio de su majestad…
—¡Eso no importa! —lo interrumpió su primo y, soltando una carcajada, volvió a levantar el vaso, pero otra vez lo bajó con un aire de seriedad.
—Será mejor que me digas de qué se trata, antes de que te asfixies. —Darcy miró a su primo por encima del borde del vaso.
—¡Me ha llevado gran parte de un día y una noche entera decidir si te lo digo o no, viejo amigo, así que concédeme un poco de tiempo! —Su primo levantó el brandy haciendo un brindis y se tomó lo que quedaba. Puso el vaso sobre la mesa con lenta precisión y levantó la mirada hacia Darcy—. La he visto. A la señorita Bennet. Aquí, en Londres.