Chereads / SERIE FITZWILLIAM DARCY, UN CABALLERO / Chapter 222 - Capítulo 222.- Un tiempo infernal XVI

Chapter 222 - Capítulo 222.- Un tiempo infernal XVI

Retrocediendo un poco para evitar las atenciones de la muchacha, Darcy se apoderó del pedazo de tela con un tajante «Gracias, señorita» y se inclinó tambaleándose para secarse el pantalón.

—¡Es un placer! —le dijo la mujer sonriendo, pero como él no levantó la vista, ella se marchó para atender a otros clientes más agradecidos.

Cuando Darcy se volvió a sentar con cuidado, se encontró con la mirada burlona de Brougham.

—Con toda seguridad, tú no debiste de correr ningún peligro en ese ignominioso condado; tu actitud con las mujeres debió de haberte protegido de cualquier lance de esas féminas tan entrometidas y desagradables como las que acabas de describir. —Hizo una pausa. Darcy lo miró con rencor—. ¿O quizá no todas se comportaban tan horriblemente mal, o estaban tan enamoradas de las casacas rojas y las charreteras?

—¡Ja! —resopló Darcy, mientras se guardaba distraídamente el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta—. Ponle una casaca roja al peor de los villanos y enseguida lo convertirás en un santo, cuyas mentiras en voz baja reciben más crédito que toda la vida y el carácter de otro hombre.

—¡Ah, una serpiente en el jardín de Hertfordshire! —asintió obedientemente su interlocutor, mientras Darcy volvía a agarrar su copa y, al notar que la mayor parte del brandy se había derramado, estiraba la mano para aferrar la botella. Brougham se le adelantó—. Espera, Fitz, permíteme —dijo arrastrando las palabras y sirviéndole sólo un poco—. Lo suficiente para hacer nuestro brindis —le explicó a Darcy, cuando éste lo miró con disgusto—, que supongo haremos en contra de tu Eva de Hertfordshire. Sí… —dijo lord Brougham con elocuencia, mientras su amigo lo miraba con creciente confusión—. Una metáfora muy apropiada, si lo pensamos bien. Una serpiente en el Edén, Eva en el parque, que no es más que un pequeño Edén, susurros en su oído, Eva figuradamente «muerde» y luego te presenta a ti, nuestro Adán, el corazón de la fruta amarga. ¡Sí, la simetría es casi perfecta!

La copa de Darcy volvió a golpear la mesa.

—¿De qué demonios estás hablando? ¡Nunca he estado en un jardín con una mujer llamada Eva!

—¿Entonces de quién estamos hablando? —preguntó Brougham de manera ingenua.

—¡De Elizabeth, maldito idiota! —le gruñó Darcy—. ¡De Elizabeth!

—¡Ah, entonces ése es el nombre de la engañosa traidora! ¡Elizabeth! —Brougham parecía aliviado—. Entonces ahora sí voy a poder ofrecer mi brindis con pleno conocimiento. —Se puso en pie y levantó la copa, mientras su amigo trataba de agarrar la suya—. Por la renuncia solemne a Elizabeth, ingrata, engañosa traidora…

Darcy bajó su brazo, totalmente confundido. ¿Renunciar a Elizabeth? Ella nunca sería suya, eso lo sabía bien, pero ¿brindar en su contra? ¿Ensuciar incluso su recuerdo? ¡No era ni remotamente posible!

—… una criatura indigna de la más baja calaña…

Darcy miró a su amigo con rabia. ¡Baja calaña! ¿Elizabeth? ¿Qué quería decir Brougham con eso?

—No, de ninguna manera —balbuceó para sus adentros, recordando la imagen de Elizabeth saliendo airosa de las imperiosas exigencias de su tía.

—… ladrona de las esperanzas de los hombres honestos…

—No, no tan mala —dijo en voz un poco más alta, en medio de las carcajadas que estaba provocando en el salón el discurso de Brougham. El brindis de su amigo había atraído la atención de los otros clientes de la taberna, quienes ya animados por la bebida, veían el espectáculo de los aristócratas como una diversión muy especial.

—… y, no nos olvidemos, provocadora, que después de haberlos arrastrado en una embriagadora cacería por el jardín, o mejor, el sendero del Edén…

—¡No! —gritó Darcy, tratando de ponerse en pie. El salón comenzó a agitarse y a aullar de alegría, mientras él empezaba a ver todo borroso.

—Una desgracia para… ¿Qué? —preguntó Brougham de manera pomposa—. Creo que estoy en medio de…

—¡Cómo te atreves! —Finalmente, Darcy logró levantarse, decidido a poner fin al calumnioso discurso de Dy—. ¡Cómo te atreves a ensuciar el nombre de Elizabeth en una taberna y de esa manera tan infame!

—Darcy —comenzó a decir Dy con tono conciliador, pero su amigo no iba a tolerarlo.

—¡Estás hablando de una dama, por favor! —Fue interrumpido por abucheos que venían del otro lado del salón—. ¡Una dama —insistió apasionadamente Darcy por encima de los gritos— de incomparable mérito!

—Darcy. —Interponiéndose entre su amigo y los ruidosos clientes de la taberna, Brougham le puso una mano sobre el brazo—. Me sentiré honrado de brindar a la salud de esa dama… siempre y cuando te sientes, amigo mío.

Mirándolo con un poco de desconfianza, volvió a sentarse lentamente y Brougham hizo lo mismo. Se quedaron un rato en silencio. Darcy trató de leer en el rostro de su amigo en medio de la confusión mental que él mismo había provocado, pero finalmente concluyó que Dy era un personaje tan volátil que su estado de embriaguez realmente no contribuía a la tarea. Con toda la agudeza que fue capaz de reunir, estudió a Dy y lo que vio en la expresión de su antiguo rival y amigo fue una preocupación y una simpatía tan auténticas que era imposible descartarlas como una simple representación. No, la representación había sido ese ridículo brindis, el hecho de hacerse pasar por un criado y, tal vez, toda esa máscara de frivolidad que le había mostrado al mundo durante los últimos siete años. Pero allí estaba ahora el mejor amigo que tenía en el mundo, de vuelta de un largo viaje, y el momento de su llegada era increíblemente oportuno.

Brougham rompió el silencio con un suspiro y luego apoyó los codos sobre la mesa para mirar a su amigo a los ojos, con una sonrisa pícara.

—Creo que lo mejor es que me hables de ella, viejo amigo —sentenció, con voz compasiva pero firme—. Debe de ser, en efecto, una mujer de incomparable mérito para haber conquistado tu corazón de esa manera.

Como tenía por costumbre, Darcy trató de resistirse a la petición de Dy de bajar sus defensas; pero aquella antigua reserva, ese escudo que solía poner entre él y el mundo, ya había sido destruido por una jovencita de Hertfordshire. ¿Por qué, entonces, volver a levantarlo contra su más querido amigo? No le revelaría todo; era demasiado y los detalles ya no tenían importancia. Pero le contaría a Dy algo del asunto, lo suficiente para que pudiera comprenderle.

—Su nombre es Elizabeth —comenzó a decir, mirando más allá del hombro de Dy para conservar aunque fuera algún retazo de algo parecido a la dignidad—, y yo soy el último hombre en la tierra con el que podría casarse.