Con decisión, Darcy agarró la botella de brandy y se sirvió otro trago, pero no acertó a poner la boca de la botella sobre el borde de la copa y el líquido se derramó, extendiéndose sobre la mesa. Lanzó una maldición y movió la copa. Llegó a la conclusión de que había perdido el buen humor mientras estaba sentado en un rincón de aquella taberna, terminándose su segundo trago de brandy. Aunque quisiera negarlo, se vio obligado a reconocer que apenas habían pasado unos instantes en que Elizabeth Bennet no ocupara la mayor parte de sus pensamientos. Nada le había servido para deshacerse completamente de ella: ni la rabia que le provocaban las acusaciones de la muchacha, ni la indignación que le producía la opinión que ella tenía de él, ni el impacto que le había causado que ella hubiese rechazado su propuesta. Él se la imaginaba limpiándose las manos después de haberse librado de él y alardeando de su triunfo al haberlo puesto de rodillas. ¿Acaso ella y su amiga, la señora Collins, se habrían reído juntas de su humillación? Apretó la mandíbula, mientras volvía a agarrar la botella y, esta vez, conseguía llenar la copa. Nada había servido para aliviar o mitigar su desconsuelo. La soledad lo traicionaba, el sueño lo había abandonado, los deportes le ofrecían sólo un alivio temporal y las relaciones sociales… Bueno, había que ver lo que había estado a punto de costarle su incursión en el mundo de las relaciones sociales. Y ahora se encontraba allí solo, en una taberna desconocida, terminando su tercera copa y sin contar ni siquiera con el consuelo de un amigo que le impidiera emborracharse como una cuba. ¿Cómo había llegado a ese estado? Agarró la copa de brandy y la levantó para hacer un brindis en su honor.
—¡Por el idiota más grande del mundo!
—¡Oh, me temo que tendrás mucha competencia para ganar ese título, viejo amigo! —Dy se sentó pesadamente en el asiento que estaba frente a Darcy, con el rostro tenso y agotado.
—¿Por dónde has entrado? —le preguntó Darcy sin levantar la vista y tras tomarse un considerable trago de su brandy.
—Por la puerta trasera —contestó Dy con despreocupación—. Conozco al dueño. Me dijo que estabas bebiendo esto —dijo, colocando otra botella de brandy sobre la mesa—. Pero no caí en la cuenta de que ya tenías una botella. Déjame pedir un poco de cerveza o, mejor aún, un poco de café…
—Esto me vendrá muy bien —lo interrumpió Darcy, agarrando la botella, para ponerla junto a la primera, antes de servirle a su amigo una copa.
Dy le lanzó una mirada de curiosidad.
—Creo que la última vez que hicimos algo así fue cuando nos conocimos.
—Tienes razón. —Darcy levantó su copa.
—Por los viejos amigos. —Dy hizo chocar su copa con la de Darcy y lo acompañó. Luego se recostó contra el respaldo, soltando un suspiro.
—Bueno, «viejo amigo». —Darcy balanceó su copa, mientras observaba cómo se movía el brandy—. ¿Ya has acabado tu trabajo de camarero por esta noche, o dentro de un rato te vas a tener que marchar para servirle de doncella a milady?
—Supongo que me lo merezco, pero esperaba algo más de ti, Fitz —repuso Dy con voz firme—. También pensé que te encontraría lo suficientemente sobrio como para oír mi explicación —añadió.
Darcy lo miró enarcando una ceja, dándole otro sorbo a su copa.
—Estoy lo suficientemente sobrio para oír tus miserables excusas por haberme engañado… por haberme hecho creer que te habías vuelto loco a causa de… ¿de qué? No puedo entenderlo, pero todavía te considero mi amigo. —Para enfatizar su punto, Darcy volvió a llenar las copas de los dos y, tomando la suya, la levantó para hacer un brindis—. Por los viejos amigos.
—Ya hemos brindado por eso —señaló Dy, arrastrando las palabras y con una sonrisa sardónica que relajó la tensión de los músculos de su cara. A pesar de todo, levantó la copa para brindar y cerró los ojos, mientras el licor caldeaba sus sentidos—. ¡Ay, qué noche! —Sacudió la cabeza y luego se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y se puso a examinar a su amigo—. Y ahora tengo algo que discutir contigo. Si estuvieras en plenas facultades, sabría qué hacer; pero después de tres…
—Dos —interrumpió Darcy—. No he llegado a las tres… todavía.
—Absolutamente ebrio —insistió Brougham, dejando escapar un resoplido—. No creo haberte visto borracho desde que nos vimos por primera vez en la universidad. Si mal no recuerdo, esa vez nos emborrachamos por las mujeres y los dos juramos renunciar solemnemente a ellas. —Al pensar en ese recuerdo, Dy se enderezó de repente, con una expresión contrariada en el rostro—. ¡Esto no será por causa de lady Monmouth, espero! —exclamó, señalando la botella medio vacía.
—¿Sylvanie? —Darcy miró fijamente a Brougham para poder enfocarlo bien—. ¡Estás loco!
—¡No eres el primero que lo piensa! —Lord Brougham volvió a adoptar una actitud reflexiva—. Parecías bastante fascinado con ella esta noche y naturalmente se me ocurrió…
—No hay nada «natural» en Sylvanie, te lo aseguro. —Darcy se rió con amargura. Luego siguió hablando, con un tono más pensativo—: ¡Ni en ninguna otra mujer, a decir verdad! No se puede confiar en ellas, ni siquiera en una sola… ¡desde la primera hasta la última!
—Ésa es una acusación bastante generalizada. —Brougham se recostó contra el respaldo y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Pero cierta, no obstante. —Darcy se inclinó hacia delante y puso la copa sobre la mesa—. En la infancia aprenden cómo retorcer a los hombres con los dedos, comenzando con sus padres, luego… —Clavó un dedo en la mesa—. Luego comienzan a engatusar a cuanto hombre de corazón sincero se cruza en su camino, ¡convirtiéndolo en un bufón sin cerebro, antes de que él se dé cuenta de lo que sucede!
—¿En serio? —Brougham enarcó las cejas.
—¡En serio! —contestó Darcy y le dio otro sorbo a su brandy. Ahora apenas lo saboreaba, pero el licor parecía fluir hacia sus heridas—. ¡Criaturas ingratas e irritantes! —siguió diciendo, mientras que su amigo se acomodaba—. Diseñadas por la naturaleza para enloquecer al hombre. ¡Te miran con unos ojos que te dejan sin aliento y luego te roban el alma! —Darcy bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Ojos hermosos que prometen un paraíso que sólo tú podrás explorar. —Dejó la copa sobre la mesa con cuidado.
—¿Y luego? —preguntó lord Brougham, tras unos minutos de silencio.
—Luego, cuando el hombre tiene la guardia baja y la mano extendida, le dan la espalda.
—¿Touché? —le dijo Brougham en broma.
—¡Touché y hasta ahí llega el maldito combate! —Darcy se dejó caer sobre el respaldo de la silla y se masajeó las sienes—. ¡Todas son unas traidoras engañosas!
—No hay duda de que tienes razón —convino lord Brougham con indiferencia—. Después de todo, tal vez la regla de Benedick sea la más sabia y los hombres deberían reservarse «el derecho de no fiarse de ninguna».
—Sí, sí —asintió Darcy, levantando la copa y sacudiendo peligrosamente el brandy.
Brougham también levantó su copa.
—¡Por la renuncia a toda la raza de mujeres engañosas… en especial aquellas de Kent!
Darcy bajó el brazo, sonrojado por la confusión.
—¿Kent? ¿Quién dijo algo sobre Kent?
Lord Brougham lo miró con intriga.
—Pues tú; ¿acaso no lo hiciste?
—¿Lo hice? —Darcy frunció el entrecejo con perplejidad por haber perdido el hilo de la conversación—. No, no, allí sólo estaba la trampa… en el parque.
—¿En el parque? —preguntó Brougham, pero luego la cara se le iluminó al recordar—. ¡Ah, sí, el célebre parque de Rosings! La propiedad de tu tía. Bueno, entonces debemos brindar por renunciar a las mujeres engañosas de Londres que van de visita a Kent. ¡Y Dios sabe que coincido totalmente contigo en eso! Por las mujeres engañosas… ¿No? —Brougham suspendió su brindis cuando Darcy comenzó a negar con la cabeza.
—¡Hertfordshire!
—¡Ah, Hertfordshire! —exclamó Brougham con sorpresa—. No puedo decir que sepa mucho sobre las mujeres de Hertfordshire, ¡no lo suficiente como para renunciar a ellas, sin duda! Primero debes instruirme, amigo mío.
Una mirada de absoluto desagrado cruzó por el rostro de Darcy.
—Las crían como conejos en Hertfordshire, ¡al menos cinco por familia! Tienen madres que parecen gatos atigrados, que no hacen otra cosa que dormitar en espera de que aparezca un caballero decente, para caerle encima y casarlo con una de sus hijas, mientras todas ellas retozan a su antojo por el campo, corriendo detrás de cualquier casaca roja.
—¿En Hertfordshire? —preguntó Brougham con asombro—. ¡No tenía ni idea de que fuera un lugar tan interesante!
—¡Interesante! —Darcy puso la copa sobre la mesa con tanta fuerza que el líquido se derramó y le empapó el volante del puño y la manga—. ¡Maldición! —Se alejó de la mesa enseguida, pero no antes de que un poco de brandy cayera sobre sus pantalones. La reacción de Darcy captó la atención de la criada de la taberna, que se apresuró a ayudarlo con un trapo, pero después de examinar de cerca a los clientes, también sacó un pañuelo limpio que le servía de adorno en el corpiño.
—Espera, guapo —le dijo con tono lisonjero a Darcy, mientras le frotaba suavemente la manga con el trozo de lino, que olía a perfume barato—. ¡Así está mejor!