Aunque en el pasillo todavía había muchos invitados de Sylvanie, Darcy se sintió terriblemente solo y, luego, el idiota más grande del mundo. Cuando se recuperó, comenzó a caminar entre la multitud hacia las escaleras. Sería una gran suerte salir sin que nadie lo viera. De esa noche le quedaría el hecho importante de haber abierto los ojos a la realidad política de un país en guerra tanto interna como externa. ¡Eso y una idea totalmente diferente sobre uno de sus viejos amigos! Todavía le daba vueltas la cabeza por la súbita reaparición, a pesar del disfraz de criado, del Dy Brougham que había conocido en la universidad, pero ese enigma tendría que esperar hasta llegar a la taberna. En aquel momento tenía que concentrarse en salir de la mansión de Monmouth y, tal como Dy había recomendado tan tajantemente, ¡rápido!
—¡Darcy! —El grito llegó desde atrás. Sabía que sólo podía ser Monmouth, probablemente enviado por O'Reilly. Vaciló y por un momento sus modales y su educación lo obligaron a seguir las convenciones, pero el segundo grito de Monmouth lo impulsó a continuar hacia las escaleras. Cuando ya las había alcanzado y tenía una mano sobre la barandilla, alguien le agarró el brazo desde atrás—. ¡Darcy! —dijo Monmouth jadeando—. ¡La noche acaba de comenzar! No es posible que ya te marches.
El contacto de Monmouth incitó sus deseos de huir, pero Darcy se controló y se volvió hacia su antiguo compañero de la universidad con una calma increíble.
—Sí, me temo que debo hacerlo. Otro compromiso que no puedo incumplir. Tienes que comprenderlo.
—¡Pero Sylvanie va a cantar en unos momentos! ¡Seguro que tu compromiso puede esperar un poco! —lo instó Monmouth—. Y ella se sentirá tremendamente decepcionada si no te quedas a oírla. Una canción y un trago, ¿qué dices, viejo amigo? —Un pánico soterrado pareció deslizarse bajo aquella tan razonable solicitud, y la expresión cautelosa en el rostro de Monmouth pusieron fin a cualquier duda que Darcy tuviera todavía acerca de la veracidad de las palabras de Dy.
—Imposible, Monmouth —respondió con firmeza—. Ya voy con retraso. Te ruego que me disculpes.
—No mencionaste ningún otro compromiso cuando llegaste —insistió lord Monmouth—. Vamos, si te has sentido ofendido por algo, por favor permíteme corregirlo. Por los viejos tiempos, Darcy.
—¿Por los viejos tiempos, Tris? —Darcy ya no pudo seguir ocultando su disgusto—. ¿Cómo has podido? —le preguntó, soltando el brazo. Cuando Monmouth comenzó a protestar, Darcy le dio la espalda y bajó corriendo las escaleras, mientras le pedía sus cosas al lacayo. Un cierto revuelo le advirtió que no todos los participantes habían renunciado todavía a los planes para atraparlo. Cuando se estaba poniendo el sombrero de copa y tomaba su bastón de manos del lacayo, lady Monmouth apareció en la parte superior de las escaleras.
—¡Darcy! —lo llamó con su voz ronca y sugestiva. Sabía que la buena educación y la cortesía exigían que se girara a mirarla, pero justo en ese momento Darcy sintió que las convenciones sociales se podían ir al demonio. Tomó el bastón con ferocidad y se dirigió bruscamente hacia la puerta, mientras el portero agarraba el pomo y abría.
—Será en otra ocasión, entonces —prometió Sylvanie con una risa llena de rencor—, cuando usted se asuste con menos facilidad ante el mundo que se avecina. —Los que estaban en el vestíbulo y sobre las escaleras soltaron una risita nerviosa.
Darcy se quedó quieto, furibundo y resentido por la burla de Sylvanie y la humillación pública a la que lo había sometido. Echando mano de toda la arrogancia que poseía, dio media vuelta y levantó una mirada fría hacia la hermosa y tentadora dama.
—Nunca, señora —le respondió, pronunciando cada palabra como si fuera un juramento solemne—, ¡nunca en su vida! —Sin dignarse a esperar una respuesta, Darcy se volvió otra vez hacia la puerta y salió con paso firme hacia el frío de la noche.
—Al Fox and Drake, en la calle Portman —le dijo al conductor del primer carruaje que se detuvo junto a la acera.
—Enseguida, patrón. —El cochero se llevó un dedo al ala del sombrero, a manera de saludo.
Una vez que se hubo acomodado en el oscuro interior del coche de alquiler y recorrido varias calles, comenzó a ceder la tensión forjada por la rabia y pudo pensar. ¡Pensar! Arrebatándole a Sylvanie el privilegio de burlarse de sí mismo, comenzó a reprocharse haber sido tan estúpido: ¿Cómo has llegado a desempeñar el papel del idiota más grande del mundo? ¿Cómo es posible que uno de tus amigos más antiguos te haya estado engañando durante años y hayas caído voluntariamente dos veces en la órbita de una mujer inclinada a usarte sabe Dios para qué nefandos propósitos? Que la mujer que amas… Darcy miró por la ventanilla. Las calles de Londres hervían todavía con el bullicio de los ciudadanos más exaltados y así seguirían hasta las primeras horas de la madrugada. Las damas se apoyaban en los brazos de sus caballeros, sonrientes y entusiasmadas, ávidas por disfrutar del brillo y la agitación de las fiestas que tenían lugar en los encumbrados salones de las diferentes salas de baile que prometían las casas señoriales, calle tras calle.
Darcy cerró los ojos para no ver la ciudad, mientras el deseo lo atravesaba como un cuchillo hasta el corazón. Sí, el idiota más grande del mundo. Y lo que el idiota más grande del mundo necesitaba ahora era un trago. Cuando el coche se detuvo, se bajó y le lanzó una moneda al conductor, que la atrapó con pericia.
—¡Buenas noches, patrón! —dijo, asintiendo con la cabeza y guardándose el dinero en el bolsillo.
—Eso todavía está por verse —respondió Darcy. El cochero soltó una carcajada y arreó al caballo para que se pusiera en marcha, dejando a Darcy sumido en la inspección de la fachada de la taberna. Iluminado por una lámpara de la calle, el cartel colgaba resplandeciente, mostrando la imagen de un zorro joven de cuyo hocico colgaba un pato gordo—. Casi —dijo Darcy dirigiéndose al zorro, que sin duda era una zorra—. Pero esta noche el pato ha escapado. —Se inclinó y abrió la puerta de la taberna. Enseguida fue recibido por el dueño.
—¿Qué desea, señor? Tengo un salón disponible —ofreció el hombre animadamente.
—No, un salón no, sólo una mesa tranquila —le respondió Darcy—. ¿Tiene una buena bodega?
—¡Claro, señor!
—¡Bien! Entonces tráigame su mejor brandy. —El hombre sonrió más abiertamente cuando puso una copa sobre una bandeja y comenzó a abrir una botella—. No, usted no me ha entendido bien. —Darcy lo detuvo—. No quiero sólo una copa. Deje también la botella.
Mientras agitaba el resto de su segunda copa de brandy, Darcy pensaba que era curioso ver cómo, cada vez que conseguía controlar sus pensamientos, cuando por fin podía comenzar a albergar la esperanza de dirigirlos por un camino más o menos racional, éstos volvían a caer en un enredo horroroso y melodramático. Se recostó contra el respaldo de la silla y miró por un momento el resplandor del líquido ámbar que estaba atrapado en el cristal que tenía en la mano, luego se lo bebió de un solo trago. ¿Dónde demonios estaba Dy? ¡Si se limitara a cumplir su promesa de venir, ese maldito miserable, ese sinvergüenza! ¡Todos estos años actuando como un auténtico petimetre! Dejó la copa a un lado y sacó su reloj de bolsillo. Las manos le temblaban un poco, pero no tanto como para que al final no pudiera verificar que, en efecto, ya había pasado más de una hora sin que Brougham hiciera acto de presencia. Darcy volvió a guardar el reloj en el bolsillo del chaleco. Bueno, cuando Dy llegara, le iba a decir exactamente lo que pensaba de él. ¡Sí, echarle una buena reprimenda a su amigo le ayudaría a poner fin a aquella tortura infernal!