La suave presión de una mano sobre su brazo lo trajo de nuevo al presente. Bajó la mirada hacia unos ojos llenos de compasión, para ver a su hermana que le tiraba de la manga. Incapaz de negarse, Darcy se inclinó y Georgiana lo besó en la mejilla.
—Querido hermano, cuéntamelo —susurró Georgiana—. Cuéntame qué ocurrió en Rosings.
Al oír la súplica de Georgiana, Darcy la miró a la cara, sintiendo que el corazón dejaba de latirle en el pecho, pero enseguida se recuperó. La amorosa petición de Georgiana y su tierno beso habían llegado al fondo de su alma, tentándolo a relatarle todo el dolor que le había causado el rotundo rechazo de Elizabeth y la amargura que le producía pensar en esa imagen de sí mismo surgida a raíz de su entrevista; pero algo en los ojos de Georgiana le hizo contener la lengua con un súbito e airado ataque de terquedad. ¿Sería posible que ella pudiese comprender su dolor? Sí, Darcy estaba seguro de que lo que Georgiana había experimentado a causa de las manipulaciones de Wickham debía de haber sido igual de devastador, antes de que provocara en ella esos cambios tan inesperados e hiciera surgir esa singular madurez que ahora mostraba. Pero aunque se seguía sintiendo agradecido por el consuelo que ella había encontrado en la religión, él no podía encontrar en los fríos preceptos divinos nada, hasta ahora, ni siquiera la compasiva solicitud de los ojos de Georgiana, que lo arrastrara en esa dirección. La religión siempre le había hecho sentir incómodo y, después de todo lo que había vivido últimamente a causa de los mandatos de la providencia, se sentía decididamente opuesto a ella.
—¿Fitzwilliam? —El tono de la voz de Georgiana le advirtió que su actitud había dejado entrever algo de lo que había pasado en su interior. Fuera lo que fuera —aún no podía darle un nombre—, Darcy sabía que no era algo apropiado para la tierna sensibilidad de su hermana. Hizo un esfuerzo para suavizar su expresión y luego se volvió hacia ella, le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—No pasó nada, querida. No te preocupes. —Darcy le acarició la mano con el pulgar, pero no pudo mirarla a los ojos. De repente, su habitación y, de hecho, toda la casa, pareció convertirse en una jaula que lo oprimía y lo limitaba. ¡Sintió que si no salía se iba a ahogar! Soltó la mano de Georgiana—. Te agradezco el desayuno y la compañía, pero ahora tengo que salir. —Fue rápidamente hasta el cordón de la campanilla y le dio un tirón.
—¿Salir? —Georgiana frunció el entrecejo con desconcierto—. ¿Adónde tienes que ir?
—Tengo que salir, querida —replicó Darcy casi con brusquedad, sintiendo que la urgencia por escapar a la aguda observación de su hermana le resultaba casi un peso intolerable.
—P-pero… no hemos terminado de hablar sobre lo que vamos a hacer con el retrato —tartamudeó Georgiana, suplicándole con los ojos que se quedara.
—El retrato —repitió Darcy de manera distraída, sin ganas de mirarla a los ojos—. Me temo que no podemos dejar de hacer algo especial.
—Fitzwilliam, por favor… —protestó Georgiana, pero él la interrumpió.
—Debes hacerte a la idea, Georgiana, y proceder de la manera que se espera y con tanta elegancia como puedas. Te prometo que reduciremos la lista de invitados sólo a la familia y nuestros amigos más cercanos, pero hay que hacer una celebración especial para descubrir el retrato. —Sólo en ese momento se atrevió a mirar a su hermana, pero vio con alivio que ella había dado media vuelta. Un ruido en la puerta del vestidor reclamó su atención.
—¿Señor Darcy? —La formalidad con que Fletcher se inclinó para hacer la reverencia reveló que todavía no se había acostumbrado a la inesperada presencia de la señorita Darcy en la habitación de su patrón.
—Mi abrigo, Fletcher. Voy a salir.
—¿A salir, señor? Pero ¿adónde, señor? —preguntó el ayuda de cámara, desconcertado por el tono brusco de la orden—. ¿Necesita usted el abrigo para dar un paseo, o va a ir en coche…?
—¡Voy a salir! —repitió Darcy, sintiéndose cada vez más irritado mientras se esforzaba por encontrar un destino que pudiera satisfacer al mismo tiempo la curiosidad de sus inquisidores y su propia necesidad de alivio. De pronto se le ocurrió una solución—. Voy a… ¡el club de esgrima!
—Muy bien, señor. —Fletcher volvió a hacer una profunda reverencia, pero su deferencia fue inútil pues, a pesar de la suavidad con que la señorita Darcy cerró la puerta al salir, el ruido resonó en toda la habitación.
—Sí. —Darcy miró a su alrededor con gesto de aprobación, antes de comenzar sus ejercicios de calentamiento. Había hecho la elección correcta. El ambiente del club de esgrima era exactamente lo que necesitaba para exorcizar los demonios de su cabeza y la tensión corporal que lo había atormentado desde su encuentro con Elizabeth. Echó hacia atrás los hombros y comenzó moverlos y a rotarlos para poder relajar los músculos de la espalda y de los brazos, preparándose para el esfuerzo que iba a exigirles enseguida. Hacía bastante tiempo que no empuñaba una espada o un florete, y aunque le resultaba agradable aquel peso y la necesidad por ponerse en acción era enorme, era consciente de que tenía que hacer una aproximación lenta. Sí, esto era exactamente lo que necesitaba. En aquel lugar sólo le iban a exigir un poco de honestidad, juego limpio y estilo al manejar la espada. Y de eso era tan capaz como cualquier caballero; porque las dos primeras cosas las llevaba en la sangre y, en cuanto a lo último, Darcy sabía que, por lo general, su manejo de la espada era considerado poderoso y elegante.
Con el rabillo del ojo vio a Genuardi, el maestro de esgrima, que le saludó con una ligera inclinación. Ignorando las miradas de envidia que le lanzaron otros espadachines menos aventajados, que soñaban con recibir una atención similar, Darcy hizo una pausa en su calentamiento, le devolvió el saludo y luego regresó a sus ejercicios. Sintió que la sangre comenzaba a correr más rápido por sus venas y que sus músculos y tendones empezaban a calentarse. También notó que la rigidez que había aquejado sus músculos últimamente desaparecía de forma gradual. Sus movimientos se fueron haciendo más rápidos y fluidos, hasta que finalmente fue inundado por esa corriente de poder y control sobre su cuerpo que sabía que podría acometer todo lo que él quisiera. ¡Dios, qué bien se sentía! Fue reduciendo el ritmo de los movimientos, mientras los latidos de su corazón se iban haciendo un poco menos fuertes, y luego se detuvo para limpiarse el sudor de la frente e inspeccionar el salón en busca de un contrincante. Sólo un segundo antes de sentir un golpecito sobre el hombro, oyó unos pasos detrás de él.
—¡Darcy, viejo amigo! ¿Dónde has estado?—Sorprendido por la voz, Darcy se dio la vuelta para quedar frente a lord Tristram Monmouth, que gesticulaba descuidadamente con el florete—. ¿Te gustaría tener un par de asaltos conmigo? —preguntó Tris mientras enarcaba perezosamente las cejas, pero Darcy detectó en la actitud de su antiguo compañero de universidad una cierta tensión nerviosa que no pudo explicar. El hecho de que Monmouth estuviera allí ya le resultó suficientemente extraño. Darcy no podía recordar haberlo visto nunca en el club de esgrima durante los últimos dos años. Tal vez la fascinación por su esposa, lady Sylvanie, había comenzado a menguar.
—Monmouth —contestó Darcy, asintiendo para mostrar que aceptaba el reto; luego se alejó para tomar su posición sobre la pista. La tensión era buena. Hacía que el contrincante actuara con demasiada cautela, o demasiado descuido, y cualquiera de las dos cosas podía convertirse en una ventaja. Mientras afirmaba los pies en el puesto, Darcy levantó la mirada para observar a su oponente y decidió que, en el caso de Monmouth, sería demasiado descuido. Aunque no pudo explicar exactamente por qué, ya que el grito de «¡En garde!» resonó enseguida en sus oídos. El asalto comenzó. En pocos segundos, Darcy se dio cuenta de que estaba en lo cierto. En sus épocas estudiantiles, la habilidad de Tris con la espada solía ser admirable, pero era evidente que se había estancado desde entonces.