Caminaron en silencio. Darcy se preguntaba qué tema debería sacar a colación, ahora que tenía segura a su acompañante. En realidad, en aquel instante, él se sentía plenamente satisfecho con el simple hecho de tenerla cerca y con la maravillosa presión que ejercía la mano de la muchacha sobre su brazo; pero las convenciones exigían que hubiese un poco de conversación. Y después de pensarlo, sería maravilloso poder escuchar, tan cerca de su oído, cualquier observación u opinión que ella pudiera querer expresar, prácticamente sobre cualquier tema. Después de todo, la razón que él se había repetido a sí mismo una y otra vez como justificación para aquellos encuentros casi clandestinos era, precisamente, saber más de ella.
—¿Está disfrutando de su estancia en Hunsford, señorita Bennet? —Darcy rompió finalmente el silencio con una pregunta sencilla, que no entrañaba ningún riesgo.
—Sí, sí, estoy disfrutando mucho —respondió Elizabeth con sinceridad—. Charlotte, la señora Collins, es una vieja amiga muy querida, que conoce bien mi manera de ser y no tiene ningún reparo en ofrecerme la libertad que me agrada.
¡Vaya! Darcy se alegró con la afirmación de Elizabeth de que ése y otros encuentros futuros no corrían el peligro de contar con la inesperada presencia de la señora Collins. Además, tal como él había sospechado, la esposa del párroco intuía algo y le había prometido a Elizabeth su cooperación. Darcy bajó la vista hacia el sombrero de paja que se balanceaba junto a su hombro, sintiéndose invadido por una sensación de felicidad. ¿Acaso no era así como podría ser su existencia, con esa dulzura, esa sensación de plenitud que le producía la presencia de la muchacha a su lado, apoyándose mutuamente mientras perseguían el fin de una vida compartida? ¡Si pudiera silenciar el estruendo que armaba su sentido del deber!
Al llegar al primer desvío, que era difícil de distinguir incluso para Darcy, él la invitó a seguirlo con una sonrisa que inspiraba confianza y respondía al gesto interrogativo de la muchacha.
—¡Paciencia! —Fue toda la explicación que le dio. Apartando con cuidado las ramas que ocasionalmente habían invadido el camino desde su última visita a aquel lugar en concreto, cinco años atrás, Darcy escoltó a Elizabeth a través de la senda escondida. El sendero era bastante recto y únicamente se desviaba para rodear una piedra gigante de forma extraña o un árbol, porque era un camino que él y Richard habían abierto cuando eran niños. En ese momento su objetivo era llegar a su destino tan rápidamente como fuera posible, y no disfrutar del placer de la caminata. Minutos después llegaron a un claro que, durante la infancia, había representado el papel de muchos lugares imaginarios: la isla desierta de Crusoe, una fortaleza salvaje sitiada por el valeroso Wolfe en América, un castillo que había que defender hombro con hombro con Arturo. Se volvió hacia ella para ver su reacción. La exclamación de felicidad que Elizabeth dejó escapar era exactamente lo que él esperaba.
—Fitzwilliam y yo encontramos este sitio el verano en que yo tenía diez años, a pesar de que el guardabosques de lady Catherine trató de disuadirnos muchas veces. —Elizabeth dejó de mirar a Darcy. Él la observó en silencio, mientras ella exploraba el lugar, seguro de que había entendido que aquello se había convertido en el primer regalo que le daba.
Algún día, Darcy le contaría el resto: cómo el guardabosques de lady Catherine había tratado de evitar que Richard y él exploraran el bosque en aquella lejana época, contándoles historias acerca de un temible jabalí salvaje que habitaba en él. Desde luego, ese tipo de cuentos era exactamente lo que ellos necesitaban, y enseguida habían salido como un rayo a buscar al animal. Le contaría también que, cuando llegaron al camino principal que atravesaba el bosque, iban tan asustados con los rugidos que ellos mismos se imaginaban que salían de entre los árboles, que habían terminado rodando por la ladera de la colina, sin tener la menor idea de hacia dónde iban, y habían llegado a aquel claro escondido. Algún día, Darcy le contaría… pero no ahora. En aquel instante, sólo quería compartir con ella el espíritu mágico y misterioso que siempre había sentido que poseía ese lugar.
—Gracias, señor Darcy. Es muy hermoso. —Elizabeth se reunió nuevamente con él tras unos minutos, con una expresión de agradecimiento en el rostro—. Nunca habría encontrado este sitio por mis propios medios.
—Ha sido un placer, señorita Bennet —respondió Darcy, mientras ella se alejaba de él y comenzaba a regresar por el camino por el que habían venido. El caballero reconoció la prudencia del mensaje tácito de la muchacha; no debían permanecer más tiempo allí, en el claro, solos. Después de hacerle un gesto de agradecimiento a su antiguo refugio por portarse tan bien con él, dio media vuelta y comenzó a caminar tras ella. El ruido de las hojas mezclado con el crujido de las ramas le advirtió de la presencia del viento de primavera. Como Darcy sabía por su ya larga experiencia, el viento pronto se precipitaría hasta el claro y por eso se agarró instintivamente el ala del sombrero y miró a Elizabeth para ponerla sobre aviso, pero las palabras se le amontonaron en la garganta al ver cómo el viento la rodeaba, jugueteando con su sombrero y su vestido.
Ante tan encantadora visión, todo su ser lo instó súbitamente a seguirla, asegurándole con frenesí que todo lo que deseaba encontraría respuesta si la rodeaba con sus brazos para protegerla, le acariciaba las mejillas y buscaba la suavidad de sus labios. Avanzó para cumplir su sueño, cegado ahora por el deseo, que había desplazado a la serena felicidad, y estaba tan alterado que su mente racional sólo logró detenerlo cuando estaba casi sobre ella.