—¡Señor Darcy! —La sorpresa y el desconcierto en la voz de Elizabeth volvieron al caballero a la realidad.
—Señorita Bennet. —Se oyó decir Darcy y, al oír sus palabras, recuperó el dominio de su cuerpo. Le hizo una inclinación. La curiosidad reemplazó entonces a la sorpresa en los ojos de la muchacha, cuando lo vio volverse a poner el sombrero y caminar hacia ella—. ¿Está usted comenzando su paseo matutino —preguntó Darcy con una voz no tan firme como le habría gustado—, o se encuentra al final de su excursión?
—Estaba a punto de regresar, señor —le informó Elizabeth, mientras parecía buscar algo detrás de él, por el camino—. ¿No lo acompaña el coronel Fitzwilliam?
—No, a mi primo no le gusta la luz de las primeras horas de la mañana —contestó Darcy, ansioso por terminar con la charla acerca de Richard. Luego se obligó a insistir y tomar el control de la conversación—. Si usted va a regresar, señorita Bennet, ¿me permite ofrecerle mi compañía? —La expresión de Elizabeth volvió a reflejar desconcierto—. Será un placer —añadió Darcy en voz baja, extendiendo el brazo. Ella asintió lentamente para mostrar su aceptación y puso su mano sobre el brazo del caballero. A él le costó trabajo contener el impulso de proteger la mano de la dama con la otra mano. Pero, en lugar de eso, hizo señas para iniciar el camino de vuelta—. ¿Vamos?
—Sí, gracias, es usted muy amable —murmuró Elizabeth.
—Es un placer —repitió Darcy de manera distraída, pues estaba concentrado en refrenar a su corazón desbocado, mientras disfrutaba al mismo tiempo del cúmulo de sensaciones que le producía el hecho de estar cerca de ella.
—Señor Darcy. —Elizabeth levantó la cabeza para mirarlo—. Hay innumerables senderos en Rosings, ¿no es así?
—Sí, eso creo —respondió él, y luego desvió la mirada rápidamente hacia el camino, con el fin de ocultar la sonrisa que amenazaba con asomar a sus labios. ¡Caramba, aquello iba a ser imposible! ¿Cómo podía evitar reírse como un tonto si el cielo mismo estaba agarrado de su brazo?
—Tal como pensé. —La satisfacción de Elizabeth con esa deducción aparentemente tan sencilla lo intrigó, pero ella le aclaró rápidamente el misterio al decir—: Aunque no he recorrido todos los senderos de Rosings, le ruego que me permita decirle que éste en particular me parece muy eficaz para serenar el espíritu y promover la reflexión solitaria.
—¡En efecto! —Darcy desvió la mirada, desesperado por ocultar la sonrisa que otra vez amenazaba con asomar involuntariamente. ¡Gracias a Dios su estatura y su porte no permitían que ella le viera la cara! No estaría bien ser demasiado obvio, revelar abiertamente la magnitud del placer que le había causado lo que ella le había comunicado de manera tan delicada. Pues bien, ¡estaba decidido! Allí podría encontrarla si quería seguir adelante con la idea de tener conversaciones privadas.
—Entonces, ¿le gusta pasear sola, señorita Bennet? ¿No le gustaría tener compañía?
—Ah, sí, a veces. La compañía adecuada puede marcar una gran diferencia en el placer que produce un paseo. Pero si no puedo tener esa compañía, prefiero mi propia compañía, señor, y el silencio.
—Entonces también somos de la misma opinión en esa cuestión —dijo Darcy, asintiendo. La compañía adecuada… Ah, ¡mejor que mejor!
Elizabeth volvió a levantar la cabeza para mirarlo, con una expresión de curiosidad.
—No entiendo a qué se refiere, señor Darcy.
—Estoy seguro de que fue usted quien lo notó primero. —Ella siguió mirándolo con desconcierto y como Darcy no podía soportarlo, explicó—. Usted me dijo una vez que observaba una gran similitud en nuestra forma de ser. Le ruego que me permita guardar silencio sobre las observaciones particulares que hizo esa noche, pero, en general, creo que su apreciación es correcta.
—¡Por supuesto! —exclamó Elizabeth y fue ella quien desvió la mirada esta vez. El resto del camino de regreso hasta Husford transcurrió en un silencio que a Darcy le pareció agradable y que ninguno de los dos quiso romper hasta que llegaron a la puerta de la empalizada que estaba frente a la casa parroquial. Darcy la abrió con la mano que tenía libre y sólo en ese momento sucumbió a la tentación de estrechar la mano que descansaba sobre su brazo. La tomó y la sostuvo mientras hacía una reverencia. Luego la soltó y dio un paso atrás.
—Que tenga un buen día, señorita Bennet —dijo con voz suave.
—Lo mismo le deseo, señor Darcy —respondió ella. Él le dirigió una sonrisa enigmática. Ella volvió a mirarlo con curiosidad, luego hizo un gesto con el sombrero y dio media vuelta para regresar a Rosings. De nuevo al amparo de los árboles, Darcy se golpeó la palma de la mano izquierda con el bastón. ¡Aquello sí que era un progreso! ¡Por Dios, apenas podía esperar a que llegara mañana!
A la mañana siguiente llovió, y aunque como terrateniente Darcy agradeció la lluvia, se vio obligado a pasearse con impaciencia por los corredores de Rosings mientras le refunfuñaba a su primo por cualquier motivo. Finalmente, cuando Richard ya no pudo aguantar más su mal humor, se retiró con un libro a un rincón de la amplia pero poco usada biblioteca de su tía. Darcy pensó malévolamente que dudaba que ella hubiese podido leer todos los volúmenes allí almacenados, aunque hubiese estudiado y se hubiese convertido en una gran lectora, pero luego se reprendió por su falta de compasión. ¿Qué era lo que le pasaba? ¡Él sabía lo que le ocurría! Quería estar en la alameda con Elizabeth, tener otra vez su mano sobre el brazo y sentir cómo su cercanía invadía sus sentidos.
Tras soltar un suspiro, dirigió su atención al libro que había elegido al azar y trató de concentrarse en las palabras impresas que tenía delante, pero el suave chirrido del pomo de la puerta le hizo levantar la cabeza enseguida. ¿Acaso Richard estaba tratando de espiarlo a escondidas? La puerta se abrió un poco antes de revelar la mano que estaba detrás de tanto sigilo. Darcy abrió los ojos con sorpresa. ¡Anne! La ligera figura de su prima se deslizó hacia el interior de la biblioteca y se apresuró a cerrar la puerta detrás de ella con suavidad. ¡Pero la señora Jenkinson no estaba con ella! Aterrado, Darcy arrugó la frente. Probablemente era la primera vez que veía a Anne sin que su dama de compañía estuviera a su lado. Sin detenerse a mirar a su alrededor, su prima se dirigió directamente hacia las estanterías que había entre las ventanas que miraban hacia el norte y comenzó a revisarlas ansiosamente, libro por libro. La rigidez de su figura y los pequeños suspiros de frustración que se oían a través de la estancia le indicaron a Darcy que Anne no estaba teniendo mucho éxito al revisar las estanterías de abajo y que pronto necesitaría las escaleras. Impulsado por un ataque de amabilidad sumado a la curiosidad, el caballero se levantó de su silla.