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Chapter 188 - Capítulo 188.- Precioso para poseerlo XIII

—¿Darcy? ¡Eh, Darcy! —Más que sus palabras, lo que distrajo la atención de Darcy de la contemplación de la maravillosa luz del sol que jugaba con los hermosos rizos de Elizabeth fue el sonido divertido que pudo apreciar en la voz de Fitzwilliam—. ¡Nunca te había visto comportarte de una forma tan estúpida, primo! Se lo juro, señora —dijo el coronel, dirigiéndose a la señora Collins—. ¡Generalmente no es tan descortés como para ignorar por completo a su anfitriona! Sé que es capaz de articular al menos media docena de palabras de manera coherente.

—Eso, mi querido primo, se debe a que los militares rara vez podéis recordar el significado de un comunicado que contenga más palabras —repuso Darcy, plenamente consciente de la mirada burlona de su primo. Insensible al dardo, Fitzwilliam hizo ademán de desplomarse por el impacto, lo cual hizo que todo el salón se riera. ¡Maldito Richard! Pero era cierto. Darcy se había distraído y se había quedado absorto en la contemplación exclusiva de la mujer que estaba sentada ante él, iluminada por la luz de la mañana que entraba por la ventana más próxima—. Le ruego que me perdone, señora. ¿Puedo servirle en algo?

—No era nada importante, señor Darcy. —La sonrisa de la señora Collins parecía sincera, al igual que la curiosidad que se reflejó en su rostro. Darcy tendría que tener más cuidado y vigilar mejor su errática atención. No, no es errática, se corrigió. El problema era totalmente lo contrario; su atención estaba exclusivamente dirigida… a Elizabeth. Su rostro, su figura, su cabello, la encantadora manera en que su voz subía y bajaba por la escala musical, la delicadeza de sus manos, sosteniendo con sus dedos firmes el bordado. Darcy no se atrevía ni siquiera a pensar en los ojos o en esos labios que ahora esbozaban una sonrisa, al presenciar el cómico diálogo entre él y Richard… ¿O tal vez se estaba burlando de su distracción? ¡Maldición! Darcy miró hacia la ventana. Aquélla era su tercera visita a la rectoría esa semana, la segunda con Richard, y él se encontraba tan cerca de tomar una decisión como del domingo. Decidió que el problema era que había demasiada gente alrededor. Aunque después de su reciente experiencia sabía que las entrevistas privadas estaban llenas de peligros y dificultades, ¿cómo podría obtenerlas respuestas que necesitaba? ¿Cómo podría lograrlo? No podía depender de otra feliz casualidad, y tampoco podía esconderse entre los arbustos esperando a encontrarla sola.

—¡Ah, nunca debe pensar eso! —La respuesta de la señora Collins a algo que Fitzwilliam había dicho interrumpió la reflexión de Darcy sobre su dilema—. La señorita Bennet es una joven muy fuerte, como muchas de las jovencitas de Hertfordshire. ¡La he visto caminar desde su casa hasta Meryton y regresar hasta dos veces en un día!

¡Caminar! ¡Claro! ¿Cómo podía haberlo olvidado? El recuerdo de las enrojecidas mejillas de Elizabeth a causa del viento y sus ojos brillantes, el día que había aparecido repentinamente en el comedor de Netherfield, volvió a su memoria con una claridad desconcertante. Con frecuencia ella caminaba sola en Hertfordshire. ¿Haría lo mismo en el parque de Rosings?

—¿Es cierto, Darcy? —Fitzwilliam lo miró con una ceja levantada, mientras él se obligaba a retomar la conversación—. ¿Es la señorita Elizabeth Bennet tan buena caminante como nos quiere hacer creer la señora Collins?

—Indudablemente —respondió Darcy. De repente, tuvo un súbito ataque de inspiración. Si caminaba sola, ¿acaso eso no podría ofrecerle la privacidad que él deseaba?—. Yo puedo dar fe de su diligencia en Hertfordshire, pero la señorita Bennet debe confesar si le parece que Kent también es digno de sus excursiones.

—Ah, entonces, díganos, señorita Bennet, ¿le parece tentador el campo de Kent? —Fitzwilliam sonrió—. O tal vez debería preguntar: ¿le parece tentador el parque de Rosings? Debe usted olvidarse de que somos parientes de lady Catherine y decir toda la verdad.

Sí, Elizabeth disfrutaba mucho con sus paseos. Los campos y alamedas de Rosings se habían vuelto tan atractivos para ella como cualquier excursión por Hertfordshire. Darcy sonrió mientras recordaba la escena que había tenido lugar en la casa parroquial de Hunsford. Él sabía que el tono confidencial de la respuesta de Elizabeth había sido totalmente sincero, y la satisfacción que le produjo la seguridad de saber lo que ella pensaba y poder interpretar sus palabras fue profunda y duradera. Elizabeth no estaba fingiendo. Así que allí estaba Darcy, atravesando el parque tan pronto como se había disipado el rocío, sumido en un torbellino de ansiedad ante la expectativa de encontrársela… sola. El acelerado ritmo de su corazón no tenía nada que ver con el ritmo o la amplitud de sus pasos sino con sus esperanzas. Desde el momento en que se había despertado, ese indomable músculo se había resistido a cualquier tipo de control o dirección para latir más pausadamente.

Al menos no había sorprendido a Fletcher. Su ayuda de cámara se encontraba preparado desde muy temprano para atenderlo y lo había saludado en la silla del afeitado con un sencillo «Buenos días, señor». El caballero tenía la esperanza de recibir alguna sentencia shakespeariana cuyo significado lo hiciera reflexionar, pero Fletcher se había concentrado en su trabajo con silenciosa precisión y lo había despachado muy bien vestido con un simple «Buena suerte, señor Darcy». ¡Aquello sí que le había resultado extraño! No podía recordar que Fletcher lo hubiese despedido antes con esa frase, pero la visión de una mancha amarilla al otro lado de los árboles que se alzaban ante él le hizo olvidarse de todo, y su corazón empezó a latir a un ritmo aún más acelerado. Aferró con fuerza su bastón de caña y apresuró el paso. De pronto, al dar la vuelta a un recodo del camino, allí estaba ella, como una aparición de color crema y amarillo que vagaba de manera pensativa entre los helechos y las violetas silvestres que tapizaban el bosque. Darcy disminuyó el paso e hizo el último intento por recuperar la compostura antes de que ella se percatara de su presencia, pero fue inútil. Tan pronto como apareció ante la muchacha, ella levantó la cabeza de su atenta observación de la naturaleza que la rodeaba. Con los ojos abiertos por la sorpresa, Elizabeth lo miró directamente y, en ese momento, pareció disparar un dardo tan real que Darcy sintió como si le atravesara el pecho para alojarse en lo más profundo de su ser, haciéndole detenerse.