Cuando las puertas de Rosings se cerraron tras él, Darcy agarró la empuñadura dorada, en forma de cabeza de grifo, de su bastón de caña favorito y, bajando de dos en dos, descendió la escalera y atravesó el parque a grandes zancadas, hasta llegar al bosquecillo y alcanzar el camino que llevaba a Hunsford. A pesar de la agitación que había sufrido aquella noche, se había despertado esa mañana sintiéndose curiosamente vigoroso y ansioso por ver qué le depararía el día. Tan pronto como abrió los ojos, se quedó totalmente inmóvil, mientras el recuerdo de las confesiones de la noche anterior se despertaba con él para recorrerlo como un río de vino dulce y embriagador. Su corriente se arremolinaba aquí y allá contra las playas de su mente y sus emociones, despertándolas maravillosamente a la vida. Diferente… se sentía tan diferente. ¿Exactamente cómo? Esbozó una sonrisa al comprobar lo absolutamente previsible que era su yo lógico y racional. ¿Qué importaba cómo se sentía? ¡Se sentía tan extraordinariamente… vivo!
El ruido de los preparativos de Fletcher en la estancia contigua, que le resultaba tan familiar, distrajo su atención por un momento hacia una idea totalmente distinta. Pronto su ayuda de cámara entraría para informarle de que todo estaba listo para su aseo matutino. Darcy giró la cabeza y observó la almohada vacía a su lado. La rutina de Fletcher ciertamente tendría que cambiar cuando… No, Darcy se obligó a detenerse, no debía pensar en eso ahora, porque no podía permitir que ese tipo de imágenes influyeran sobre sus pensamientos. Primero debía poner en marcha la decisión que tanto trabajo le había costado tomar y para hacer eso debía dar los pasos necesarios para estar en compañía de Elizabeth y no quedarse en la cama, soñando. ¡Tenía que ver a Elizabeth! ¡Esa misma mañana!
—Y sin Richard —le dijo con firmeza a su corazón. Darcy apartó las mantas, se levantó y abrió la puerta del vestidor, sorprendiendo a Fletcher al informarle de que quería comenzar con el ritual de la mañana de inmediato. Afeitado y vestido en un tiempo récord, Darcy bajó al salón del desayuno, que por fortuna encontró vacío, y allí se tomó una taza de café, un huevo y tostadas. Ahora finalmente se encontraba en camino y solo.
¡Por Dios, el día era precioso! Disminuyó el paso cuando entró en el bosquecillo, pues allí los árboles podían protegerlo de la mirada indiscreta de un observador ocasional que lo estuviese viendo desde alguna ventana de Rosings. Le dijo a Fletcher que, en caso de que alguien preguntara, se había ido a dar un paseo, pero se reservó el destino de su caminata. En aquel momento, bajo la sombra del bosquecillo, podía tomar cualquier dirección sin ser visto. El sol de la mañana penetraba de manera oblicua entre las ramas de los árboles, haciendo brillar las partículas de polvo que se filtraban hacia abajo, como si le estuviese ofreciendo un camino fantástico hacia los deseos de su corazón. ¡Un camino de hadas, ciertamente! Darcy resopló al darse cuenta del ridículo giro que habían tomado sus pensamientos y sacudió la cabeza, pero no pudo deshacerse de la idea ni de la imagen que acudieron a su mente. Lady Sylvanie. Darcy la había comparado una vez con una princesa de las hadas y ella había demostrado ser así de peligrosa. Sus rizos de color azabache y sus tempestuosos ojos grises invadieron las ensoñaciones del caballero bajo el tentador disfraz ante el cual había estado tan cerca de sucumbir en la galería del castillo de Norwycke. Volvió a sacudir la cabeza, esta vez para deshacerse de la imagen. No, al final de ese camino no había ningún hada sino una mujer maravillosamente real, cuyo corazón no albergaba tanta oscuridad como el de la otra.
La imagen más placentera de Elizabeth la noche anterior, con la ceja enarcada sobre unos ojos burlones, fue deteniendo cada vez más a Darcy, hasta quedarse inmóvil en la mitad del camino, atrapado por una súbita inquietud. Sí, la Elizabeth real, humana e impredecible estaba al final del camino; la Elizabeth que nunca dejaba de empuñar la espada cuando hablaban. Y él tenía el propósito de visitarla solo, sin Richard. A excepción de esa angustiosa hora en que habían compartido en silencio la biblioteca de Netherfield, Darcy nunca había estado a solas con Elizabeth, sin que estuvieran presentes su familia o sus amigos, y sin el apoyo de sus propios amigos o parientes. De repente, pensó en la extraordinaria utilidad de su primo. Tal vez debería regresar, esperar a que Richard se levantara y estuviera listo y proponerle una visita a Hunsford. Estaba a punto de darse la vuelta cuando la importancia de sus propios pensamientos lo detuvo. Ella lo había retado a practicar, ¿no era cierto? ¿Acaso se iba a retirar a la primera oportunidad? Todas sus emociones internas clamaron en señal de protesta. Entonces, practicaría. ¿Había una manera mejor de conocer algún dato más sobre la forma de ser de la muchacha y evaluar la fuerza de sus propios sentimientos? Avanzó de nuevo, sintiéndose más seguro cuando recordó que la señora Collins y su hermana también estarían presentes.
—Y probablemente también Collins. Confío en eso —se dijo para sus adentros—. ¡Las posibilidades de conversación entre tres damas y un caballero son excesivamente favorables, hombre!
Llegó rápidamente al final del camino y tomó la vía principal hacia la aldea de Hunsford. El sendero de la casa parroquial estaba un poco más adelante y después de pasar la estrecha entrada, se dirigió con seguridad hacia la puerta, rozando con las botas las jardineras llenas de flores, y tocó la campanilla. Abrió la puerta la misma sirvienta de la primera visita.
—Soy el señor Darcy, vengo a ver a las señoras de la casa —le informó a la criada, que le hizo una reverencia y se apartó. El caballero se quitó el sombrero de copa y esperó a que ella volviera a cerrar la puerta y lo condujera arriba. La casa parecía muy silenciosa.
—Por aquí, señor, por favor, señor —balbuceó la criada y lo condujo a las escaleras. El ruido que hacían sus botas sobre los escalones puso de manifiesto el silencio del lugar.
No se oía voz alguna, ningún ruido de platos o pasos le acompañaron en su avance por las escaleras y el pequeño vestíbulo. La criada se detuvo ante la puerta del salón y, después de abrirla, hizo una reverencia.
—El señor Darcy, señorita.
—Gracias —contestó desde dentro una voz vacilante. Darcy pasó frente a la criada y entró en el salón, pero enseguida se quedó helado. La dama de su corazón estaba allí de pie, adorable y, Santo Dios, ¡completamente sola! Con seguridad los demás estaban cerca… ¡en alguna parte! Darcy tragó saliva e hizo una inclinación, pero después de alzar la cabeza fijó los ojos en el extremo del salón. ¡No, no había nadie! Volvió a mirar a Elizabeth, cuyos ojos parecían reflejar la misma incomodidad. ¡Discúlpate, idiota!
—Señorita Bennet —comenzó a decir de manera rígida—, le ruego que me perdone por importunarla de esta manera. Tenía entendido que todas las damas estaban en casa.