Esa noche, mientras Darcy estaba acostado en la incómoda cama de huéspedes ilustres de su tía, agradeció la falta de comodidad pues eso le daba tiempo para repasar los tormentosos acontecimientos de la velada. ¡Tenía que serenarse y aclarar sus sentimientos por la señorita Elizabeth Bennet! La luz de la vela que tenía al lado titiló, produciendo sombras que bailaban en el dosel que había sobre su cabeza, mientras yacía estirado, mirando hacia la oscuridad, con los dedos entrelazados debajo de la nuca. En aquel lugar, en los silenciosos rincones de la noche, Darcy podía pensar con claridad, verla con claridad, sin distracciones. No habían hablado mucho después de que ella abandonara el piano, excepto lo que exigía la cortesía, pero tenía grabada en la memoria cada mirada, cada palabra que había salido de sus labios, cada gentileza que le había dedicado. Podía verla inmóvil mientras estaba ante al instrumento y el resplandor de las velas jugueteaba con el brillo de sus ojos. Se había quedado extasiado con cada sonrisa, cada gesto de su frente, cada canción que había cantado. Elizabeth había mostrado el porte, la inteligencia, el ingenio y la gracia que él le había descrito a Georgiana, cuando ella lo había interrogado. Sabía que Elizabeth Bennet era una persona compasiva y leal con todos los que tenían alguna relación con ella. Pero esa noche le había sumado a eso una gran dosis de tolerancia y educación frente a las críticas y los insultos descarados de su tía. Y había hecho que él se conociera a sí mismo.
¿Qué era lo que Darcy sentía? ¿Cuál era, en definitiva, su posición en medio de aquel angustioso enredo? Las sombras bailaron sobre el dosel, atormentándolo con el misterioso efecto que había tenido sobre su vida aquella muchacha de Hertfordshire. Había sido Georgiana, con su romántica inocencia, quien se lo había señalado primero. ¿Acaso él… la amaba? Realmente no lo sé, había sido su respuesta. En aquel momento él se había anticipado a su hermana y la había eludido por medio de abstracciones sobre los sentimientos, pero ahora… ¡Ahora era esencial para su tranquilidad saber la verdad! Tal vez si empezaba desde el principio… Él la admiraba, de eso estaba seguro. Se sentía increíblemente atraído por ella. Sí, cada fibra de su cuerpo podía dar testimonio de eso. Le parecía que su conversación y su ingenio eran interesantes, desafiantes e intensamente agradables. En cuarto lugar… Darcy hizo una larga pausa. ¿En cuarto lugar? Una carcajada resonó en medio del silencio de la habitación, cuando se dio cuenta de lo ridículo que era todo aquello. ¿Qué estaba haciendo? ¿Representando el papel de un tacaño usurero que registra minuciosamente lo que vale su dama en una columna del libro de contabilidad? Admítelo, hombre. Observó un rato las sombras que danzaban a la luz de la vela, mientras se tomaba un poco más de tiempo para obligarse a admitir lo que cambiaría su vida para siempre.
—Tú la amas. —Darcy susurró las palabras para poder oírlas de sus propios labios—. Tú la amas —repitió.
Ya estaba. Su vida nunca volvería a ser la misma. ¿Cuántos meses llevaba atormentándose, negando sus sentimientos al mismo tiempo que la imaginaba siempre a su lado? ¿Qué no había hecho para librarse de ella? Incluso había llegado a hacerle una aterradora visita a Sayre con el fin de encontrar una mujer que pudiera borrarla de su mente y de su alma. Pero la búsqueda había sido una farsa desde el principio, porque, a pesar de que había jurado olvidarla en los brazos de otra mujer, no había sido capaz de abandonar ni de arrojar a las llamas los hilos de seda que se la recordaban a cada instante. Ah, sí, finalmente había encontrado la fuerza para soltar esos hilos al viento, pero ¿de qué le había servido? La propia esencia de su sueño había ocupado enseguida el lugar de los hilos y él había quedado más atrapado que antes. ¡Él la amaba y amaba todas las cosas adorables que ella representaba! Y la deseaba. Era tan agudo su deseo por el suave consuelo que ella le brindaba y por su cálida bienvenida, que a veces no podía respirar. La presencia de Elizabeth en Hunsford y Rosings había sido una muestra de la felicidad que sería tenerla cerca todos los días. ¡La idea de regresar a su existencia anterior, a vivir luchando continuamente contra su nostalgia por ella durante el resto de su vida era insoportable! Muy agitado, Darcy apartó las mantas, se levantó de la cama y, tan pronto como sus pies tocaron el suelo, comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación.
—Hay una solución —dijo en la oscuridad—. ¡Cásate con ella! —Antes siempre se decía que aquello era impensable, pero, en aquel momento, ya no fue así—. ¿Por qué no? —le preguntó en voz alta a la noche. Darcy sabía cómo sería. ¿No la había visto a su lado miles de veces mientras paseaba por Pemberley? Ella pertenecía a Pemberley, siempre de su mano. Guardó silencio, mientras se permitía pensar en las posibilidades de una vida con ella. Eso lo dejó sin aire. Conviértela en la dueña de Pemberley, en la hermana de tu hermana, en la madre de tus hijos, rogó su corazón al unísono con él. De pronto se incorporó, sentándose pesadamente en la cama. ¿Acaso podía confiarle todas esas cosas además de su corazón?
No dejes que a la alianza de las mentes sinceras yo admita impedimentos. Darcy recordó el primer verso del soneto de Shakespeare.
—Impedimentos —repitió, volviendo a recostarse. Existían enormes dificultades. Aunque su corazón deseaba con desesperación que no fuera así, su mente lo obligaba a admitirlo. Pensó en Bingley. ¡Cómo lo había disuadido de relacionarse precisamente con la misma familia que podía convertirse ahora en su propia familia política! Luego estaba la degradación de su propia estirpe, la manera en que afectaría a su honor, que él había jurado defender. Sería justamente censurado por sus parientes y, en particular, por la hermana de su madre, lady Catherine. ¿Podrían llegar a aceptar alguna vez a Elizabeth, o ella y Darcy quedarían aislados para siempre, mientras su matrimonio y sus hijos eran ignorados por su propia familia? Por último, estaba la verdad del indigno tratamiento que había recibido por parte de la familia de Elizabeth y la absoluta falta de educación que habían de demostrado en el baile de Netherfield, cuando uno por uno se habían expuesto al desprecio de sus vecinos. El comportamiento de los Bennet quedaría unido a él y lo convertiría en lo que más temía en la vida: ser objeto del rechazo de toda la sociedad que conocía. El recuerdo del resto de esa noche lo asaltó, la imagen de los ojos de Elizabeth llenos de vergüenza, fijos en la contemplación de sus guantes, le produjo una oleada de rabia en el pecho. ¡Dios, cómo la amaba! ¡Cómo había querido protegerla y consolarla, incluso en ese momento! La petición de Shakespeare se convirtió en una exigencia. No dejes… Darcy quería tener a Elizabeth en Pemberley. Quería deleitarse en su amabilidad y su vivacidad, en su corazón y en su mente. Quería que el deseo de Georgiana de conocerla se convirtiera en realidad. Deseaba la dulzura que sólo podría ofrecerle la vida con ella. La amaba. Pero ¿sería eso suficiente? Las emociones luchaban a brazo partido dentro de su pecho, el deber y el deseo…
De repente, un bostezo se apoderó de él. Miró el reloj que había sobre la chimenea y sintió los párpados muy pesados. Eran más de las dos y, a pesar de la urgencia que sentía su corazón, no era posible ni prudente tomar una decisión en aquel momento y ni siquiera mañana. Volvió a tenderse en la cama, agarró una almohada y, acostándose de lado, trató de acomodarse lo mejor posible en el colchón. Había tiempo, él podía prolongar su visita con facilidad, y aprovecharía ese tiempo en su beneficio, para observarla más de cerca, para descubrir su manera de pensar en temas más específicos y verificar la fuerza de sus sentimientos contra la realidad misma. Había tiempo. Pero Darcy juró que tomaría una decisión antes de marcharse de Rosings.