Un ligero movimiento y una canción procedentes de la parte posterior de la iglesia hicieron que la congregación se pusiera en pie. Como si actuara por inercia, Darcy se levantó enseguida, tratando de olvidar las desventuras de sus primos y concentrándose en localizar a Elizabeth en medio de los feligreses. Dando gracias otra vez por su estatura, comenzó a observar atentamente la multitud de sombreros adornados con flores y frutas, en busca del que protegía la esplendorosa belleza de Elizabeth de las miradas furtivas, pero en ese momento el coro de niños comenzó la procesión y sus voces —no del todo afinadas, pero fuertes y claras— comenzaron a resonar entre los antiguos muros. Darcy miró rápidamente a lo largo del pasillo. Detrás de los niños, con paso solemne y los ojos dirigidos con devoción hacia el cielo, venía el señor Collins, cuya casulla blanca almidonada parecía casi ahogarlo. Así siguió hasta que llegó al banco de los De Bourgh, donde sorprendió a Darcy y a Fitzwilliam y se volvió rápidamente en dirección de la familia, para inclinarse ante cada uno de los parientes de su noble patrona. Justo cuando el ridículo hombre se estaba levantando de aquellas molestas adulaciones, Darcy vio detrás de él, y al otro lado del pasillo, un rayo azul que provenía de la cinta de un sombrero de paja adornado con lirios frescos del valle. Cuando el ala del sombrero se levantó, aparecieron un par de ojos castaños como de terciopelo, por encima de una nariz elegante y unos encantadores labios que su dueña cubría con delicados dedos enguantados, con el fin de ocultar la risa. La imagen le resultó extraordinariamente encantadora, y se sintió más que dispuesto a permitir que aquella fascinación lo envolviera.
Absortos en la contemplación del señor Collins, los vivaces ojos de Elizabeth parecían bailar de risa. Pero no contenta con observar las ridículas atenciones de su primo, la muchacha procedió a examinar el efecto que tenían sobre los demás y, para sorpresa de Darcy, comenzó con una inspección de su rostro. El brillo divertido en los ojos de Elizabeth y la dulce curvatura de sus labios lo atravesaron como un rayo, aturdiendo sus sentidos, y durante ese eterno segundo Darcy no pudo hacer otra cosa que esperar la reacción de la muchacha. Una ligera expresión de desconcierto se dibujó en el rostro de Elizabeth. Aunque eso le dio un respiro al caballero, la mirada de confusión de la dama avivó su curiosidad. ¿Qué era lo que tanto la intrigaba?
El final de oración indicó que la congregación podía volver a sentarse, lo cual le dio a Darcy sólo unos pocos segundos para lanzarle otra mirada furtiva a Elizabeth. La curiosidad que había avivado el rostro de la muchacha había sido reemplazada ahora por una expresión reflexiva, mientras contemplaba las delicadas vidrieras, regalo del abuelo de sir Lewis, que decoraban majestuosamente el ábside, más allá del pulpito. Su serio semblante le confería un aire encantador. Darcy habría dado cualquier cosa por conocer la naturaleza de los pensamientos que provocaban semejante despliegue de belleza, pero luego se sintió culpable al darse cuenta de que, otra vez, estaba invadiendo la intimidad de la muchacha. Abandonó su secreta incursión con reticencia, y sin que ella se diera cuenta se concentró en el desafortunado pastor de Hunsford. Sus experiencias anteriores con el presuntuoso hombrecillo no habían incluido una muestra de sus sermones formales, así que aquél era, por decirlo de alguna manera, el «discurso inaugural» del clérigo. Darcy no tenía grandes expectativas, pero mientras el señor Collins colocaba varias veces sus notas en el pulpito, el visitante se preparó para concederle el beneficio de un voto de confianza.
Cuando finalmente logró organizar los papeles a satisfacción, el señor Collins se dirigió a la familia de su benefactora y, para consternación de Darcy, volvió a hacerles una reverencia, tras la cual lady Catherine hizo un gesto de asentimiento para indicar que lo autorizaba a proseguir. Con creciente inquietud, Darcy observó cómo el párroco adoptaba una expresión de solemnidad y le decía a sus fieles:
—Mi lectura de esta mañana pertenece a la Epístola a los Colosenses, capítulo tres: «Aspirad a las cosas celestiales, no a las terrenales». El tema para esta mañana de Pascua, mi fiel congregación, es el de las aspiraciones o, más precisamente, lo que se ha llamado afectos o emociones religiosas. Es decir, hoy os hablaré en contra de los vulgares excesos del «entusiasmo».
—¡Ay, no! —refunfuñó Fitzwilliam, mientras se encogía en el banco, pero Darcy se puso alerta. Aquello era obra de su tía, estaba seguro.
—El texto —continuó el portavoz de lady Catherine— nos invita a fijar nuestros afectos en las cosas superiores. Pero esto no se puede interpretar como un permiso para caer en arrebatos de emoción. ¡El cielo no lo permita! La religión es un asunto de una naturaleza más rigurosa; más sobria y firme. Ella rechaza tajantemente el apoyo de algo tan volátil, tan trivial e inútil como la imaginación vivaz y el flujo incontrolable de, si vosotros me perdonáis la expresión, el «espíritu animal». Esas cosas encuentran refugio en la imaginación calenturienta y desordenada de los «entusiastas», pero no en el entendimiento desapasionado y racional que el Ser Supremo exige al verdadero hombre religioso.
¿La imaginación calenturienta y desordenada? Darcy cruzó los brazos sobre el pecho y levantó su mirada penetrante hacia el títere de su tía.
—No, mis queridos feligreses. —Collins golpeó el púlpito con la palma de la mano con un gesto teatral—. La verdadera sabiduría, la verdadera religión nos invita a dominar las pasiones y sus desórdenes para poder cultivar las virtudes morales. Sólo debemos cumplir las condiciones que nos imponen el deber y el honor, aprender a conciencia esta lección del Evangelio y todo irá bien. Aspirar a las cosas celestiales es ser mejores personas, no ese fervor vano y autoenaltecedor.
¡Ser mejores personas! Darcy se movió con incomodidad, pues sentía que el banco se volvía cada vez más duro. El honor y el deber eran el aire que él siempre había respirado, pero ¿acaso no se había sentido últimamente tentado a abandonarlos? ¿Acaso no había estado increíblemente cerca de sucumbir a las estratagemas de lady Sylvanie, cuya trágica locura le había mostrado, no obstante, la profundidad del odio que albergaba en su propio corazón? ¿Y había podido extinguirlo en los meses que habían transcurrido desde entonces?
—Porque yo os digo que las exageraciones de fanáticos como esos infames de Newton o Whitefield, en el siglo pasado, o Bunyan y Donne, antes que ellos, no son más que eso. —Con un gesto despectivo, el señor Collins descalificó a hombres que lo superaban con creces en sus capacidades teológicas y literarias—. ¡Y no necesito recordaros adonde conduce eso! —Hizo una pausa para aumentar el efecto dramático de sus palabras y luego espetó—: ¡Al regicidio!
Fitzwilliam soltó otro gruñido.
—¡Por Dios, ahora lady Catherine le va a escribir a mi padre que estoy planeando matar al viejo George!
Darcy frunció el entrecejo con gesto amenazante y entrecerró los ojos hasta que no pudo ver más que una raya. Si aquello reflejaba la opinión de lady Catherine, y no le cabía ninguna duda de que el sermón de Collins había sido escrito bajo la dirección de su tía, ¡ella nunca debía estar dos minutos sola con Georgiana!
—Confiad, mejor, en la razón, la esclava de lo divino, y en vuestros padres espirituales, y yo me precio de haber sido nombrado y recomendado como tal por su señoría lady Catherine de Bourgh, para que os indiquen qué es una aspiración apropiada y aceptable a los ojos del cielo. Y así termina esta enseñanza. Amén.
Después de la bendición, los niños del coro comenzaron a cantar otra vez con voz desafinada e iniciaron el himno que marcaba el final del oficio, mientras se retiraban por el pasillo, seguidos por el señor Collins. Un suave suspiro cerca de su hombro le recordó a Darcy sus deberes para con su prima. Haciendo a un lado su disgusto, tomó rápidamente el sombrero y el bastón y recogió también el libro de plegarias de Anne. Luego le lanzó una mirada a Elizabeth, mientras salía del banco de los De Bourgh. Le pareció que ella estaba todavía más pensativa, más adorable que antes, y deseó profundamente poder acercársele, saludarla al menos, antes de marcharse. Pero el deber y la cortesía exigían que acompañara a su prima hasta el carruaje. De momento tenía que renunciar a ese placer, pero Darcy juró que esa noche no se negaría a nada que ella quisiera ofrecerle.
—Prima Anne. —Darcy se dirigió en voz baja a la figura fantasmagórica que había a su lado, ofreciéndole su brazo.